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Una niña con graves quemaduras en las piernas, dos chiquillos con heridas provocadas por un violento combate a bastonazos, Karo el Huraño que sufría del estómago, la esposa de Gau el Preciso, afectada por una alarmante fatiga y, para terminar la serie de catástrofes matinal, Aperti, que se había roto el antebrazo intentando demostrar que era capaz de partir, de un solo golpe, un bloque de calcáreo.

Era la primera vez que la mujer sabia debía ocuparse de tantos casos graves en un período tan corto de tiempo, y había tenido que utilizar casi todas sus reservas de miel. El precioso producto servía para cicatrizar las heridas, bajar la inflamación externa e interna sin provocar trastornos y devolver el vigor. Conservada en botes cuidadosamente sellados y debidamente catalogados, la miel era considerada como un remedio de primera necesidad y de gran valor, y sólo se utilizaba en pastelería en pequeñas cantidades. A lo largo de muchos siglos de experimentación, los médicos egipcios habían advertido también sus propiedades beneficiosas en el campo de los cuidados oculares e incluso en ginecología.

Cuando terminó sus consultas, la mujer sabia acudió al despacho de Imuni, que era el responsable de las reservas de todos los productos que poseía el Lugar de Verdad. El pequeño escriba estaba ocupado en copiar el inventario de los cinceles de cobre y, al ver a la mujer sabia, se levantó precipitadamente y permaneció muy rígido, como un soldado dispuesto a sufrir las reconvenciones de su superior.

Imuni siempre había tenido miedo de la mujer sabia, pues pensaba que tal vez era capaz de leer sus pensamientos y descubrir sus ambiciones: ocupar el lugar del viejo Kenhir y vengarse, de un modo u otro, de Paneb el Ardiente, que siempre lo dejaba en ridículo.

—Necesito botes de miel, Imuni.

—¿Cuántos deseáis?

—Hoy uno, y varios la semana que viene… ¡Espero que el temporal amaine!

—Me encargaré de ello inmediatamente.

El escriba ayudante se mostró diligente, pero regresó con las manos vacías.

—No sé qué ha podido pasar pero… ¡Tenemos una abundante reserva de ungüentos, pero ni un solo bote de miel!

—Es un error garrafal, Imuni… Apenas tengo suficiente miel para tratar las urgencias durante una semana.

—Lo siento, lo siento mucho… Avisaré al escriba de la Tumba, él encontrará una solución.

El enfado de Kenhir sería recordado en la historia de la aldea. Había acusado a su subordinado de poseer todos los defectos inherentes a la especie humana, y algunos más, advirtiéndole que, al próximo error, el tribunal de la aldea decretaría su expulsión.

—¡Este mes no tendrás salario ni vacaciones! —gritó el escriba de la Tumba—. ¿Olvidas que eres un funcionario del Estado, y que estás al servicio del Lugar de Verdad?

Imuni estaba avergonzado, con la cabeza gacha, y se consideraba afortunado al sobrevivir a semejante tormenta.

—Y, por si fuera poco, me obligas a dirigirme personalmente a la administración central, aunque me duela la espalda. Volveremos a hablar de esto, Imuni… Mientras, comprueba las existencias de que disponemos y repara los demás errores.

El escriba ayudante desapareció sin abrir la boca.

—Habéis sido muy duro con él —observó Niut la Vigorosa, que había interrumpido sus labores domésticas durante la reprimenda.

—¡Los bienes de la aldea no se administran a la ligera! Dame mi bastón y ropa de abrigo.

Acompañado por dos policías nubios que se encargaban de su protección, Kenhir anduvo hasta la oficina del general Méhy.

—El general está dirigiendo unas maniobras en la orilla este —indicó su secretario.

—¿Y cuándo volverá? —preguntó Kenhir.

—En el mejor de los casos, no antes de quince días.

—¡Demasiado tarde! ¿En quién ha delegado sus responsabilidades?

—Tal vez yo pueda ayudaros.

—Se trata de un asunto grave: se nos ha acabado la miel, necesitamos una entrega urgente.

—Es un mal momento —deploró el secretario—; las cantidades disponibles se han almacenado en palacio, en el hospital principal y en los cuarteles. Aquí sólo dispongo de lo estrictamente necesario para la enfermería.

Kenhir pensó que tales disposiciones tal vez fueran indicio de un inminente conflicto. Habría muchos heridos y los médicos militares utilizarían compresas de miel.

—La aldea tiene prioridad —recordó el escriba de la Tumba.

—Rellenad un formulario y lo haré llegar, por correo especial, a palacio… Pero deberéis tener paciencia. En este momento, los servicios administrativos están desbordados.

