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El escriba de la Tumba había exigido que el tribunal que juzgara a Paneb celebrara su sesión ante el templo de Maat, en el interior de uno de los recintos de Karnak. El jurado se componía de sacerdotes, artesanos y escribas, y estaba presidido por el segundo Profeta de Amón, al que Kenhir consideraba un magistrado severo pero justo. El presidente del tribunal llevaba la cabeza afeitada, tenía los hombros cuadrados y el busto rígido, y no parecía muy indulgente.

La denunciante y el acusado estaban de pie, frente a frente. La hermosa Yema no había mirado aún a los ojos a Paneb, que se había prometido mantener la calma, fueran cuales fuesen los ataques de que sería objeto.

—Señorita Yema, ¿sigues afirmando que Paneb el Ardiente, artesano del Lugar de Verdad, te violó? —preguntó el presidente.

—Así es.

—¿Lo juras por Maat y por el nombre del faraón?

—Lo juro.

—Y tú, Paneb, ¿juras que eres inocente del crimen del que te acusan?

—Lo juro.

—Uno de vosotros es, pues, un mentiroso y un perjuro —concluyó el magistrado—; recordad que se trata de un delito muy grave, que se castiga con una severa condena, tanto aquí en la tierra como en el más allá. ¿Aun así insistís en vuestras declaraciones?

Ni Yema ni Paneb desistieron.

—Dinos qué pasó, señorita Yema.

—Yo me encontraba en la cabaña donde almaceno mis cestos cuando Paneb se arrojó sobre mí, como un toro furioso. Me desnudo y me violó. En cuanto pude escapar, pedí socorro. Los cinco campesinos del campo vecino fueron testigos de la agresión.

—Presentaos ante mí —ordenó el presidente a los obreros agrícolas—. ¿Confirmáis las declaraciones de la señorita Yema?

Aterrorizados por la solemnidad del lugar y la severidad del juez, tres campesinos retrocedieron para indicar que no tenían nada que declarar.

—Yo lo he visto todo —afirmó el fortachón.

Y el gordito asintió con la cabeza.

—¿Estáis seguro? —preguntó la mujer sabia, que llevaba una elegante túnica roja.

Engalanada con unos pendientes de jaspe rojo e hilos de oro, Clara miró fijamente a los dos campesinos. No había animosidad alguna en su mirada, pero era tan penetrante que el gordito no pudo resistirla mucho tiempo.

—Vi al coloso y a la muchacha, pero nada más —confesó.

—¿Y tu compañero?

—¡Él, no lo sé!

—Yo mantengo que… —comenzó a decir el fortachón, cuya voz tembló cuando sintió que se le hacía un nudo en la garganta, como si una mano lo estrangulase.

—No te deseo ningún mal —le dijo la mujer sabia—, pero te advierto que si sigues mintiendo te vas a ahogar.

—Con… confirmo que…

Sin realizar el menor gesto, la mujer sabia seguía mirando al mocetón, que empezó a jadear.

La garganta empezó a quemarle, y el mentiroso cedió.

—Yo no vi nada —confesó.

—¿Fuiste testigo de una violación, sí o no? —interrogó el juez.

—¡No… no!

Yema, decepcionada, permanecía imperturbable.

—Yo afirmo haber sido violada por Paneb.

—¡Es tu palabra contra la mía, pequeña buscona! —exclamó el coloso, cuya intervención irritó al magistrado.

—¿Puedes traer a un testigo que corrobore tu versión de los hechos? —preguntó a Paneb.

—¡Os juro que soy inocente!

—Y Yema jura que eres culpable. Y viéndola, tan frágil y tan indefensa, me cuesta bastante creerte.

El escriba de la Tumba dijo tajantemente:

—¡Os comportáis como un acusador y os excedéis en vuestro papel de juez! Pido que los miembros del tribunal no tengan en cuenta vuestra intervención. Si tomáis de nuevo partido de un modo tan flagrante, exigiré que seáis reemplazado.

—De acuerdo, de acuerdo… Pero ¿puede Paneb defenderse de un modo que no sea insultando?

—Sí puede —afirmó la mujer sabia.

—Explicaos.

El coloso miró con atención a Clara y una extraña energía lo invadió. Se comunicaba con él sin hablar, telepáticamente, y de pronto en la mente de Paneb apareció un rostro.

—Que comparezca Viento del Norte —reclamó él.

—¿Es uno de tus parientes? —preguntó el juez.

—Es mi asno, que venga y que diga quién está mintiendo.

El juez vaciló:

—¡Pero es un asno…!

