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Méhy, completamente restablecido, se disponía a partir hacia el Lugar de Verdad, a la cabeza de unos cincuenta infantes, cuando su ayudante de campo le entregó un mensaje urgente.

—¡Una flotilla procedente del Norte, general!

—¿Cuántas embarcaciones?

—Cinco, entre ellas, un navío real.

—¡Es Seti en persona! ¿Su posición?

—Pronto estarán a la vista de Tebas.

Méhy concentró el máximo de soldados en la orilla este, para que aclamaran al rey y éste apreciara la indefectible fidelidad del ejército tebaico.

Relegados a un segundo plano, los cortesanos se perderían entre la muchedumbre.

La noticia ya circulaba por la gran ciudad, y el temor se mezclaba con la curiosidad: ¿contra quién descargaría el monarca su cólera? Ante la sorpresa del general, la flotilla se dirigió hacia el embarcadero de la orilla oeste. Méhy tomó enseguida una embarcación ligera y rápida para atravesar el Nilo y recibir al soberano. Pero, ante su sorpresa, no fue Seti II el que recorrió la pasarela, sino el canciller Bay, con vacilantes pasos. Visiblemente débil y nervioso, Bay avanzó con prudencia.

—Por fin en tierra —le dijo a Méhy—. He estado enfermo durante todo el viaje.

—¿No os acompaña su majestad?

—El rey me ha confiado dos misiones. La primera consiste en saber si el príncipe Amenmés ha fallecido realmente y si reina la tranquilidad en la buena ciudad de Tebas.

—Por fin se ha librado de un peso que cada vez le costaba más soportar, y estoy orgulloso de haber podido evitar los disturbios que temía.

—¿Realmente está garantizada la seguridad?

—Quedan muy pocos partidarios de Amenmés, y sólo piensan en ocultarse. Creo necesario, sin embargo, esperar cierto tiempo antes de responderos con seguridad.

—Gracias por vuestra sinceridad, general; las altas jerarquías la apreciarán.

—¿Y vuestra segunda misión, canciller?

—Debo acudir enseguida al Lugar de Verdad.

—Los policías del jefe Sobek no son fáciles de tratar; si lo deseáis, os acompañaré con algunos soldados.

—Os lo agradezco muchísimo, general.

Méhy estaba encantado. Su intervención le daría un carácter oficial al asunto, y el canciller daría testimonio de que el comandante en jefe de las tropas tebaicas era el primero en querer borrar cualquier recuerdo de Amenmés. Bay examinó el carro con suspicacia.

—Sobre todo, no forcéis la marcha; me mareo con facilidad.

—No os preocupéis, canciller.

El carro se puso en marcha.

—Este terrible período ha debido pareceros doloroso, general.

—Sólo he tenido un objetivo, canciller: convencer al príncipe Amenmés de que no lanzara una ofensiva contra el Norte.

—Por mi lado, no logré convencer a Seti de que llevara a cabo nuestro plan, pues el rey esperaba que todo volviese a la normalidad, a pesar de mis pesimistas previsiones.

—En su sabiduría, el faraón supo ver más allá que nosotros…

—Es cierto, general, pero hay que cerrar ese penoso capítulo de nuestra historia.

—El maestro de obras del Lugar de Verdad no es muy diplomático y tiende a ver el mundo sólo a través de los ojos de su cofradía. No me gustaría que tuviera problemas.

—Dispongo de plenos poderes, general, y las exigencias de Seti serán satisfechas.

Méhy contuvo su alegría: esta vez, la suerte de Nefer estaba echada. Si se oponía al rey, éste descargaría su ira sobre él, y dejaría a la cofradía sin defensa, a excepción de Paneb, el coloso cuya fuerza asustaba a más de uno. Pero Serketa había elaborado un plan para librarse de él, y, por fin, el porvenir se anunciaba claro.

El jefe Sobek estaba en mitad de la pista, delante del quinto fortín. El carro de Méhy se detuvo a menos de un metro del nubio.

—Ve a buscar al escriba de la Tumba y al maestro de obras —ordenó el general—. El canciller Bay, delegado del rey Seti II, quiere verlos de inmediato.

Por el tono de Méhy, Sobek comprendió que el asunto era serio y fue a buscarlos de inmediato; pero sólo regresó con la mujer sabia.

—¿Debo entender que vuestro marido está trabajando en la tumba de Amenmés, en el Valle de los Reyes? —preguntó Bay.

—En efecto —respondió Clara.

El carro dio media vuelta y tomó la dirección del Valle. El austero camino que conducía hasta él impuso silencio a la tropa. Temiendo ser agredidos por los espíritus que merodeaban por la montaña, los soldados se mantenían muy juntos y miraban, sin cesar, hacia las crestas. Por fin llegaron a la entrada del Valle, sanos y salvos, aunque muy inquietos.

Ante aquel despliegue de fuerzas, los policías nubios que hacían guardia bajaron las armas.

