En el cuarto año del reinado de Seti II, el invierno estaba siendo realmente duro. Un viento helado barría la orilla oeste de Tebas, acostumbrada a temperaturas más clementes, incluso durante la estación invernal. Algunos lo atribuían al castigo que infligían al país los terribles emisarios de la diosa Sejmet, enojada por la debilidad de un rey cuyas intenciones seguían siendo inciertas.
Cuando el cortejo de asnos llegó, el escriba de la Tumba ya estaba levantado. Envuelto en un grueso manto, le dijo al responsable del convoy:
—¿Has traído leña?
—Ni un solo saco.
—¡Y, sin embargo, dije que era urgente!
—La administración no me ha dado nada… Debo deciros que, en este momento, nadie tiene leña.
Kenhir avisó inmediatamente al maestro de obras.
—Hay que encontrar leña enseguida —consideró Nefer—; las casas están heladas, varios enfermos sufren bronquitis. Sin calor, su caso se agravará, especialmente el de la hija de Paneb.
—Nuestra reserva parecía más que suficiente, pero ¿quién podía prever ese interminable período de mal tiempo?
Paneb, furioso, interrumpió a los dos hombres:
—Acepto quemar mi cama y mis muebles, aunque me quede sin nada. ¡Me gustaría saber quién es el responsable de todo esto!
—Soy yo —declaró Nefer.
—El maestro de obras asume los errores de los demás… Pero eso no nos soluciona nada.
—Tienes razón, por eso, iré a buscarla.
—¿Vas a arriesgarte tú? ¡Ni hablar! Ya me las arreglaré yo. ¿El escriba de la Tumba acepta extenderme una autorización oficial?
—Imposible, Paneb. Desconfía de las patrullas.
—¿Por qué no presionáis al administrador principal?
—Porque esperaba que la entrega de esta mañana fuera la buena —protestó Kenhir.
Una ráfaga de viento casi hizo caer al anciano, indignado por la insolencia de Paneb. Sin embargo, no tuvo oportunidad de dirigirle ningún reproche, pues el coloso corrió a casa de Imuni.
—Abre la puerta del almacén y dame la mejor hacha —le ordenó al escriba ayudante.
—¿Para qué?
—Apresúrate, Imuni, no estoy de humor para oír estupideces.
—Cortar leña sin autorización está prohibido y…
El coloso cogió al escriba por los hombros y lo levantó del suelo.
—Si no me entregas el hacha ahora mismo, cogeré toda la madera que tienes, incluidas tus paletas de escriba.
Los tres policías observaron durante largo rato al coloso, que troceaba un viejo sicómoro de tronco blanquecino, la mayor parte de cuyas ramas estaban secas.
A pesar del frío viento, el hombre trabajaba con el torso desnudo y manejaba una pesada hacha a buen ritmo.
—Está cometiendo una infracción —advirtió el policía de más edad—; pero hay que reconocer que es muy fuerte.
—De creer en ciertos rumores —observó su colega barbudo—, podría tratarse de un artesano del Lugar de Verdad, Paneb el Ardiente, capaz de derribar, él solo, a nueve hombres.
—¿Cómo podemos estar seguros de ello?
—Mira su asno… ¡Es un gigante, como su dueño! Y todos saben que Paneb tiene un borrico monstruoso.
—¿Nueve hombres, de verdad?
—Sólo somos tres… ¿Y has visto el tamaño de su hacha? Si lo atacamos, se defenderá. ¿No deberíamos esperar un poco antes de detenerlo?
—Tienes razón.
Hacía mucho rato que Paneb había descubierto a los policías, pero su presencia no le preocupaba en absoluto; tras haber llenado de leña las albardas que llevaba Viento del Norte, y haber cogido también una pesada carga, tomó la dirección de la aldea y pasó ante los tres hombres.
—Que paséis un buen día, amigos; habéis hecho bien quedándoos donde estáis.
—Esta escasez de leña es inadmisible —gritó Kenhir—; ¡sabéis tan bien como yo que el Lugar de Verdad es prioritario!
Con la cabeza entre los hombros, el general Méhy tuvo ciertas dificultades para mostrarse tan amable como de costumbre. Por una parte, el fracaso del plan de Tran-bel para eliminar a Paneb le había afectado; por la otra, los soldados de los cuarteles de la orilla oeste, al igual que los de la orilla este, se quejaban también del frío, pero nadie se atrevía a cortar árboles, por miedo a infringir un privilegio real y desatar, así, la cólera de Seti II.
—No lo he olvidado, Kenhir, pero mis poderes son limitados. Le he escrito al rey para que me permita cortar los árboles viejos y nos mande leña del Líbano, pero aún no he recibido ninguna respuesta. Ignoro incluso si Seti está aún en Hermópolis.
