Nefer había sido encerrado en una sala vigilada de palacio, mientras Amenmés les explicaba la situación al general Méhy y al visir, y éstos escuchaban, disgustados.
—En efecto, el maestro de obras está en su derecho, majestad.
—¿Y en qué consiste ese oráculo?
—En hacer una o varias preguntas al fundador del Lugar de Verdad, Amenhotep I. Los artesanos traerán su estatua, y ella responderá.
—¡Eso tiene truco! —protestó Amenmés, indignado—. Es preciso negarle el procedimiento.
—Imposible —afirmó el visir—. Estaríais ofendiendo gravemente a vuestros antepasados y os desprestigiaríais definitivamente ante la población tebaica.
—Por eso Nefer estaba tan seguro de sí mismo… Con el apoyo de un rey difunto, de inmenso prestigio, está seguro de triunfar. ¿Al menos, podemos elegir las preguntas?
—Sí; las preguntas debe hacerlas la acusación.
—Sólo habrá una: ¿Nefer el Silencioso es fiel al faraón, el señor supremo del Lugar de Verdad?
—Pero ¿de qué va a servirnos? Los artesanos moverán la estatua hacia delante para hacerle responder que sí.
—Tengo una idea —anunció el general Méhy, sonriendo astutamente.
—Jefe, es el visir con su piel de pantera sobre la túnica blanca y doce sacerdotes con la cabeza afeitada.
—¿Y ningún soldado? —preguntó Sobek.
—Ninguno… ¡Ah, también viene el maestro de obras!
—¿Libre?
—Marcha en medio del cortejo.
Sobek salió del quinto fortín. Desdeñando al visir, el atleta negro apartó a dos sacerdotes para abrirle paso al maestro de obras.
—Bienvenido —dijo, visiblemente emocionado—. Espero que nadie intente poneros trabas.
—Nefer el Silencioso sigue estando inculpado —advirtió el visir—. Estamos aquí para que el oráculo confirme su culpabilidad.
El cortejo se detuvo ante la gran puerta. Clara salió de la aldea, y Nefer y ella se abrazaron largo rato.
—Las sacerdotisas de Hator no han dejado de protegerte —murmuró ella.
—Haced que traigan las estatuas de Amenhotep I y de su madre, Ahmes-Nefertari —ordenó el visir—. Deseo interrogar de inmediato al venerado protector del Lugar de Verdad.
Seis miembros del equipo de la derecha y seis del equipo de la izquierda sacaron las estatuas de la pareja real, instaladas en una barca de madera sostenida por dos largas traviesas de cedro del Líbano. Toda la aldea se había agrupado a su alrededor, esperando la sentencia pronunciada por el alma real.
—Que el acusador haga su pregunta —dijo la mujer sabia al visir.
—No antes de haber cambiado los portadores.
Paneb el Ardiente intervino de inmediato.
—¡Sólo los artesanos del Lugar de Verdad están autorizados a llevar esa barca!
—Los sacerdotes de Anión los sustituirán, con el fin de asegurar la objetividad de la consulta. De ese modo, nadie discutirá la respuesta.
—¡Eso va en contra de la tradición! —clamó el coloso.
—Que el visir actúe como quiera —decretó la mujer sabia.
Los artesanos depositaron la barca, que seguidamente fue levantada por los sacerdotes de Anión, unos interinos que sólo pasaban algunos días al año en el templo y a los que el visir había prometido una fuerte recompensa si daban la respuesta adecuada.
El alto funcionario miró a Amenhotep I, cuya estatua de calcáreo, sentada en un trono coloreado, tenía unos ojos de extraordinaria intensidad.
—Venerable ancestro, nos hemos reunido aquí para conocer la verdad. Nefer el Silencioso, el jefe de tu cofradía, ha sido acusado de rebelión contra el rey Amenmés. Si es reconocido culpable, sufrirá el supremo castigo.
Para asistir al juicio, los artesanos habían abandonado el trabajo y todos se extrañaban que la mujer sabia hubiera cedido a las exigencias del visir. Paneb, furioso, rechazaría la trampa de los sacerdotes de Anión e impondría por la fuerza, si era necesario, una nueva consulta del oráculo.
—Venerable ancestro —prosiguió el alto funcionario—, responde a esta pregunta: ¿Nefer el Silencioso, el maestro de obras del Lugar de Verdad, es fiel al faraón?
Durante un buen rato, la barca permaneció inmóvil. Los portadores, sin embargo, intentaban retroceder para hacer que la estatua respondiera negativamente; pero una fuerza misteriosa los obligaba a avanzar.
—El oráculo es claro —advirtió Paneb con voz tenante—: ¡nuestro maestro de obras ha sido fiel al faraón, y no hay nada que se le pueda reprochar!
—¡Gloria a Amenhotep I! —exclamó Nakht el Poderoso, cuya aclamación fue coreada por los demás aldeanos.
El visir, atónito, pensaba en las consecuencias de su fracaso; y la irónica mirada de Paneb incrementaba aún más su angustia.
Cuando los ánimos se calmaron, el visir intentó una última gestión.