—He hecho lo que he podido —dijo Kenhir a la mujer sabia y al maestro de obras—, pero somos víctimas de la economía de guerra. Sólo Méhy podría sacarnos de este mal paso, pero es imposible ponerse en contacto con él en estos momentos. Redactaré un detallado informe denunciando esta inadmisible situación.

—Sin miel no puedo curar a mis pacientes.

—Existe una solución, pero comporta graves riesgos: ir a buscarla a casa del viejo Boti, en el desierto.

—¿Y qué teméis?

—A los merodeadores y, también, a los policías encargados de proteger la explotación. Además, Boti es un tipo raro; está obligado a vender al Estado la totalidad de su cosecha, pero a veces se permite ciertas libertades. Si organizamos una expedición, nos descubrirán rápidamente.

—Iré sola, pues —decidió Clara.

—¡Ni lo sueñes! —replicó Nefer.

—Debo comprobar personalmente la calidad de la miel y convencer al apicultor de que me la venda.

—Te acompaño.

—No estoy de acuerdo —dijo el escriba de la Tumba—; en las actuales circunstancias, la presencia del maestro de obras en la aldea es indispensable. Si la mujer sabia se empeña en intentar la aventura, podemos pedirle a Paneb que la acompañe. Tenemos plena confianza en él y sabrá cumplir con sus deberes de hijo adoptivo.

—Entreguémosle algunas armas de las fabricadas por nuestro herrero.

Kenhir pareció contrariado.

—Un artesano armado… En el caso de que se produjera un control policial, Paneb correría un gran riesgo.

—¡Pero debe proteger a Clara!

—Las armas que hemos fabricado se quedarán en el recinto de la aldea —decretó el escriba de la Tumba.

Los arqueros tiraban cada vez mejor, y los carros maniobraban con una gran habilidad. El entrenamiento intensivo comenzaba a dar sus frutos y los cuerpos de élite pronto estarían dispuestos para barrer a cualquier adversario.

Méhy entró en su tienda después de una agotadora jornada y consultó la correspondencia que le mandaba el correo militar; entre las misivas, había un informe de su secretario sobre la insólita gestión del escriba de la Tumba.

El general llamó enseguida a su ayudante de campo.

—Tráeme un caballo que sea rápido; voy a la ciudad y estaré de regreso mañana por la mañana.

Méhy galopó hasta el centro de Tebas, donde residía Serketa durante el período de las grandes maniobras. La esposa del general aprovechaba su ausencia para recibir a las grandes damas de la ciudad del dios Amón y hacer elogios de su marido, cuyo valor y competencia eran indispensables, tanto para la provincia como para el país. Esa propaganda subliminal, en pequeñas dosis, reforzaba la excelente reputación que ya tenía el general. Mientras muchos dudaban del porvenir del rey Amenmés, Méhy aparecía como el hombre fuerte que salvaría a Tebas de la fatalidad. Cuando entró en su casa, la mujer del alcalde y sus mejores amigas estaban felicitando a Serketa por su recepción; nadie había desdeñado las exquisitas pastas y pronto volverían a verse con gusto. Todas aquellas damas se sintieron encantadas de ver al general, que les prometió, con su habitual fuerza de convicción, que su seguridad estaba perfectamente garantizada.

Terminadas las mundanerías, Méhy arrastró a su esposa hasta los aposentos privados.

—Se han quedado sin miel en el Lugar de Verdad —le comunicó.

—¿Tan importante es eso?

—Eso significa que la mujer sabia tendrá dificultades para cuidar a los enfermos. Como ordené que interrumpieran las entregas del precioso producto, el escriba de la Tumba ha presentado una reclamación. La administración se verá obligada a satisfacerle, pero muy a largo plazo. Por ello, los artesanos intentarán obtener miel por cualquier medio. Aquéllos a quienes el maestro de obras confíe esa tarea se verán obligados a salir de la aldea y se pondrán, así, en peligro.

—La mujer sabia es la que debe comprobar la calidad de la miel. A mi entender, ella participará en la expedición; tengo un plan, querido… Unos bandidos podrían sorprenderla y matarla. Sin la mujer sabia, la cofradía se vería considerablemente debilitada y perdería su protección mágica. En el interior de la aldea es imposible alcanzarla, pero si sale de ella…

El general besó a su mujer, entusiasmado.

—Me encanta tu perspicacia, palomita mía; pero no puedo utilizar a mis soldados para una misión de este tipo.

—Entonces me necesitas para encontrar sicarios que no tengan ningún vínculo con nosotros…

—Nuestro viejo amigo Tran-bel nos será de gran ayuda. Probablemente tendrás que forzarlo un poco para que colabore sin segundas intenciones, pero confío en que podrás hacerlo.