—Un animal nunca oculta la verdad —precisó la mujer sabia—; en él se encarna un poder divino que no puede mentir.

—¿Acepta la denunciante?

«El asno se dirigirá hacia su dueño», pensó Yema.

Sin duda, aquel artesano creía que impresionaría al tribunal utilizando ese artificio, que se volvería contra él. ¡Qué ingenuo! Yema dio, pues, su aprobación.

El borrico recorrió la avenida que llevaba al templo de Maat junto a la mujer sabia, y al llegar se detuvo ante el presidente del tribunal.

Viento del Norte, te escuchamos como testigo en un caso de violación. ¿Comprendes la gravedad de la situación y tienes capacidad para designar a la persona que ha mentido en esta audiencia?

Con la pezuña delantera izquierda, el asno frotó la losa de piedra.

Un murmullo brotó del jurado, que reconoció la validez del testimonio del animal.

Viento del Norte, señala al mentiroso.

El fuerte asno volvió la cabeza hacia Paneb, y Yema esbozó una sonrisa de satisfacción.

Pero el asno giró sobre sí mismo y se dirigió hacia la muchacha, cuyo hombro tocó con el hocico.

Como si le hubiera picado una serpiente, la muchacha dio un salto hacia atrás.

—¡No vais a creer a esa bestia!

—¿Por qué has mentido, Yema? —preguntó el presidente del tribunal, furioso.

—¡He dicho la verdad!

Viento del Norte se abalanzó contra la mentirosa, la derribó de un cabezazo y le colocó las patas delanteras sobre el pecho.

—¡Va a matarme! —gimió aterrorizada.

Pero nadie la socorrió.

A punto de asfixiarse, Yema empezó a confesar:

—He mentido, lo confieso… Le hice proposiciones a Paneb y me rechazó… Me sentí tan vejada que decidí vengarme… Estaba segura de que sería condenado si lo acusaba de violación… ¡Y me hubiera burlado de él cuando estuviera en prisión! He hecho mal, pero debéis comprenderme y perdonarme… Paneb no debió tratarme de un modo tan despectivo.

—Tu mentira podría haber tenido consecuencias terribles —consideró el presidente del tribunal—; que los miembros del jurado no lo olviden al pronunciar su sentencia.

—Reclamo su indulgencia —declaró Paneb—; Yema es muy joven, y esto le servirá de lección.

Yema fue condenada a cultivar verduras y llevarlas al Lugar de Verdad durante un año, a cambio de un salario mínimo. El jurado creyó sus inflamadas declaraciones de joven seductora despechada, y el juez no siguió investigando.

No había tenido que hablar, pues, de Tran-bel y de la recompensa prometida que, a pesar de su imprevisible fracaso, le debía. Por eso, en cuanto salió del tribunal, acudió al almacén del libio.

Al ver a Yema, el mercader la arrastró hasta la pequeña habitación donde conservaba sus archivos.

—¿Qué estás haciendo aquí, idiota?

—Paneb ha sido absuelto.

Tran-bel se pasó la mano por el pelo, turbado.

—Absuelto… Pero ¿qué estás diciendo?

—¡Ha sido por culpa de su asno, Viento del Norte! La mujer sabia ha embrujado al jurado, los falsos testigos se han retractado y el asno me ha señalado como culpable.

—¡Estás absolutamente loca, Yema!

—Os juro que ha ocurrido así, y Paneb ha salido libre del tribunal.

—¿Has hablado de mí?

—¡No, claro que no!

—Mejor para ti, niña. Espero que no estés mintiendo.

—Me han condenado a servir al Lugar de Verdad durante un año… ¡Eso es todo lo que he obtenido! Ahora quiero mi recompensa.

—Tomarás el primer barco de carga que zarpe hacia el Norte y dejarás Egipto para ir a Palestina, donde trabajarás como sierva en casa de uno de mis amigos granjeros. Allí, cambiarás de nombre y escaparás de la justicia egipcia.

—Pero… ¡Prefiero quedarme aquí!

—Has fracasado, idiota, y no te queda otra salida. Por encima de mí hay gente que no aceptará tu error.

—Y eso significa…

—Significa que debes marcharte enseguida y no abrir la boca, si quieres seguir viviendo. Mañana abandonarás el país, y ruega a los demonios que te respeten.

La muchacha se inclinó, aterrorizada.

Tran-bel había olvidado decirle que su amigo granjero la utilizaría como esclava, pero en ese momento ya sólo le preocupaban las explicaciones que debería dar a Méhy y a Serketa para salir indemne de aquella desventura.