El joven Siptah seguía estudiando asiduamente en la biblioteca del templo de Amón, en Pi-Ramsés, donde los sacerdotes lo miraban con benevolencia.
En cuanto disponía de algún tiempo, al canciller Bay le gustaba hacer balance con el adolescente de sus progresos en ciencia y literatura. Ajeno al mundo exterior, a éste sólo le interesaban sus investigaciones, y a menudo era necesario recordarle que comer, aun de manera sumaria, era indispensable.
Siptah sólo hablaba con el canciller que, a pequeñas pinceladas, lo iniciaba en el funcionamiento de la administración central y en la gestión de las Dos Tierras. Su alumno lo escuchaba siempre con atención, tenía una memoria prodigiosa y hacía las preguntas adecuadas.
Esos instantes eran los únicos que el canciller disfrutaba de verdad. La muerte de Amenmés había afectado profundamente a Seti, y la reina Tausert ya había perdido la esperanza de ver al rey recuperando las ganas de vivir. Llevaba a cabo sus deberes de gran esposa real con destreza y sensatez, y Bay la secundaba sin reservas; pero aún era el faraón el que ponía su sello en los decretos importantes cuando aceptaba salir de su letargo.
Al entrar en el despacho que tan pocas veces ocupaba el monarca, el canciller pensó en los habitantes de Tebas, que debían de estar angustiados, preguntándose qué suerte les reservaba Seti. Ciertamente, Bay había escrito al general Méhy confirmándolo en todas sus funciones, y esa estabilidad del hombre fuerte de la región, fiel servidor del rey y garante de la paz, tenía un carácter tranquilizador: pero el propio canciller ignoraba las verdaderas intenciones del monarca.
—¿Has trabajado hoy con el joven Siptah? —le preguntó Seti.
—Por desgracia no, majestad; he tenido que resolver unos problemas de acondicionamiento del barrio oeste de la capital.
—Ocúpate más de ese muchacho; los sacerdotes de Amón me han hablado muy bien de él. Hay demasiados cortesanos merodeando alrededor del trono y muy pocos hombres justos, que sólo piensen en su deber. Siptah es uno de ellos, y sólo tú eres capaz de educarlo.
—Ninguna otra orden podría alegrarme más, majestad.
—También quiero que prepares mi viaje.
Aquello cogió por sorpresa a Bay.
—¿Adonde queréis ir, majestad?
—A Hermópolis. ¿No es en la ciudad del dios Thot donde se supone que obtendré la sabiduría necesaria para proseguir mi reinado? Iré en compañía de Tausert y solicitaremos al señor del conocimiento esa serenidad que tanta falta nos hace desde que el poder supremo pesa sobre mis hombros.
La decisión de Seti le encantó al canciller, pues demostraba la inteligencia política del faraón. En Hermópolis estaba acuartelado, aún, un numeroso ejército que acogería al rey con entusiasmo; al instalarse por algún tiempo en la ciudad fortificada, frontera meridional de su reino durante la dominación de Amenmés sobre el Alto Egipto, el faraón dirigía un claro mensaje a los tebaicos y a todos los jefes provinciales del Sur: a la menor señal de insumisión, él mismo intervendría con rapidez.
—¿Puedo conocer vuestros proyectos a más largo plazo, majestad?
—Quiero que Thot me diga cómo debo actuar, canciller. Sin la precisión del pico del ibis y la envergadura de su vuelo, el ejercicio del poder está condenado a la mediocridad.
La pequeña parecía tan frágil en brazos del coloso, que Paneb no se atrevía a moverse.
—Me has dado una hija preciosa —le dijo a Uabet la Pura, loca de felicidad por haber dado satisfacción a su marido—. Será fina y delicada como tú.
—También tendrá tu fuerza, estoy segura.
—¿Has elegido ya un nombre para ella?
—Como nació en un día de luna llena, la llamaremos Selena.
Selena era un bebé de una extraña belleza… Tenía los cabellos rojizos, los ojos verdes y las orejas y los labios perfectamente dibujados.
Aperti se acercó.
—Pues a mí me parece muy fea… Y además es una niña. No podré pelear con ella.
—Por eso tendrás que protegerla.
—¡De ningún modo! Que se las arregle sola.
El chiquillo salió corriendo de la casa.
—Cada vez está más insoportable —estimó Paneb.
—No se lo reproches —imploró su esposa—. Hasta hoy, era hijo único; está celoso por el nacimiento de su hermana, debemos comprenderlo y perdonarlo. Muy pronto cambiará de opinión con respecto a Selena.
—Esperemos que no te equivoques.
Dos sacerdotisas de Hator, enviadas por la mujer sabia, fueron a ayudar a Uabet la Pura, que estaba agotada por el parto. Como mandaba la regla de ayuda mutua entre las mujeres de la aldea, ninguna quedaba abandonada a su suerte cuando atravesaba un período difícil. La joven mamá descansaría durante unos diez días, antes de reanudar sus actividades domésticas. Debido a su frágil constitución, Uabet sólo daría el pecho a su hija durante una semana, antes de entregarla a una nodriza pagada por el Estado.
