Seti se recuperaba lentamente, pero ya no sentía ningún interés por los asuntos de Estado, de los que se encargaban la reina Tausert y el canciller Bay. Sin embargo, seguía siendo el faraón, y ni la gran esposa real ni el canciller tomarían una iniciativa que comprometiera el porvenir del país sin el consentimiento formal del señor de las Dos Tierras.
De su larga estancia en el templo de Hator, Seti había conservado el gusto por la meditación; así, permanecía durante largo rato en el santuario de Amón, después de la celebración del ritual matutino. Asistía a la reversión de las ofrendas, cuando los sacerdotes iban a buscar los alimentos sacralizados por la energía divina para consumir una parte y distribuir el resto entre los numerosos gremios que trabajaban en los templos de la capital.
El rey almorzaba a menudo con el sumo sacerdote de Ptah, y juntos evocaban la creación por el Verbo cuya potencia penetraba en el corazón y la mano de los artesanos para dar origen a las moradas donde habitaban las divinidades. Seti ya no concedía audiencias a los ministros y cortesanos; era la reina la que recibía a los embajadores. Les confirmaba que las relaciones comerciales proseguirían como en el pasado.
A media tarde, Seti pasaba una hora o dos en su despacho, consultando los documentos preparados por Bay, el único dignatario con el que aceptaba conversar de vez en cuando.
El primer papiro era un detallado plan de movilización general y de puesta en marcha de los ejércitos del Norte.
—¿Aceptaréis escucharme, majestad? —preguntó el canciller.
—¿Volverás a hablarme de la guerra?
—¿Acaso no tenéis el deber de reconquistar Tebas y el Alto Egipto?
—Cada día venero a Anión en la paz de su santuario de Pi-Ramsés, y no me inspira pensamientos belicosos.
—La guerra civil me horroriza a mí también, majestad; por eso, el plan que os propongo consiste en evitarla, al tiempo que permite la reunificación del país, a la que aspira cualquier egipcio.
—Un plan cuyo protagonista es el general Méhy, supongo.
—Así es, majestad, pero no dudo de su fidelidad a nuestra causa, de la que ha dado pruebas varias veces.
—Suponiendo que tengas razón, Bay, no debemos olvidar que el general podría ser manipulado por Amenmés.
—¿De qué modo, majestad?
—Supón que mi hijo Amenmés haya comprendido que Méhy sólo le apoya en apariencia… Dejará que tu plan vaya desarrollándose, suprimirá al general y ordenará a las tropas tebaicas que exterminen nuestros ejércitos, que habrán caído en la trampa. Un verdadero desastre… ¿Éste es el destino que deseas para nuestro país?
—Claro que no, majestad, pero ¿tan retorcido es Amenmés?
—Si subestimáis al adversario, estaréis cometiendo un grave error. Que mi hijo se haya lanzado a esta aventura significa que sabe cómo combatirnos. Canciller, creo que si siguiéramos su estrategia, estaríamos cayendo en una trampa mortal.
La lucidez del monarca dejó boquiabierto a Bay.
—Gracias por haberme ilustrado, majestad; pero ¿hay que renunciar por ello a una intervención militar?
—Sin duda alguna.
—De ese modo, permitís que Amenmés crea que ha triunfado y que el Alto Egipto le pertenece.
—Cuando esté demasiado seguro de sí mismo, atacará, y atraerá la cólera de los dioses. Ellos sabrán castigar su rebelión mejor que yo.
A su regreso, la mujer sabia examinó a los enfermos, cuyo estado, afortunadamente, no se había agravado. Gracias a la miel de Boti, había podido procurarles los cuidados necesarios, con la seguridad de obtener curaciones completas.
En cuanto a Paneb, éste había sido requerido por el escriba de la Tumba de inmediato.
—¿Ha habido incidentes? —le preguntó Kenhir.
—¿Os interesa?
Kenhir frunció el ceño.
—¿No habrás matado al infeliz de Boti para obtener la miel?
—Por ese lado, no debéis preocuparos; el apicultor se ha mostrado dispuesto a cooperar.
—¿Si no ha sido él, quién te ha causado problemas?
—¿No lo sospecháis?
El viejo escriba dejó su pincel, miró al coloso directamente a los ojos y le dijo:
—Hay ciertas cosas que me sacan de quicio, empezando por la hipocresía. Si tienes algo que reprocharme, dímelo a la cara y sin rodeos.
Paneb enrojeció.
—Hemos sido atacados por tres bandidos, probablemente libios.
—Ya te advertí que la ruta de la miel era peligrosa.
—Nos han seguido, como si supieran adonde íbamos.
El rostro del escriba de la Tumba se ensombreció.
—¿Te atreves a acusarme de haberos enviado a una emboscada, a ti y a la mujer sabia? ¿Te atreves a acusarme de haber pensado, aunque sólo sea un instante, en perpetrar ese crimen?
