Los artesanos del equipo de la derecha habían comprendido que la obra maestra de Paneb no había sido reconocida como tal, y se habían quedado en el gran patio para intentar consolar al coloso.
—No hagas un drama de esto —recomendó Renupe el Jovial—; no se está cuestionando tu talento.
—Mírame a mí; yo renuncié —confesó Karo el Huraño—; ¿por qué fijarse objetivos imposibles de alcanzar?
Al ver que sus palabras exasperaban a Paneb, el escultor y el cantero prefirieron sentarse mientras sus colegas seguían admirando las pinturas.
—No te amargues —murmuró Ched el Salvador.
—¿Por qué no voy a hacerlo? He puesto todos mis esfuerzos en ese trabajo y estaba convencido de que lo había logrado.
—Descubrirás otra vía para hacerlo.
—No lo creo, Ched.
—Renunciar no va contigo… Supera tu rencor y sigue adelante. ¿Acaso un simple momento de desaliento apagará el fuego de Ardiente? Te han herido profundamente, y no será la última vez. Debes ir más allá, sin olvidar que un ser decepcionado suele ser decepcionante.
Paneb habría preferido que le pegaran antes que tener que oír las palabras de Ched; pero ¿acaso no merecía su apodo de Salvador al tocar sus puntos débiles y pisotear su sensiblería?
—Me hago viejo y ya no tengo fuerzas para pintar tumbas enteras —deploró Ched—; por eso he elegido al menos mediocre de mis dibujantes para sucederme; si tú ya no tienes deseos de mejorar, me veré obligado a formar a otro.
—Dime qué errores he cometido.
—¿Quién te ha dicho que hayas cometido errores? Yo no habría permitido que un inútil decorara la tumba del maestro de obras. No me gustan demasiado esos colores tan intensos, pero debo reconocer que hay mucha armonía en ellos.
—¡Pero no bastan para crear una obra maestra!
—¿No habría que esperar a que termine el día para saber algo más?
Los rayos del sol poniente doraban con su luz cálida el patio y las capillas de la morada de eternidad de Nefer. La luz, más dulce que de costumbre, era tan apaciguadora que los artesanos guardaron silencio para saborear aquel momento de gracia.
Paneb fue el primero en ver a Nefer, a Hay, a la mujer sabia y a Kenhir, que escalaban la rampa. Clara marchaba a la cabeza, el maestro de obras llevaba un objeto cubierto con una tela muy gruesa que, sin embargo, no impedía traslucir cierto fulgor.
«¡La Piedra de Luz! —pensó el traidor, bruscamente arrancado de su meditación—; pero ¿por qué habrán ido a buscarla? ¡Y pensar que no he podido ver de dónde la sacaban! Cuando se marchen, los seguiré.»
Kenhir y el jefe del equipo de la izquierda se detuvieron en el umbral que separaba el antepatio del patio, mientras la mujer sabia y el maestro de obras penetraban en la primera capilla.
—Ven, Paneb —exigió Nefer el Silencioso.
El trío siguió adelante y el maestro de obras depositó la piedra en la hornacina terminal.
—¿Te ha indicado Ched el Salvador algún defecto grave?
—No ha encontrado nada.
—Y, sin embargo, tu obra maestra no está acabada —intervino la mujer sabia—, porque nadie puede descubrir solo la materia prima. Has buscado en ti mismo la energía necesaria para llevar a cabo tu trabajo, pero sólo esta piedra lo transformará en una obra verdadera, impregnada de luz. A tu propia materia prima se unirá la del Lugar de Verdad, que anima sus trabajos generación tras generación; y de esta comunión entre el individuo y la cofradía nace la ofrenda de la obra maestra.
Nefer apartó la tela, y la luz de la piedra fecundó cada figura pintada, cada color, cada jeroglífico.
—Tu obra maestra es aceptada —concluyó Nefer—; ¿deseas seguir adelante por ese camino?
—No deseo otra cosa.
El hombre era joven y fuerte, pero se había entregado sin ofrecer resistencia a una patrulla tebaica que lo había llevado, de inmediato, al cuartel general, donde Méhy organizaba las maniobras de sus distintos cuerpos de ejército.
Éste hizo salir de su tienda a los oficiales, a quienes había dado órdenes para que las ejecutaran sin demora.
¡Por fin, el mensajero del canciller Bay, por fin se iniciaba la guerra civil que le abriría la ruta del poder!
Nada más verlo, Méhy advirtió que el hombre era un militar.
—¿Tu nombre?
—Mecha, capitán de arqueros del ejército de Set.
—El mensaje.
—No… no comprendo.
—Tranquilízate, estás en presencia del general Méhy. Bueno, ¿y ese mensaje?
—No tengo ningún mensaje, general.
—Y en ese caso, ¿qué estás haciendo aquí?
—He abandonado un ejército que se niega a combatir y deseo unirme al faraón Amenmés, sirviendo en las tropas tebaicas. Sin duda, soy el primer oficial que abandona Pi-Ramsés, pero no seré el último.
—El ejército de Set… El principal cuerpo de élite, ¿no es cierto?
