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El escriba ayudante Imuni, que era un gran aficionado a la genealogía, acababa de hacer un descubrimiento apasionante. Hurgando en los archivos de la aldea, había encontrado unos documentos que probaban que era pariente lejano de Nefer el Silencioso; por lo que podría reivindicar, pues, una adopción que sería mucho más legítima que la de Paneb el Ardiente. Por desgracia, le faltaban algunos eslabones, pero tenía esperanzas de poder reconstruir una cadena verosímil si podía acceder a documentos más antiguos que el escriba de la Tumba guardaba en su despacho.

¿Cómo lograba Kenhir, a su edad, mantener el mismo ritmo de trabajo y seguir encargándose de todos los detalles a la perfección? Algunos murmuraban que el vigor de Niut no era ajeno a ese dinamismo a toda prueba, pero la joven se mostraba indiferente a la maledicencia y todos le reconocían una cualidad excepcional: poder soportar el carácter imposible del viejo escriba.

Día tras día, la morada de aquella extraña pareja era más hermosa, gracias al trabajo de Niut, a su afición por los muebles bonitos, los tejidos preciosos y los colores vivos. Aunque aquel lujo desenfrenado le salía muy caro a Kenhir, éste había renunciado a resistirse.

—He terminado el inventario de los cinceles de cobre y las mechas para la iluminación —declaró Imuni.

—¿Has comprobado tus cuentas?

—No falta nada.

—¿Esta vez no hay ninguna acusación contra Paneb?

—Gracias a vos, la aldea está perfectamente administrada.

—Me horrorizan los cumplidos, Imuni, pues siempre ocultan pérfidas intenciones. Y conozco las tuyas: sueñas con ocupar mi lugar y lamentas que mi viejo esqueleto siga aguantando aún. Preocúpate algo menos de tu porvenir y ocúpate más del presente, pues tienes mucho que aprender todavía para convertirte en escriba de la Tumba.

—Os aseguro que…

—Es inútil que me mientas, Imuni.

—Después de hacer mi trabajo, me gustaría interesarme por la historia de la aldea, para conocerla mejor.

Kenhir quedó atónito:

—No es una mala idea.

—He consultado ya algunos documentos, pero los más valiosos se conservan en vuestra casa. ¿Me permitís que les eche un vistazo?

—No veo por qué no.

¡Por fin aquel quisquilloso cambiaba de actitud! En vez de perseguir a Paneb y meterse con los artesanos, Imuni se interesaba por la historia del Lugar de Verdad.

El embarazo de Uabet se desarrollaba con normalidad; la joven había engordado poco, pero sus deseos de comer verdura fresca no cesaban. De modo que Paneb había acudido varias veces al dominio agrícola de Nefer, bien cultivado por los cinco campesinos que habían recuperado su sentido del esfuerzo, recompensado por sustanciales primas en especies.

Paneb acababa de llenar las alforjas que llevaba Viento del Norte cuando una mano muy dulce se posó en su antebrazo.

—Puedo ofrecerte unos magníficos espárragos —dijo la hermosa Yema, cuyos ojos negros brillaban con intensidad.

—¿Son razonables tus precios?

—Podemos discutirlos… Sin duda, sabrás convencerme de que los baje.

—De acuerdo, pero tengo prisa.

La muchacha sólo llevaba una túnica corta que insinuaba sus encantos. Danzando más que caminando, llevó al coloso hacia una pequeña choza de caña.

—Ten cuidado, la puerta es baja.

En cuanto el coloso entró en el modesto local, Yema se quito la túnica y frotó su cuerpo contra el de él.

—Eres tan fuerte… ¡Hazme el amor!

Paneb la levantó, separándola de él.

—Soy yo el que debe tomar la iniciativa, niña, y tengo la suerte de ser un hombre saciado. Eres muy bonita, pero no te deseo. Guárdate tus espárragos y vístete.

El pintor dejó en el suelo a la chiquilla, que estaba furiosa.

Paneb salió de la cabaña, y Yema lo siguió. Desnuda, trepó a lo alto de un montón de tierra.

—¡Socorro —gritó—, me han violado!

Los cinco campesinos volvieron la cabeza.

Paneb dio media vuelta y abofeteó a la mentirosa.

—¡Cállate!

Yema se derrumbó, llorando.

—Apresúrate a vestirte y no me molestes nunca más.

Apoyado por Serketa, el general Méhy había vuelto a ser el hombre más poderoso y respetado de la provincia tebaica. El palacio real esperaba la llegada de Seti II, por lo que estaba prohibida la entrada a todo el mundo; unos soldados custodiaban los accesos.

Bajo una aparente calma, la población estaba angustiada. El canciller Bay se había marchado de nuevo al Norte sin desvelar sus proyectos, y nadie conocía las intenciones reales del faraón. ¿No significaría su silencio que el monarca estaba reflexionando acerca de las sanciones que impondría a la ciudad culpable de haberse sometido a Amenmés?

