Nefer acariciaba los cabellos de Clara, que disfrutaba el sol de la mañana en la terraza de su casa, donde habían pasado una noche deliciosa bajo las estrellas. Día tras día se fortalecía el amor que los unía desde su primer encuentro, y tanto el uno como el otro agradecían a los dioses que les concedieran semejante felicidad.
—¿No temías la maniobra del visir y de los sacerdotes de Amón?
—No en el territorio de la aldea y bajo la protección de nuestros antepasados fundadores.
Era día de descanso para el equipo de la derecha, pero el maestro de obras no se beneficiaría de él. Tenía que supervisar la instalación de un nuevo silo que había diseñado Gau el Preciso y había construido Didia el Generoso con la ayuda de Karo el Huraño y Renupe el Jovial. Más tarde, revisaría las ánforas para cereales que acababan de recibir.
—¿Estáis ahí arriba? —preguntó la poderosa voz de Paneb.
El maestro de obras se levantó para mirar hacia la calleja.
—Tenemos un extraño visitante —anunció el coloso.
—¿El nuevo visir ya?
—Mucho mejor: el rey Amenmés en persona. El jefe Sobek teme que se trate de un impostor y ha apelado al escriba de la Tumba para que lo identifique. Tal vez deberías bajar, por si realmente es él.
La animación que reinaba junto a la gran puerta de la aldea confirmaba que acababa de producirse un acontecimiento excepcional. Silencioso se puso un taparrabos y un delantal de escultor y abandonó la terraza.
En la calle, Unesh el Chacal le interpeló.
—¡Es Amenmés!
—¿Quién le acompaña?
—Sólo el auriga del carro.
Con su bastón, Kenhir apartaba a los aldeanos para permitir que el rey avanzara por la arteria principal y llegara hasta donde se encontraba el maestro de obras.
Cuando ambos hombres estuvieron cara a cara, se hizo un pesado silencio.
—Me satisface acogeros en vuestra aldea, majestad —dijo Nefer, inclinándose.
Amenmés, extremadamente delgado y muy pálido, parecía perdido.
—Quiero seguir el camino que tomáis para dirigiros al Valle de los Reyes y ver mi morada de eternidad.
—¿Ahora mismo?
—Queda poco tiempo, maestro de obras.
Nefer solicitó a Paneb que los acompañase.
A medio camino del collado, el coloso tuvo que sostener a Amenmés, que desfallecía; traicionado por sus piernas, el joven monarca parecía sin fuerzas.
—¿Deseáis regresar a la aldea? —le preguntó Nefer.
—Continuemos.
Paneb aminoró la marcha. En la estación del collado, Amenmés se tomó un largo descanso, admirando las colinas abrasadas por el sol y sobrevoladas por halcones peregrinos.
—El pájaro de Horus, protector de la realeza —murmuró—. ¿Piensa en mí aún? En vez de elevarme hacia el cielo, me he empantanado en un barrizal. Vos, maestro de obras, habéis seguido el camino de la rectitud que lleva a la otra vida, y lamento haber advertido tan tarde la importancia de vuestro papel. Pero hoy tengo la suerte de recorrer este dominio, cuyo dueño debería haber sido.
Amenmés visitó las chozas de piedra donde residían los artesanos cuando dormían en el collado y descifró, divertido, las inscripciones grabadas por Kenhir, preocupado por preservar su comodidad tras haber elegido el mejor emplazamiento.
—Bajemos hacia el Valle —decidió.
El paso era vacilante, y Paneb vigilaba sin cesar al soberano, por miedo a que fuera víctima de una mala caída.
Pero el recorrido terminó sin incidentes, y el trío penetró en «la gran pradera», cuyo silencio estaba habitado por el recuerdo de ilustres reinados.
—Aquí hay más vida que en mi palacio —advirtió Amenmés—. Allí sólo hay intrigas y ambiciones; aquí encuentro, por fin, la paz que siempre ha huido de mí.
Amenmés quedó deslumbrado por la calidad de la escultura y la belleza de las escenas que lo representaban en compañía de las divinidades. Avanzó muy lentamente por los corredores, leyó los textos que revelaban las mutaciones de la luz y se detuvo ante la figura de su madre haciendo ofrenda al creador y a Isis.
—Debería haber venido hace ya mucho tiempo, pero temía encontrarme con mi muerte… ¡Qué error he cometido! Nada, en estos muros, habla de fallecimiento. Me habéis ofrecido mucho más que quienes dicen ser mis amigos y aliados, pese a que os he despreciado y atacado reiteradas veces.
Nefer y Paneb dejaron solo a Amenmés.
Cuando salió de su morada de eternidad, el sol comenzaba a ponerse.
—Es tarde, tan tarde… —dijo al maestro de obras—. Pero habré vivido lo suficiente para conocer las maravillas que habéis creado para mí.