—¿Estamos autorizados a cruzar esta puerta de piedra? —inquirió Bay.

—¿No tenéis plenos poderes, canciller?

Los dos hombres se aventuraron por el territorio sagrado, que hizo enmudecer a Bay. Méhy estaba impaciente por pillar al maestro de obras con las manos en la masa, trabajando en la tumba de Amenmés para probar, así, su traición.

El nubio Penbu, que era el encargado de custodiar el almacén de material de los artesanos, se interpuso blandiendo una corta espada.

—Acompaño al canciller Bay, que actúa en nombre del faraón —declaró el general—; ¿está aquí Nefer el Silencioso?

Penbu asintió con la cabeza.

—Llévanos hasta él.

—No estoy autorizado a ir más lejos.

—¡Llámalo, entonces!

Penbu imitó el grito de la lechuza, que resonó en el silencio del Valle de los Reyes.

Unos minutos más tarde, apareció Paneb, con los cabellos alborotados, el cuerpo cubierto de polvo de piedra y un gran pico en la mano.

—Abandonad inmediatamente este lugar —exigió con mirada furiosa.

—Soy el canciller Bay. El rey Seti me ha confiado una misión urgente con plenos poderes para realizarla.

—Nos acompaña una numerosa tropa —precisó Méhy.

—¿Qué deseáis?

—Ver al maestro de obras —respondió Bay.

—Está dirigiendo unos trabajos. Podréis verlo esta noche, en la aldea.

—Lo siento, pero es extremadamente urgente.

—¿Qué trabajo? —preguntó Méhy.

—No tengo por qué responderos a eso.

—Ve a buscarlo, Paneb.

El coloso apretó el mango de su pico, que de buena gana habría utilizado para eliminar a aquellos intrusos, pero sin duda era mejor consultar primero al maestro de obras.

La serenidad de Nefer el Silencioso fascinaba al general. La presencia de Bay le demostraba, sin embargo, que Seti había tomado de nuevo las riendas del poder y que el Lugar de Verdad debía someterse, asumiendo el peso de sus errores, pero el jefe de la cofradía mantenía una actitud regia, como si continuara siendo el dueño del juego.

—¿Habéis tenido un buen viaje, canciller?

—Para seros franco, siguen sin gustarme los barcos; prefiero nuestra vieja tierra de Egipto. Pero en cuanto el faraón se enteró de la muerte de su hijo, me ordenó dirigirme a Tebas para poner fin al penoso período que ha puesto en peligro a nuestro país. Supongo que habréis abierto de nuevo la morada de eternidad de Seti II, para seguir construyéndola.

—Todavía no, canciller.

—Pero entonces… ¿qué tarea habéis confiado a vuestros artesanos?

—Concluir la cámara funeraria de Amenmés.

—¿Se lo representa… como faraón?

—Se ha respetado la tradición.

En su interior, el general Méhy estaba rebosante de júbilo. Fiel a su costumbre, Silencioso, el maestro de obras, era incapaz de disimular.

—Tras la muerte de Amenmés —precisó el canciller—, deberíais haber destruido su tumba para hacer desaparecer las huellas de su usurpación.

—No conocéis el Lugar de Verdad, canciller. Los habitantes de la aldea rechazaron esta solución por unanimidad, y no encontraréis ni a un solo artesano que quiera destruir la obra realizada.

¡Aquello era demasiado! Nefer no sólo se condenaba a sí mismo, sino que también estaba condenando a toda la comunidad. ¿Había algo más estúpido que esa rectitud, incapaz de adaptarse a las circunstancias y sacar provecho de cualquier situación?

El general imaginaba ya a Silencioso y a sus cofrades detenidos, juzgados y deportados a una mina de cobre donde terminarían sus días, y la aldea abierta, abandonada, con la Piedra de Luz y los demás secretos del Lugar de Verdad.

Ya sólo tendría que cumplir sus compromisos con el traidor, cuya eficacia había sido, no obstante, muy mediocre… Dejaría que su esposa Serketa se ocupara de él.

—Deberíais haber comprendido que Seti no dejaría esto así —prosiguió el canciller.

—Ya os he explicado cuál es la posición de la cofradía, y ésta no va a cambiar. Puesto que el faraón es nuestro jefe supremo, que haga con nosotros lo que quiera.

—Seti os conocía tan poco como yo, lo reconozco; temía que, para complacerlo y salvar vuestra cabeza, hubierais destruido la morada de eternidad de su hijo. Ya va siendo hora de regresar a la normalidad y la unidad de las Dos Tierras, y de olvidar el reinado de Amenmés, pero el faraón quiere que concluyáis su tumba con la mayor rapidez. Gracias al general Méhy, que ha respetado a un príncipe difunto, la momificación está en curso y los ritos se celebrarán sobre su cuerpo osírico. Después, maestro de obras, reanudaréis los trabajos en la morada de eternidad de Seti II.