—Una carta de Bay —anunció Serketa, nerviosa.

Los dedos de Méhy temblaban al coger la tablilla de madera. Si lo destituían, ¿cómo se recuperaría de esa derrota?

Sus ojos se posaron en el texto, escrito en jeroglíficos cursivos. El general suspiró profundamente, aliviado.

—Me confirman en todas mis funciones, y el rey me felicita por haber preservado la paz en condiciones tan dramáticas. El canciller me pide que asegure la prosperidad de la región y proteja el Lugar de Verdad.

—¿Seti precisa la fecha de su venida?

—No.

—¿Por qué esa ambigüedad? —preguntó Serketa.

—Sin duda, el rey está muy afectado por la muerte de su hijo… Tal vez tenga dificultades en Pi-Ramsés y no quiera abandonar la capital.

—La suerte sigue acompañándonos —susurró Serketa.

De regreso del Valle de los Reyes, el equipo de la derecha deseaba descansar un rato. Dadas las incertidumbres que gravitaban sobre el porvenir de Tebas, algunos artesanos, como Karo el Huraño o Thuty el Sabio, no ocultaban su pesimismo. Un defecto en la roca había retrasado el trabajo, y el maestro de obras había tenido que tomar precauciones para evitar que las pinturas se estropearan.

—Kenhir ha tenido una pesadilla —indicó Karo—; con un rey que haya osado tomar de nuevo el nombre de Seti, podemos esperar lo peor.

—Como has podido comprobar, no es, precisamente, muy guerrero —objetó Fened la Nariz.

—No inició la guerra civil —recordó Casa la Cuerda—, pero no perdonará que Tebas se sometiera a Amenmés.

—No había otra salida, y Seti lo comprenderá —estimó Gau el Preciso.

El día había refrescado de pronto. Un mal viento anunciaba la llegada de un invierno que podía ser más duro que los anteriores.

—¡Mañana habrá fumigación general! —decretó el escriba de la Tumba—. Los calores han terminado, hay que purificar las casas y los locales comunitarios. ¿Quién acepta encargarse de nuestra sala de reunión?

Era la oportunidad del traidor. Éste se ofreció a hacerlo enseguida y como la tarea no divertía a nadie, sus colegas le agradecieron su abnegación.

La aldea estaba envuelta en una bruma olorosa que mataba miasmas e insectos indeseables. Negrote, Bestia Fea y los demás animales domésticos se habían refugiado entre los auxiliares, donde jugaban con los niños, a quienes vigilaba Obed el herrero.

Solo, en el local de la cofradía, que había fumigado abundantemente, el traidor examinaba los sitiales de piedra en los que se sentaban los artesanos.

Pero ninguno presentaba nada anormal. Cuando se disponía a cruzar el umbral del santuario, en el que no tenía derecho a entrar, el traidor vaciló. Hasta el momento sólo había cometido pequeñas maldades, pero si violaba el espacio sagrado, pisotearía definitivamente su juramento y se excluiría del espíritu de la cofradía.

¿No debía renunciar a su deseo de enriquecerse, que lo guiaba desde hacía tantos años, abrir su corazón a Nefer el Silencioso e implorar su perdón? Pero el traidor advirtió que la voz de su corazón ya no le hablaba. En el fondo, nunca le había gustado el Lugar de Verdad; había ido a parar allí porque buscaba un saber y una técnica que le permitieran ser superior a los demás. Ahora necesitaba, además, la fortuna, y sólo la traición podía ofrecérsela.

Corrió el cerrojo de madera dorada y abrió las puertas del naos, donde se erguía una estatuilla de oro, que medía un codo real y que representaba a la diosa Maat, a la que debería haber servido durante toda su vida.

Apartó la estatuilla con rabia y pasó la palma de la mano por el zócalo para descubrir una ranura o un saliente, que habría revelado la presencia de un sistema de cierre.

Pero sólo había granito, perfectamente pulido.

El traidor, cada vez más furioso, examinó cada rincón de la pequeña estancia con la esperanza de descubrir, por fin, dónde se ocultaba la Piedra de Luz; pero sus esfuerzos fueron vanos.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó la voz grave del jefe del equipo de la izquierda.

Aterrorizado, el traidor puso de nuevo a Maat en su sitio, cerró las puertas del naos, corrió el cerrojo y volvió a la sala de reunión, que estaba llena de humo.

—¡Sí, estoy aquí!

—Temía que te encontraras mal.

—¡No, no, todo va bien!

—Así pues, deja que el humo haga efecto —recomendó Hay—, y ven a reunirte con nosotros para festejar un feliz acontecimiento: Uabet la Pura acaba de dar a luz una niña.