—No por mucho tiempo, general, pues ya no merece su nombre, ni tampoco el faraón Seti, que traiciona a su dios protector. Éste no tardará en volverse contra él, y ésta es la razón por la que deseo pertenecer al bando de los vencedores.
—Las fuerzas de Seti son mucho más numerosas que las de Amenmés, y eso sin hablar de las guarniciones de la frontera del nordeste… ¿Estás seguro de lo que has hecho?
—Un soldado sabe que la victoria no depende del número, sino de la calidad de los jefes. Y Seti no es uno de ellos. El faraón Amenmés y vos mismo sabréis aplastar al adversario.
—¿Quién gobierna en Pi-Ramsés?
—Seti ha seguido una larga cura de sueño y ahora está descansando en su palacio, incapaz de tomar decisiones. La gestión de los asuntos en curso la asume el canciller Bay, un dignatario de poca monta. Queda la reina Tausert, cuyo regreso pareció una especie de milagro. Con todos los respetos, general, deberíais haberla eliminado.
—El rey Amenmés prefirió la clemencia; creo que ésa es una buena prueba de grandeza.
—Esa reina es peligrosa.
—¿Le presta oídos el alto mando?
—Todavía no. Algunos generales esperan el restablecimiento de Seti, pues no les gustaría obedecer a una mujer, pero eso es una utopía: el monarca está completamente hundido y la capital navega a la deriva.
—Te olvidas de la barrera de Hermópolis, que impedirá a nuestras tropas avanzar hacia el Norte.
—Un ataque masivo, por el Nilo y por el desierto al mismo tiempo, quebraría esa frontera, que es más impresionante que eficaz. Estoy convencido de que muchos soldados se cambiarán de bando; ¿por qué van a morir por Seti, un hombre que más bien parece una liebre aterrorizada? Incluso mis superiores comienzan a criticarlo… Si la reina no hubiera regresado, varios generales habrían reconocido la soberanía de Amenmés. Por más que Tausert se empeñe, no logrará paliar las carencias de un faraón incapaz de gobernar.
Otro camino se abría ante Méhy: Pi-Ramsés se disgregaba y Seti se apagaba lentamente. Pero no podía confiar tanto en el porvenir y olvidar que un hombre fuerte, salido del ejército del Norte, podría imponer una dictadura militar con la intención de reconquistar el Sur. Era preciso ejecutar el plan aceptado por el canciller Bay, y ningún otro.
En cuanto al tal Mecha, ¿no sería un espía cuya misión consistiera en enrolarse en el ejército tebaico para informar a Tausert?
—¿Te gustaría ver cómo entreno a mis tropas de élite?
—Sería un gran honor, general.
Méhy hizo subir a su huésped en su carro. Mecha no iba armado y se había atado para no caerse, por lo que el general no debía temer una agresión por su parte.
Cuando el carro pasó a gran velocidad entre dos hileras de infantes que perfeccionaban su técnica del cuerpo a cuerpo, muchos pensaron que el general había elegido un nuevo ayuda de campo. Los aurigas de los carros, que trabajaban la resistencia de sus caballos, pensaron lo mismo al no identificar al afortunado que había sido elegido.
—¡La velocidad de vuestros carros es impresionante, general!
—Mis técnicos han puesto a punto unas ruedas más ligeras y sólidas que las que posee Seti.
—Este invento os da una enorme ventaja.
—Nuestras espadas cortas, nuestras hojas y nuestros escudos también son de mejor calidad, por no hablar de nuestros arcos y nuestras flechas, los ejércitos del Norte no tienen nada igual.
—No me he equivocado, pues… ¡La victoria es vuestra!
—Sin embargo, todavía quedan algunos problemas por resolver, como el que voy a exponerte a continuación.
Méhy se detuvo cerca de la trayectoria de tiro de los arqueros y llamó al instructor.
—Mira bien a este hombre, Mecha: es un traidor.
El instructor quedó petrificado.
—También él viene del Norte —prosiguió Méhy—; he descubierto que era el sobrino de un oficial superior del ejército de Ptah y que su misión consistía en informar al enemigo sobre el número de nuestros arqueros y la estrategia que adoptarían en una batalla. Coge mi espada y mátalo.
Mecha contempló, horrorizado, el arma que el general le tendía.
El instructor no se atrevía a hablar ni a moverse.
—General…
—¿A qué esperas? Si has sido sincero, acabar con un traidor debería alegrarte.
—¡Soy un soldado, no un asesino!
—Te niegas a ejecutar a tu cómplice, ¿no es cierto?
—¡Podéis encarcelarlo y juzgarlo!
—No se juzga a los espías —declaró Méhy y, acto seguido, degolló a Mecha de una puñalada.
El infeliz agonizó en un charco de sangre, ante la fría mirada del general.
Todos los miembros del instructor temblaban.
—¡General, sabéis muy bien que no soy un traidor!
—Claro.
—Pues entonces…
—Le he tendido una trampa.
—¡Po… podría haberme matado!
—Son los riesgos del oficio, instructor. Deshazte de ese cadáver y vuelve al trabajo.