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Kenhir se despertó sobresaltado, empapado en sudor, y lanzó un grito de espanto que alertó a su joven esposa. Niut la Vigorosa se levantó y llamó a la puerta de la alcoba del escriba de la Tumba…

—¿Puedo entrar?

Le respondió un acceso de tos, y la muchacha abrió.

Kenhir estaba sentado en su lecho, tomando aliento.

—Una horrible pesadilla —explicó—; he visto la llegada de un secuaz de Set, violento, pendenciero y batallador, más fuerte que cualquier atleta, con los ojos enrojecidos, tan poderoso que ni siquiera el desierto lo asustaba.

—¡Pesadillas a vuestra edad! Id a lavaros, yo cambiaré las sábanas y limpiaré la habitación de arriba abajo.

Niut ponía manos a la obra cuando una insólita agitación se apoderó de la calleja principal.

Todavía era de noche. Con una antorcha en la mano, Unesh el Chacal despertaba a la aldea.

—¡Todo el mundo en pie! ¡El rey Amenmés ha muerto!

Nefer el Silencioso consiguió tranquilizarlo.

—En cuanto ha sabido la noticia, el cartero Uputy ha querido avisarnos.

Mientras la mujer sabia tranquilizaba a los aldeanos, el maestro de obras hablaba con el jefe Sobek, que había puesto a sus policías en estado de alerta.

—Y ahora todo dependerá de la actitud del general Méhy, el único hombre fuerte de la región —estimó el nubio—. O se somete a Seti, que castigará a Tebas por haberse rebelado contra él, o toma la sucesión de Amenmés, y entonces estallará una guerra civil.

El visir, los ministros, los altos funcionarios y los dignatarios que estaban al servicio de Amenmés habían sido conducidos al gran patio del cuartel principal de Tebas, donde el general Méhy daba órdenes a los oficiales superiores.

Sin duda alguna, Méhy había decidido tomar el poder por la fuerza y nombrar militares para los puestos clave.

—El príncipe Amenmés ha muerto esta noche —recordó Méhy—. He ordenado a los especialistas que comiencen el proceso de momificación. Han salido mensajeros hacia Pi-Ramsés, para avisar con la mayor rapidez al faraón legítimo, Seti II, a quien siempre he servido fielmente.

La estupefacción apareció en los rostros de todos los presentes. Muchos pensaban que no vacilaría en seguir el ejemplo del hijo de Seti, pero ignoraban que Méhy tenía un preciso conocimiento de la relación de fuerzas entre el Norte y el Sur, y que ésta no le favorecía. En una guerra, la superioridad de su armamento no sería bastante para contrarrestar esa desventaja; sólo la astucia y el efecto sorpresa habrían podido dar la victoria a Méhy, pero ya no había que pensar en ello.

—Nosotros también somos fieles servidores de Seti —afirmó el ministro de Finanzas nombrado por Amenmés—, pero el usurpador no nos dejó otra salida. Demostraremos al faraón, sin embargo, que hemos actuado lo mejor que hemos podido para proteger Tebas.

—Sobre todo, no decretemos luto oficial —recomendó el alcalde—, pues sería una ofensa a Seti; pensándolo bien, se trata sólo del fallecimiento de un príncipe de sangre real. Olvidemos los títulos que nos concedió Amenmés y recuperemos nuestras anteriores funciones. Cuando el rey entre en Tebas, será aclamado por una ciudad leal y sumisa.

—Siempre que hayamos borrado cualquier huella de la usurpación —precisó el ex ministro de Agricultura—. ¿No se hizo excavar Amenmés una morada de eternidad en el Valle de los Reyes? ¡Imaginad lo furioso que se pondrá Seti II cuando la descubra! Puesto que el general Méhy es el administrador principal de la orilla oeste, que ordene a los artesanos del Lugar de Verdad que hagan desaparecer ese infamante monumento. De lo contrario, la cofradía será duramente sancionada y la venganza de Seti caerá también sobre nosotros.

—Según este documento firmado por el general Méhy, majestad, vuestro hijo ha muerto —anunció el canciller Bay.

—¿Cómo? —preguntó Seti.

—Según los médicos de palacio, su cuerpo era el de un anciano; flaco, cansado… El general ha ordenado que lo momifiquen y está haciendo todo lo posible para evitar disturbios en la región tebaica.

—¿No será esa carta una falsificación destinada a engañar al rey sobre la realidad de la situación en el Sur? —preguntó la reina Tausert.

—Lleva el sello del general y la letra es igual que la de sus anteriores mensajes.

—¿Y si hubiera redactado el texto bajo coacción? Amenmés no consigue imponerse por la fuerza, por lo que tal vez haya decidido utilizar las más viles artimañas.

—Creo que mi hijo ha muerto y ha pagado muy cara su insumisión —declaró Seti, consternado.

—Enviemos observadores a la región para que nos proporcionen informes fiables —dijo la reina—. Si nuestras tropas se aventurasen a la ligera, nos arriesgaríamos a sufrir graves pérdidas.

—Hay algo mucho más urgente que hacer —consideró el monarca, y acto seguido expuso su voluntad a la gran esposa real y al canciller Bay.

—Ni siquiera he tenido que envenenar a Amenmés —deploró Serketa—; ese pobre joven ha muerto solo. Treinta y tres años y tres de reinado incompleto… ¡Qué triste balance! Por desgracia, ese inútil ni siquiera nos ha servido para derribar a Seti.