La vehemencia que se apoderaba del viejo escriba le rejuvenecía veinte años.
—¡Lo sospeché, es cierto, y tenía mis razones!
—¿Cuáles, Paneb?
—Demasiadas casualidades, y vuestra negativa a darme un arma para defenderme.
—¿No comprendiste que era por tu bien y el del Lugar de Verdad? Soy un anciano, pero todavía me siento capaz de derribarte con mi bastón.
Kenhir se levantó, amenazador.
—Si me atacáis, me defenderé. No os atreváis a hacerlo.
El escriba de la Tumba no se tomó a la ligera la advertencia de Paneb.
—Si no eres un cobarde, Paneb, sé consecuente contigo mismo y mata al criminal que está delante de ti.
El coloso apretó los puños.
—Golpéame —exigió el escriba de la Tumba—. Soy el más abominable de los traidores, ¿por qué dudas?
Paneb se acercó a Kenhir, que seguía sin bajar la mirada.
—De acuerdo, sois inocente. Pero debía comprobarlo.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—La firmeza de vuestra mirada. No es la de un hombre que haya enviado a la mujer sabia a una trampa mortal. Pero os advierto que si habéis conseguido engañarme, Kenhir, acabaré con vos.
Serketa se quitó la ropa de campesina y liberó sus cabellos, ocultos bajo una grotesca peluca; luego corrió hacia el cuarto de baño, donde dos siervas la ducharon y la perfumaron.
Antes de que se hubiera vestido, el general Méhy irrumpió en su habitación, cuando ella elegía un vestido ceñido.
—Sal de aquí —le ordenó.
Serketa fingió taparse el pecho con un chal.
—Por desgracia, no tengo buenas noticias, querido mío. Es la tercera vez que acudo al lugar de la cita, y aún no ha venido nadie.
—Esos imbéciles libios no vendrán. Una patrulla de la policía del desierto acaba de encontrar sus cadáveres, algo apartados de una pista.
—¡Los tres! —se extrañó Serketa—. Pues eran unos tipos duros… ¿Al menos, cumplieron parte de su misión?
—La mujer sabia y Paneb han regresado sanos y salvos a la aldea, y el joven coloso iba muy cargado.
—Ha vencido, solo, a tres agresores —murmuró la esposa de Méhy con voz golosa—. ¡Qué lástima que no esté a nuestro servicio! Pero no hay que desesperar…
—Temo que la mujer sabia haya utilizado su magia para potenciar la fuerza de Paneb. Esos tres imbéciles se sobrestimaron.
Serketa acarició la mejilla del general.
—Te preocupa algo más aparte de esto, ¿no es así?
—Pues sí, amor mío.
—¿Amenmés desconfía de ti?
—No, soy yo quien ya no tiene la menor confianza en ese niñato caprichoso.
—Ya te lo había dicho; no tiene la talla de un rey.
—¿No querrá pedirle perdón a su padre?
—Si sigue aislándose más, podría sucumbir muy bien a la tentación. Acaba de despedir a sus últimos consejeros, y ahora incluso yo debo solicitar audiencia. Amenmés quiere decidir solo y reinar sin discusión… Si está lo bastante loco para lanzar las tropas tebaicas al asalto del Norte, ¿cómo conseguiré disuadirlo?
—No puedes negarte a obedecer… Pero no permitiré a nadie, ni siquiera a Amenmés, que ponga en cuestión tu ascenso.
—¿Te atreverías a atacar a un faraón, cariño?
—Todos tendrán que admitir, muy pronto, que Seti es el único faraón legítimo, querido mío.
Al ponerse el sol, Paneb fue a buscar a su hijo cerca del gran silo para grano, donde había organizado un concurso de lucha que estaba seguro de ganar.
Cuando vieron al coloso, los chiquillos se dispersaron para regresar a casa enseguida, y Aperti puso pies en polvorosa con la esperanza de obtener, una vez más, la indulgencia de su madre, que lo protegía de la cólera de su padre.
Sin embargo, Paneb estaba decidido a infligirle un nuevo castigo cuando un extraño fulgor, en la cima de la más alta colina del oeste, llamó su atención.
Era una hoguera.
Paneb atravesó la necrópolis y trepó hacia el lugar donde las llamas subían al cielo de lapislázuli. Nadie estaba autorizado a encender fuego en aquel lugar.
De las tinieblas surgió un hombre barbudo, bajito, con una máscara de león provista de espesas cejas y una abundante melena rizada.
—Soy Bes el iniciador —reveló y, acto seguido, sacó la lengua y soltó una carcajada—. ¿Eres lo bastante valiente para seguirme?
Con rápidas zancadas, Bes tomó el sendero que ascendía hacia el collado.
El coloso sólo vaciló un breve instante y luego fue tras sus pasos.