—¿No os quedan algunos sacos de carbón vegetal?
—Ni uno solo, de lo contrario hubiera hecho que os los entregaran.
Kenhir se convenció de la buena fe del general.
—En ese caso, tendremos que arreglárnoslas solos y necesito inmunidad para el artesano que nos traiga leña.
—Supongo que será Paneb…
El escriba de la Tumba no respondió.
—Ignoraré los informes policiales que reciba a este respecto… Pero pedidle que sea discreto.
—Gracias, general; en efecto, sois el protector del Lugar de Verdad.
Gracias a Paneb, la aldea había recuperado un poco de calor, y los enfermos ya no corrían peligro. En cuanto regresaba a su casa, el coloso acunaba a su hija, que estaba cada vez más bonita, ante la tierna mirada de Uabet la Pura.
—Pronto será la hora de cenar… ¿Dónde está Aperti?
—En la escuela, castigado; ayer insultó al escriba ayudante que corregía sus deberes de matemáticas.
—¡No nos dejará nunca en paz el tal Imuni!
Paneb besó tiernamente a la deliciosa muñequita y la entregó a su madre. Luego salió de la casa y fue al despacho de Imuni, donde el escriba ayudante, muy enojado, se dirigía al maestro de obras y al escriba de la Tumba.
—Tengo que denunciar graves irregularidades y pido que se convoque al tribunal.
—¿Intentas atacarme a través de mi hijo? —preguntó Paneb.
Imuni pareció sorprendido:
—¿A ti? ¡No, en absoluto!
—Formula tus quejas —exigió Nefer el Silencioso.
—En primer lugar, Userhat el León ha utilizado mucho más alabastro del que le está permitido; trabaja, pues, por su cuenta, sin decirme a quién piensa entregar las estatuas.
—A nadie —respondió el maestro de obras—. Le he ordenado personalmente que fabrique mesas de ofrenda de alabastro para el faraón Seti II.
El escriba ayudante se ruborizó.
—¡No… No he sido avisado!
—Antes de acusar, infórmate. ¿Qué más?
—Gau el Preciso estropea una gran cantidad de papiro.
—Eso es falso —intervino Paneb—; traza los esbozos finales que me sirven para realizar las pinturas, y no debe imponérsenos restricción alguna.
El escriba de la Tumba asintió.
—No hagas más acusaciones, Imuni —le aconsejó Kenhir a su ayudante—; no das la talla.
Imuni se tragó el rencor; por fortuna, sus investigaciones genealógicas progresaban, y pronto obtendría la revancha.
Como el servicio de correo se había reanudado con normalidad tras los funerales de Amenmés, el traidor se carteaba de nuevo con sus comanditarios, y había recibido un mensaje cifrado ordenándole que fuera al altozano de los ancestros, situado cerca de la aldea. Durante sus descansos, los artesanos rendían homenaje a los dioses primordiales que, antes de dejar que la creación se desarrollara, habían decidido establecer allí su morada terrestre.
Desde que se había desvanecido el espectro de la guerra civil, las autorizaciones para salir de la aldea se habían restablecido, pero el traidor sabía que la vigilancia del jefe Sobek no aflojaría. Así pues, no había figurado entre los primeros que cruzaron el Nilo para visitar a los miembros de su familia o tratar asuntos privados.
Una mañana de descanso aprovechó para caminar hasta el altozano de los ancestros, y un policía nubio lo siguió durante un rato. Después, este último regresó al quinto fortín.
En un bosquecillo de acacias, un pequeño santuario albergaba la tumba de los dioses. La paz que reinaba en aquel lugar era la de otro mundo, al que el traidor ya no era sensible desde hacía mucho tiempo.
—Nadie nos observa —afirmó Serketa, que llevaba una túnica blanca de sacerdotisa, como si hubiera ido a depositar una ofrenda en el altar de los ancestros—. ¿Has descubierto por fin el escondite de la Piedra de Luz?
—Por desgracia no, pero no pierdo la esperanza.
—Sólo tú eres capaz de conseguirlo, siempre que elimines el principal obstáculo.
—¿Cuál es?
—El maestro de obras en persona.
—¿Adonde queréis llegar? —preguntó el traidor con voz temblorosa.
—Es preciso suprimir a Nefer el Silencioso. Si él desaparece, la aldea perderá su fuerza y se desvelará el camino que conduce a la piedra.
—¡Me ordenáis que cometa un crimen!
—Piénsalo, no hay mejor solución. Naturalmente, te las arreglarás para lograr que acusen al artesano que más detestes.
—Imposible.
—La muerte de Nefer provocará la desaparición de la cofradía y tu recompensa será enorme, puedes creerme.
—Es demasiado arriesgado.
—Avísame cuando hayas elaborado un plan. Multiplicaremos por diez la fortuna que te aguarda en el exterior.