Al entrar en su casa, Paneb advirtió enseguida que la habían limpiado de arriba abajo y que en ella reinaba un agradable perfume. En el lindero de la segunda estancia, donde se levantaba la estela dedicada a los antepasados, se hallaba Uabet la Pura, con su túnica blanca de sacerdotisa de Hator, maquillada y engalanada con el collar de cornalina y jaspe rojo que le había regalado su marido. Su dignidad impresionó al coloso, y se extrañó mucho cuando se inclinó ante él.
—Sé que has realizado el viaje nocturno del sol y que ya no eres el mismo hombre —dijo la frágil muchacha rubia—. Muy pocos habitantes de la aldea han tenido acceso a ese misterio, por eso te rindo homenaje.
El coloso tomó dulcemente a su esposa en brazos.
Ella temblaba.
—Tu espíritu ha atravesado regiones que yo no conozco ni conoceré nunca, a diferencia de Turquesa; sin embargo, no siento celos de ella —afirmó Uabet—. Ched el Salvador te eligió como discípulo, el maestro de obras como hijo adoptivo, y es normal que prosigas tu camino para convertirte en el pintor jefe de la cofradía. Yo soy una simple ama de casa pero te amo con todo mi corazón. Y tú te marcharás.
Paneb la levantó con delicadeza y la llevó a su alcoba, que estaba tan reluciente como el resto de la casa. Incluso las modestas perchas para la ropa parecían nuevas.
Con los brazos alrededor del cuello de su marido y la cabeza contra el pecho, Uabet la Pura apenas osaba abandonarse.
—¡Tengo miedo, Paneb, mucho miedo de no ser digna de ti!
Él la depositó suavemente sobre el lecho y se sentó muy cerca de ella, tomándole las manos.
—He superado una etapa de mi vida, es cierto, pero sigo siendo un artesano como los demás y no tengo razón alguna para abandonarte. Sin ti, habría vivido en una choza desordenada y el escriba de la Tumba habría acabado expulsándome de la aldea. ¿Quién, sino tú, me ha permitido trabajar sin preocupaciones?
—¿Entonces… te he servido de algo?
—¿Cómo puedes dudarlo ni un solo instante?
—¿Me aceptas tal como soy?
—¡Sobre todo, no cambies nunca, Uabet!
—¿Te… te quedarás aquí, conmigo?
—Sólo con una condición, Uabet: que nunca más te prosternes ante mí. De ese homenaje sólo son dignos los dioses, el faraón, el maestro de obras y la mujer sabia.
Lentamente, Paneb quitó el collar a la muchacha e hizo resbalar los tirantes de su túnica blanca.
—Te quiero a mi manera, aunque probablemente no sea la mejor… —reconoció—. Deberías ser tú, más bien, la que se marchara para buscar un marido mejor.
Uabet sonrió.
—Tengo una idea mejor… ¿Te gustaría tener otro hijo?
—¿Estás segura de que tu salud no correrá riesgos?
—He consultado con la mujer sabia… Me ha dicho que no hay ningún problema.
—Dame una niña que se parezca a ti.
—Rogaré a los antepasados para que satisfagan nuestro deseo.
El coloso amó a su esposa, tan frágil y tan decidida, con una inmensa ternura.
Ched el Salvador había organizado un banquete en honor de Paneb, a quien los artesanos de los equipos de la izquierda y la derecha comenzaban a mirar con otros ojos. Incluso Nakht el Poderoso y Fened la Nariz admitían las cualidades del pintor y comprendían por qué lo habían adoptado el maestro de obras y la mujer sabia; el coloso añadía a su perfecto dominio de la pintura su desbordante imaginación, que adaptaba a cada tipo de obra y de lugar que debía decorar. Los tres dibujantes, Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan, no discutían el talento de su colega, más joven que ellos, sin embargo, y ya lo consideraban como el futuro patrón de su taller.
—Alguien pregunta por ti en la puerta principal —dijo Nefer a Paneb.
—¿Por mí?
—Sí.
—¿Quién es?
—El guardián de la puerta no lo conoce.
—¿Qué quiere de mí?
—Lo sabrás si vas a hablar con él.
—¿No vas a decirme nada más?
—Si el jefe Sobek lo ha dejado pasar, es que no representa ninguna amenaza para la cofradía.
Paneb, intrigado, salió de la aldea.
Ante la puerta había un asno. Tenía el hocico y el vientre de color blanco, el pelaje de un gris claro, unos grandes ojos negros y unas largas orejas, finamente recortadas; el animal no debía de pesar menos de trescientos kilos.
En el lomo, llevaba una silla de montar, atada con una correa.
—¿Había alguien sentado aquí? —preguntó Paneb.