Daktair era bajo, gordo y barbudo, y estaba orgulloso de ser el hijo de un matemático griego y una química persa. Se había quedado dormido en el laboratorio del que se había convertido en director gracias a Méhy. Hacía mucho tiempo que el sabio no creía ya en la posibilidad de una revolución que sacara a Egipto de sus tradiciones para proyectarlo hacia una nueva era en la que dominaran la ciencia y el progreso técnico. El general había intentado sacudir al viejo país de los faraones, pero las circunstancias no le habían permitido tener éxito.
Daktair sólo bebía agua, pero comía cada vez más y se vengaba de su aumento de peso mostrándose odioso con sus empleados. Ninguna egipcia le había querido y, de vez en cuando, tenía que contentarse con algunas libias que vendían sus encantos en una casa de cerveza de los arrabales de Tebas.
Daktair era un hombre muy inteligente, y aún se veía capaz de inventar nuevas máquinas y utilizar productos como el petróleo para renovar, de arriba abajo, la economía del país. Pero Egipto estaba enviscado en el respeto a la ley de Maat, y no conseguía comprender que el éxito material, fuera cual fuese su precio, era preferible a la rectitud.
—¿Has preparado lo que te pedí, Daktair?
El sabio, bruscamente arrancado de su siesta, dio un respingo.
—¡Serketa! Perdóname… Estaba descansando un poco.
Daktair tenía miedo de aquella mujer de pronunciadas redondeces que jugaba a hacerse la adolescente con su voz dulzona, sus miraditas y sus arrumacos.
—Tengo prisa.
—Últimamente, he estado desbordado de faena y…
—Gracias a ti, he hecho muchos progresos en la preparación de venenos —reconoció Serketa—; pero tu conocimiento de los narcóticos a base de flores de loto es insustituible, y no puedo equivocarme. Mi marido, que es también tu protector, está en peligro, y debo actuar lo antes posible.
—¡Yo no quiero saber nada de esto!
—Al contrario, un aliado como tú debe saberlo todo acerca de mis proyectos. En cuanto me hayas entregado el narcótico, dormiré a los soldados encargados de custodiar la alcoba del rey Amenmés. Luego, entraré en ella y le haré beber un veneno que he fabricado.
—¡Callad, os lo ruego!
—Probé el producto con un buey: la muerte fue instantánea. Así, nos libraremos de ese estúpido reyezuelo que piensa nombrar a un nuevo comandante en jefe de los ejércitos tebaicos. Qué idea tan estúpida… ¿Acaso no merece un severo castigo?
—¡Amenmés es un faraón!
—El único faraón legítimo es Seti II, y dejamos de serle fieles. Recuérdalo, amigo Daktair, y consígueme enseguida ese narcótico —dijo Serketa.
Amenmés había pasado la noche en el palacio de Ramsés el Grande, en el interior del Lugar de Verdad. Como los habitantes de la aldea, había rendido homenaje a los antepasados antes de desayunar en compañía del maestro de obras y la mujer sabia.
Los rasgos del monarca estaban menos marcados, y había recuperado un poco el apetito.
—¿Qué necesitáis, maestro de obras?
—Nada, majestad.
—¿No deseáis ampliar la aldea?
—¡De ningún modo! La cofradía funciona a la perfección, como un barco, con la tripulación de babor y la de estribor, y cada cual tiende a la excelencia en su especialidad, al tiempo que se integra en la obra comunitaria. Traer más artesanos sería inútil, perjudicial incluso, pues lo que es realmente importante es la coherencia de la cofradía. Son necesarios muchos años para formar a un verdadero servidor del Lugar de Verdad que pueda ejercer su arte sin desfallecer y transmitir lo que ha aprendido y ha experimentado.
—Mi visir me mintió sobre vosotros, sólo el general Méhy os defendió. Desconfiad, Nefer; vuestra posición y los secretos que detentáis provocan celos terribles.
—Mientras el faraón vele por el Lugar de Verdad, no tenemos nada que temer.
—Haré que la aldea sea intocable —prometió Amenmés.
—¿No deberíais preocuparos más por vuestra salud? —sugirió Clara.
—Acabo de firmar un decreto nombrando médico en jefe de palacio a un tal Daktair, cuya competencia me han elogiado… Pero ¿la mujer sabia aceptaría cuidarme como a los demás miembros de la cofradía?
—Estoy a vuestra disposición, majestad.
—He perdido la energía de la juventud preparando un combate absurdo que ni siquiera ha tenido lugar… Tras haber visto mi morada de eternidad y participado, por poco que sea, en la vida de esta aldea, quiero poner fin a la anarquía de la que soy responsable. Mañana mismo iniciaré negociaciones con mi padre, el faraón legítimo, y le rogaré que me perdone. El único favor que deseo obtener es descansar en el Valle de los Reyes. Cuando la armonía se haya restablecido, volveré a veros, Clara, para que me devolváis la salud.