—¡Paneb, ven enseguida! —exigió Pai el Pedazo de Pan, con voz angustiada.
—¿Aperti ha hecho alguna tontería?
—No, el escriba de la Tumba te reclama con urgencia.
Kenhir tenía la cara de los días malos.
—¿No tienes nada que decirme, Paneb?
—Aparte del hecho de ser padre de una maravillosa niña, no veo qué…
—No es el momento de bromear, créeme. ¿Conoces a una tal Yema?
—No.
—Piénsalo bien: es una vendedora de verduras que trabaja cerca del terreno de Nefer. ¿No has ido varias veces allí, en este último tiempo?
—En efecto… Debe de ser esa morenita que intenta seducir a todos los varones que se acercan por allí.
—Te acusa de haberla violado.
—Pero ¿a quién cree que va a engañar? Se arrojó sobre mí, es cierto, pero la rechacé, e incluso la abofeteé.
—Yema tiene testigos.
—¿Quiénes?
—Los cinco campesinos que trabajan para Nefer.
—¡Qué mentirosos! ¡Les voy a romper la cabeza!
—Te lo prohíbo, Paneb, agravarías aún más la situación.
—No ocurrió nada, Kenhir, lo juro por mi hija.
—Yema ha presentado una denuncia por violación, y ha sido declarada procedente por un juez de la orilla oeste.
—¡Pero eso es absurdo, soy inocente!
—Conociéndote, no lo dudo ni un solo instante; pero la denuncia está ahí, y la ley dice que hay que condenar a muerte a los violadores.
—Dejad que me ocupe de la tal Yema y de los cinco campesinos… Dirán la verdad, creedme.
—Si les pones la mano encima a tus acusadores, reconocerás tu culpabilidad.
—Pero ¿vamos a dejar que triunfe la mentira?
—Debemos observar un proceso judicial, comenzando por reunir el tribunal de la aldea, que decidirá si te expulsa de ella o no.
—Expulsarme… ¡Pero si yo no he hecho nada malo!
—¿Tienes algún testigo que pueda probar lo que dices?
—¿Para qué lo necesito?
—Estoy preocupado por ti, Paneb.
Una sirvienta, cuyas manos le parecían muy rugosas, le estaba dando un masaje en la espalda a Serketa.
—Pon más aceite, y hazlo con más suavidad. ¿No ves que tengo una piel muy delicada? —ordenó.
El general irrumpió en la sala de masaje, donde flotaba el aroma de la flor de lis.
—Seti acaba de llegar a Hermópolis —reveló—. Oficialmente, está inspeccionando las tropas encargadas de impedir que los tebaicos avancen hacia el Norte.
—¿No se ha restablecido la paz? —preguntó Serketa, despidiendo a la sierva con un desdeñoso gesto.
—El rey quiere realizar una demostración de fuerza para probar que gobierna y que cualquier tentativa de insumisión sería reprimida inmediatamente. Excelente iniciativa, a mi entender… Nadie dudará ya de la determinación y la capacidad de gobernar de Seti.
—¿Amenazando Tebas?
—Según mis informadores, el monarca no ha dicho nada sobre sus intenciones.
—Yo tengo excelentes noticias —susurró Serketa—. Uno de los obstáculos que había en nuestro camino habrá desaparecido muy pronto.
El general agarró las pantorrillas de su esposa.
—¿Qué te traes entre manos, pichoncito?
—Gracias a nuestro amigo Tran-bel, una deliciosa zorrita, muy bien pagada, ha hecho caer en la trampa a Paneb. Ha sobornado también a algunos testigos para que apoyen una grave acusación que destruirá al coloso. ¡Un aliado menos para el maestro de obras!
El tribunal del Lugar de Verdad, compuesto por el escriba de la Tumba, el maestro de obras, la mujer sabia, el jefe del equipo de la izquierda y dos sacerdotisas de Hator, había escuchado las explicaciones de Paneb el Ardiente que, aunque no sin esfuerzo, había logrado mantener la calma. Prestando juramento sobre una efigie de la diosa Maat, que había traído la mujer sabia, el coloso había acabado convenciendo a sus jueces de que no ocultaba nada.
—¿Alguno de vosotros desea la expulsión de Paneb el Ardiente? —preguntó Kenhir.
—Todos sabemos que es inocente y víctima de una difamación —declaró Nefer—. Por consiguiente, nuestro papel, y en especial el mío, consiste en defenderlo.
—Dada la gravedad de la acusación —precisó el escriba de la Tumba—, será difícil mantener a Paneb fuera del alcance de la justicia exterior.
—Mientras permanezca en el interior del recinto, Ardiente estará a salvo —recordó Hay.
—¡Qué me juzguen en el exterior, pues! —exigió Paneb—. Quiero que mi inocencia sea reconocida en todas partes, tanto aquí como fuera.