—Uno de los cinco campesinos que trabajan para mí —explicó Nefer—. Y, sin embargo, cuando compramos este asno, le advertí que Viento del Norte no tolera que nadie suba encima de él. Como puedes comprobar, ya conoce el camino del Lugar de Verdad.
Orgulloso, sombrío, el cuadrúpedo miró a Paneb.
—Es mi regalo por tu ascenso —dijo el maestro de obras—. Viento del Norte pertenece a un linaje de asnos ilustres, de gran robustez e inteligencia. Su carácter no es mucho mejor que el tuyo, pero espero que hagáis buenas migas.
—Es magnífico…
—Un padre de familia debe pensar en poseer algunos bienes, sobre todo cuando su esposa espera un segundo hijo.
—¿Te lo ha dicho Uabet?
—Clara la vigilará de cerca y el embarazo irá bien. Viento del Norte acudirá a mis dominios y te traerá los productos que necesites, además de las raciones entregadas por el Estado. Bastará con que le expliques bien lo que quieres que haga.
Viento del Norte olisqueó las manos del coloso con el hocico durante largo rato y, luego, empezó a rebuznar tan fuerte que muchos aldeanos corrieron para ver lo que pasaba.
—¿Crees que me acepta como dueño?
—Acaríciale la cabeza.
Muy satisfecho por esa prueba de afecto, Viento del Norte se frotó vigorosamente contra su nuevo dueño.
Tras una larga espera, el general Méhy fue por fin autorizado a entrar en la gran sala de audiencias del palacio de Karnak, donde el rey Amenmés, sentado en el trono de madera dorada, contemplaba las columnas con la mirada perdida.
Desde hacía más de dos meses no había convocado consejo alguno. Su visir, un alto funcionario tranquilo, resolvía los asuntos corrientes y recogía las quejas de los dignatarios, a quienes irritaba tanto como angustiaba la actitud del monarca.
Al inclinarse, Méhy advirtió que Amenmés había adelgazado bastante y que el cansancio se reflejaba en su rostro. Ya no quedaba nada del joven conquistador que disfrutaba cabalgando por el desierto y soñaba con convertirse en un gran faraón.
—Sed breve, general, no puedo concederos mucho tiempo.
—Tengo el deber de comunicaros mis inquietudes, majestad.
—La guerra y la sangre… ¡Sólo pensáis en eso, general, y os equivocáis! La guerra no conduce a ninguna parte. Mi padre no ha atacado el Sur, y yo no atacaré el Norte, aunque mi decisión disguste a algunos militares ávidos de violencia.
—Mi único objetivo es garantizar vuestra seguridad.
—¡Dejad de hablarme como si fuera tonto, Méhy! Al aislarme en este palacio, no he perdido ni un solo segundo, muy al contrario. Por fin he conseguido salir del torbellino donde estaba sumido desde hacía varios años, y ahora veo las cosas desde otra perspectiva. A mi alrededor hay buitres que sólo piensan en despojarme para gozar de una porción de poder, ¡y vos sois uno de ellos, general!
—No, majestad, y no merezco tan dura acusación. Soy un soldado y un administrador, y mi trabajo no consiste en tomar las decisiones propias de un faraón. Que me ordenéis poner las tropas tebaicas al servicio de la paz me satisface sobremanera, pero debo advertiros que los soldados están angustiados porque su paga se ha retrasado varios días. Hacía mucho tiempo que no ocurría esto, y los hombres temen que en adelante ya no se les pague.
Amenmés se tranquilizó.
—¿Por qué no se les ha pagado, general?
—He dirigido una queja al visir, y él me ha explicado que la economía de guerra resulta muy cara y que el equilibrio de las finanzas tebaicas está amenazado. Si deseáis evitar una grave crisis, sería conveniente devolver a los campos a la mayoría de los campesinos movilizados.
—¿Vos estáis de acuerdo con esta medida?
—Nuestra capacidad defensiva se vería considerablemente disminuida. En caso de ataque de los ejércitos del Norte, no estoy seguro de que pudiéramos aguantar el choque con efectivos reducidos.
Amenmés se levantó y se apoyó en una columna, como si el contacto con la piedra le devolviera cierta energía.
—Tal vez mi padre esté tomándose su tiempo para preparar una gran ofensiva… Si sabe que nuestro sistema de defensa flaquea, no dudará ni un solo instante en atacar.
—¿Por qué no requisamos las riquezas de los ciudadanos, majestad?
El rey quedó intrigado.
—Explicaos, general.
—Tal vez sólo sea una leyenda, pero se dice que el maestro de obras del Lugar de Verdad es capaz de fabricar oro. Nos sería muy útil para resolver los actuales problemas.
Amenmés cerró los ojos por unos instantes.
—¿Os encargaréis personalmente de esa gestión, general?
—De pleno derecho, le corresponde al visir, majestad.