Serketa se acurrucó a los pies de Méhy, que estaba en la cama a causa de una grave urticaria y elevada fiebre. El médico se había mostrado tranquilizador, pero el enfermo debía guardar cama unos ocho días, para evitar cualquier secuela, y el contratiempo exasperaba al general, que desconfiaba de los cortesanos tebaicos.

Oficialmente, Méhy estudiaba algunos expedientes; todos los días, su ayudante de campo transmitía las órdenes al ejército, impaciente, como los demás cuerpos sociales, por conocer las reacciones de Seti II. Unos esperaban su clemencia, otros temían que hiciera pasar por el aro a Tebas.

—¿No hay correo de Pi-Ramsés, esta mañana?

—Nada, dulce amor mío.

—Estoy mucho mejor y ya he perdido bastante tiempo. Mañana me encargaré del Lugar de Verdad.

—¿Olvidas que el maestro de obras se negó a destruir la tumba de Seti?

—La situación ha cambiado. Nefer no es estúpido, y sabe que hacer desaparecer cualquier rastro del efímero Amenmés le supondrá el agradecimiento del faraón legítimo.

—¿Y si se niega?

—Es mi secreta esperanza, palomita mía… En ese caso, lo arrestaré.

La comunidad entera se había reunido en el patio al aire libre del templo de Hator y de Maat.

—La momificación de Amenmés se está llevando a cabo, pero no se ha decretado luto oficial —reveló el escriba de la Tumba—. Es la prueba de que Tebas se inclina ante Seti II, rey del Alto y el Bajo Egipto. La unidad del país se ha restablecido, y nos alegramos de ello, pero es seguro que el nombre de Amenmés será borrado de las listas reales.

—¿Qué sucederá con su morada de eternidad? —preguntó Paneb.

—Esta es, precisamente, la razón por la que solicito la opinión de todos vosotros, pues de ello depende el porvenir de la aldea.

—Afortunadamente, el maestro de obras no destruyó la tumba de Seti —exclamó Renupe el Jovial.

—Para demostrarle nuestra absoluta fidelidad, habrá que destruir la de su hijo —propuso Ched el Salvador.

—Yo opino lo mismo —aprobó Kenhir—. No dudéis de que el general Méhy, enviado por el conjunto de los dignatarios tebaicos, exigirá que expulsemos al usurpador del Valle de los Reyes.

Todos miraron al maestro de obras.

—Tiene razón el escriba de la Tumba al ponernos en guardia. ¿Cuál es la opinión del jefe del equipo de la izquierda?

—Será la del maestro de obras —respondió Hay, taciturno.

—¿Y la de la mujer sabia?

—Pase lo que pase, sólo debemos preocuparnos de respetar a Maat.

—¡Entonces es muy sencillo! —exclamó Paneb—. ¿Cómo podríamos destruir una morada de eternidad, las pinturas y esculturas que hemos creado con amor? Amenmés no ha sido un gran rey, pero no ha hecho daño a la cofradía. ¿Por qué tendríamos que comportarnos como bárbaros? El tiempo borrará los pequeños detalles, la eternidad sólo preservará las escenas rituales en las que Amenmés aparece como un faraón que conoce las fórmulas de resurrección. Del hombre, se olvidará todo; pero se recordarán los símbolos que nosotros hemos trazado para un rey.

—Tus hermosas palabras no causarán efecto alguno sobre el general —objetó Casa la Cuerda—, y Seti arrasará esta aldea si manifestamos la menor fidelidad a Amenmés.

—Al preservar la obra realizada, nos mostraremos fieles a nosotros mismos y al Lugar de Verdad.

—Yo estoy de acuerdo con Casa —intervino Karo el Huraño—; pero que nadie me pida que destruya algo.

—¿Alguno de vosotros está dispuesto a destruir la tumba de Amenmés? —preguntó el maestro de obras.

Unos levantaron la vista al cielo, otros miraron al suelo, y otros, a las sacerdotisas de Hator.

—Sed plenamente conscientes de vuestra actitud —recomendó Kenhir—; Seti no va a perdonároslo.

—La morada de eternidad de Amenmés está prácticamente terminada —precisó Paneb—, y es una suerte que nadie, en esta cofradía, desee destruirla. Si el faraón no está contento con nosotros, que haga que su tumba la terminen otros.

Kenhir reconoció que el argumento tenía su lógica, pero ¿qué peso tendría, realmente, la cofradía ante un monarca decidido a hacer desaparecer cualquier huella de un hijo rebelde?

—Tenemos trabajo —dijo Paneb—. En vez de hablar tanto, debemos preparar la cámara funeraria de Amenmés para que pueda acoger la momia real.

—¡El príncipe nunca será inhumado en el Valle! —objetó Nakht el Poderoso.

—Eso es asunto de los hombres de poder, y nosotros no debemos preocuparnos por ello. Respetemos el plan del maestro de obras y todo irá bien.

El entusiasmo de Ardiente hizo que se disiparan las últimas dudas, y los artesanos se prepararon para partir hacia el Valle de los Reyes.

Nefer el Silencioso no había tenido, siquiera, que formular una decisión, pues la cofradía la había tomado por unanimidad.