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Paneb miró en todas direcciones. Lejos, al oeste, se veía una cabaña de adobe a la sombra de una gran palmera.

—El puesto de policía que indica el mapa… Nos alejaremos de él para pasar. ¿Estás segura de que nos siguen?

—Noto una presencia hostil detrás de nosotros.

—Tal vez sea una hiena o algún depredador.

—Prosigamos…

La mujer sabia y el pintor avanzaron paralelos a la pista, volviéndose a menudo para comprobar si los seguían. El sol quemaba, pero los dos viajeros caminaban a un ritmo regular y bebían escasos tragos de agua para no deshidratarse.

—Es extraño —estimó Paneb—; Kenhir debería haberse mostrado menos intransigente y permitirme llevar un arma. Él nos ha indicado este itinerario; conocía, pues, sus peligros.

—Nuestro escriba de la Tumba es muy formalista.

—Espero que tengas razón, Clara… ¿Y si fuera él el traidor que habita en la cofradía?

—Imposible.

—¿Cómo estás tan segura?

—Porque Kenhir conoce el escondrijo de la Piedra de Luz. Si fuera el traidor, la habría robado hace ya mucho tiempo.

El argumento impresionó a Paneb, aunque no lo tranquilizó por completo. Tal vez Kenhir quería librarse primero de la mujer sabia y luego huir con el tesoro. También sabía que, si hubiera nombrado a otro artesano para proteger a Clara en su expedición, Nefer se habría opuesto. El único inconveniente es que serían necesarios varios hombres para librarse del coloso. Por tanto, no los seguía una sola persona.

Clara y Paneb llegaron al final del camino que estaba indicado en el mapa del escriba de la Tumba. El último puesto de policía se hallaba al este, tras una duna.

—¿Qué dirección tomamos?

—Esperaremos una señal —respondió Clara.

—Los que nos siguen se van acercando. Estoy seguro de que quieren matarte a ti; ¿qué sería de la aldea sin su mujer sabia? Hemos caído en una trampa.

—Se producirá la señal y llegaremos a las colmenas.

—¡Primero habrá que sobrevivir! Tengo una idea, pero no serviría de nada si los agresores fueran muchos.

Paneb le explicó su estrategia, y Clara asintió.

—Se acercan —murmuró.

Como no hacía viento, los hermanos Adafi no habían tenido dificultad alguna para seguir las huellas que sus presas dejaban.

—¿Están lejos? —se inquietó Adafi el Pequeño, que detestaba el desierto.

—Los alcanzaremos rápidamente —respondió el Mayor—; una presa fatigada ofrece menos resistencia.

—Eso es verdad… Deberíamos atacar enseguida y regresar al valle.

—Escucha a tu hermano, imbécil —repuso el Mediano.

—¡Yo sé pensar por mí mismo! Cuanto antes los matemos, antes nos haremos ricos.

Los tres libios se detuvieron. A pocos centenares de metros, al pie de una duna, había una forma humana.

—¿Nos acercamos? —preguntó el Pequeño.

Adafi el Grande asió el mango de su hoz, y sus hermanos, el de sus cuchillos de carnicero.

—Vamos.

Miraron a su alrededor con prudencia, pero no vieron nada anormal.

—¡Es la mujer! —exclamó el Mediano, goloso.

—¡Yo primero! —protestó el Pequeño.

—Calmaos —exigió el Grande—; en primer lugar estamos aquí para degollarla.

—¡Nada de eso, antes nos divertiremos un rato! Tiene un aspecto bastante apetitoso.

Clara permanecía inmóvil, como si no hubiera divisado a los tres hermanos. Su actitud intrigó a Adafi el Grande.

—No olvidéis que lleva un escolta… ¿Dónde estará?

—A tu espalda —advirtió Paneb, brotando de la arena donde se había enterrado, esperando que los perseguidores, atraídos por la mujer sabia, permanecerían agrupados.

Adafi el Pequeño no tuvo tiempo de comprender lo que ocurría, pues Paneb le arrojó una gran piedra a la cabeza que le aplastó la sien.

El Mediano se abalanzó contra el coloso, que lo esquivó en el último momento y le retorció el brazo; perdió el equilibrio y, al caer, se clavó su propio cuchillo.

Adafi el Grande se había abalanzado a su vez sobre Paneb y, azotando el aire con su hoz, creyó degollar al adversario. Pero el coloso se agachó rápidamente, y golpeó el estómago del libio con un violento cabezazo. Seguidamente, le golpeó fuertemente en los riñones con el antebrazo.

Aterrorizado, el Grande intentó huir; pero el puño del coloso cayó sobre su nuca y el último de los Adafi se desplomó, no muy lejos de sus hermanos.

—Sólo quería atontarlos, pero los libios tienen los huesos muy frágiles —le dijo Paneb a Clara—. Nadie llorará por estos hombres, y, al menos, servirán de festín para los chacales y los buitres.