—La cuestión es tan grave que también requiere la opinión de la reina Ahmes-Nefertari; ¡si aprueba la actitud del maestro de obras, que se manifieste!
Paneb estaba dispuesto a expulsar al mediocre personaje de la aldea, pero el rostro de la estatua, que estaba pintado de negro, se animó con una amplia sonrisa que dejó petrificado al enviado de Amenmés.
El visir no había podido impedir que Kenhir lo acompañara hasta el palacio real, donde el rey Amenmés lo recibió de inmediato.
—¿Por qué no habéis traído a Nefer el Silencioso?
—El oráculo ha respondido en su favor, majestad, pero…
—No sólo el venerado Amenhotep I ha reconocido la rectitud del maestro de obras —advirtió el escriba de la Tumba—, también su madre ha confirmado la sentencia con una excepcional intervención.
Amenmés tenía muy mala cara, como si estuviera aquejado de algún malestar.
—Hay que detener al tal Nefer —insistió el visir—. ¡No podéis tolerar semejante insumisión!
—Tengo otra propuesta —declaró Kenhir, con las manos apoyadas en su bastón.
El visir se sintió alentado por una insólita esperanza: ¿y si el viejo escriba le proporcionaba argumentos para poner fin a la carrera de aquel maestro de obras a quien él no había sabido abatir? A cambio de aquella pequeña traición, obtendría un puesto honorífico y generosamente pagado.
—En el procedimiento que se ha aplicado —prosiguió Kenhir—, el visir ha cometido dos irregularidades inadmisibles.
—¡Pero qué estáis diciendo! —protestó éste.
—En primer lugar, habéis traído sacerdotes de Amón, ajenos al Lugar de Verdad, para llevar la barca del oráculo, cuando sólo los artesanos están habilitados para realizar dicha función. Luego, os negáis a admitir la sagrada sentencia que se ha pronunciado para perseguir con vuestra venganza a un inocente. Este comportamiento es indigno de un visir encargado de aplicar, en cualquier circunstancia, la ley de Maat. Por ello, solicito al rey vuestra inmediata destitución. Si se me niega, presentaré una queja ante el tribunal de Amón. Cuanto más elevada es la función que uno realiza, más impecable debe ser; así se ha construido Egipto, y así sobrevivirá.
El visir se volvió hacia el rey.
—¡Majestad, no escuchéis a este viejo escriba!
—Por tu culpa, he cometido una grave falta. Sal de este palacio y no vuelvas nunca más —declaró Amenmés.
Al regresar de la cacería, el general Méhy seguía estando muy nervioso. Ciertamente, llevaba numerosas presas que había cazado con la ayuda de una lanza, pero aquel derroche de energía no había calmado sus inquietudes. Serketa descansaba en la ribera, a la sombra de una gran sombrilla instalada por sus siervas, que habían superpuesto varias esteras cubiertas de tela para que su dueña dispusiera de la mayor comodidad.
—Este zumo de uva no está bastante fresco —les reprochó—; id inmediatamente a buscarme otro.
Méhy se sentó junto a su esposa.
—Eres magnífico, querido, pero pareces tan preocupado…
—Amenmés acaba de despedir a su visir, un viejo imbécil que se ha dejado poner en ridículo por el maestro de obras y el escriba de la Tumba. Y, sin embargo, yo le había dicho cómo utilizar el oráculo en su favor; pero no ha sabido hacerlo.
—¿Por quién lo ha sustituido el rey?
—Por otro inútil que no me aprecia demasiado.
—Si se mete contigo, durará menos aún que su predecesor —predijo Serketa con voz dulzona.
Con el pie desnudo, Serketa acarició el muslo del general.
—El canciller Bay no conseguirá convencer a Seti de que ataque Tebas —prosiguió Méhy—, y Amenmés no lanzará ofensiva alguna contra el Norte. Tanto el uno como el otro sólo hablan de paz, y estoy casi seguro de que el hijo no tardará en jurar fidelidad a su padre.
—¿Tan grave es la situación?
—¡Es catastrófica! No faltarán malas lenguas que me acusen de haber jugado sucio. Esta reconciliación arruinará nuestros esfuerzos.
—¿Ya no tienes influencia sobre este reyezuelo caprichoso?
—Amenmés ha cambiado mucho. El fracaso de su visir lo ha hecho volverse tan desconfiado que se encierra cada día más en su soledad. Tenemos que rendirnos ante la evidencia: el hijo de Seti se ha vuelto imprevisible. Tal vez incluso haya decidido destituirme de mis funciones y nombrar un nuevo comandante en jefe de las tropas tebaicas. Sin duda, lo he disgustado al fingir que tomaba la defensa del Lugar de Verdad. De cualquier modo, ya no puedo considerarlo un aliado.
Serketa se tendió sobre el vientre del general.
—Te lo repito, dulce amor mío, nadie te hará daño.
—¡Te prohíbo que actúes a mis espaldas!
—Si Amenmés es lo bastante estúpido para atacarte, tendré que intervenir. Si elimino a ese aguafiestas, serás el dueño absoluto de Tebas, y reafirmarás tu fidelidad a Seti II, que nunca ha dudado de ella. ¿Quién sino tú ha mantenido la paz impidiendo una guerra civil?