La mujer sabia miró al cielo.

—¡He aquí la señal!

Un pájaro con el vientre amarillo, el lomo gris y una larga cola volaba hacia el sur.

—Es el buscador de cera —explicó la mujer sabia—; nos indica la dirección adecuada. A los apicultores les revela incluso el emplazamiento de un enjambre.

El viejo Boti acababa de ahumar una colmena con unas velas puestas en un bote cuando advirtió que el coloso y la mujer sabia se acercaban por el sendero que conducía a sus colmenas.

Generalmente, deambulaba sin temor a que las abejas le picaran, pero, desde media mañana, estaban muy nerviosas, y Boti había considerado que era preferible tomar esa precaución para retirar los paneles de miel.

Ahora comprendía la razón de su excitación.

Si sólo hubiera avistado al coloso, Boti habría dirigido sus últimas plegarias al dios Amón, protector de los infelices; pero la presencia de la mujer de rostro luminoso lo tranquilizó un poco.

El apicultor apagó las velas y se colocó delante de sus colmenas, como protegiéndolas.

—¿Quiénes sois?

—Soy la mujer sabia del Lugar de Verdad, y vengo acompañada por un artesano.

—Pero… pero ¿existís realmente? —preguntó el apicultor Boti, retrocediendo.

Los rumores aseguraban que la mujer era una temible hechicera, capaz de enterrar bajo tierra a cualquier demonio.

—¡No os acerquéis más! De lo contrario, mis abejas os atacarán.

—No queremos causaros ningún daño.

—¿Qué lleva el coloso al hombro?

—Una bolsa con alimentos y jarras de agua, que estamos dispuestos a compartir con vos.

—¡Tengo todo lo que necesito, gracias!

—Pues no ocurre lo mismo en el Lugar de Verdad. No tenemos miel, y la necesito para cuidar a los enfermos y a los heridos.

—Toda mi producción está reservada para el Estado, no puedo cederos ni un solo gramo.

Paneb dejó en el suelo la bolsa y las jarras.

—¿Y nunca se hacen excepciones? —preguntó.

—Casi nunca… Salvo por urgencia.

—Precisamente se trata de una urgencia —precisó con dulzura la mujer sabia.

—De todos modos, no es del todo legal…

De un bolsillo de su túnica, Clara sacó un pequeño lingote de oro que brilló bajo el sol.

—El oro de nuestra cofradía por el de vuestras abejas.

—¿Pu… puedo tocarlo?

Las dudas de Boti se disiparon: efectivamente, era oro.

—¿Bastarán diez botes grandes de miel?

—Doce —exigió Paneb.

El apicultor asintió.

—Deseo comprobar su calidad —añadió Clara.

—¿Acaso dudáis de ella? —replicó Boti, indignado.

—Necesito miel, jalea real, polen y propóleos que curan numerosas infecciones e inflamaciones. ¿Disponéis de todos estos productos?

—¿Por quién me habéis tomado? Nadie conoce mejor que yo los tesoros de las abejas.

El apicultor no presumía; conocía perfectamente todas y cada una de las riquezas de la colmena, y mostró con orgullo a la mujer sabia los productos que conservaba en botes cuidadosamente sellados y etiquetados.

—¿Por qué el Estado ya no entrega miel al Lugar de Verdad?

—Economía de guerra —explicó Clara—; el rey Amenmés se preocupa ante todo de sus soldados.

—Ese lingote con el que me pagáis… ¿Procede realmente de vuestra aldea?

—Debemos guardar el secreto —recordó la mujer sabia.

—Tengo la suerte de recoger el polen que me traen mis queridas abejas y vivo feliz aquí, solo con ellas, lejos de querellas y ambiciones; los únicos seres humanos con los que trato son los policías que vienen a buscar mis cosechas, y sólo nos decirnos unas palabras. Nunca había hablado durante tanto rato.

Boti abrió una antigua colmena y sacó de ella un pequeño bote de cuello largo.

—He aquí mi obra maestra; había decidido no mostrársela a nadie, pero puesto que sois la mujer sabia del Lugar de Verdad… Os será muy útil, ya veréis. Con él, curaréis afecciones graves o rebeldes.

—¿Cómo puedo agradeceros semejante regalo?

—Me habéis ofrecido una fortuna y he tenido la suerte de conoceros y de ver la luz que emana de vuestra persona… No podría pedir nada mejor.

Por unos instantes, el apicultor sintió deseos de pertenecer al cuerpo de los auxiliares e instalarse con sus colmenas cerca de la aldea; pero era aquí, en la ardiente soledad del desierto, donde había aprendido su oficio y el lenguaje de las abejas. Y aquí fabricaban sus protegidas la mejor miel de Egipto.