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La reina Tausert no había pensado, ni un solo instante, que estaba recluida para escapar a la venganza de Amenmés, pues la vida de la aldea la había cautivado. Lejos de las preocupaciones y las intrigas de la corte, había llevado a cabo los ritos de apertura del naos en el templo de Hator y de Maat, para que la presencia divina, surgiendo de las tinieblas, iluminara el Lugar de Verdad; luego se había dirigido a cada morada, en compañía de Turquesa, para depositar ofrendas florales y alimenticias en los altares de los antepasados antes de celebrar, con las sacerdotisas, el culto de la diosa de oro, fuente de la suave brisa del norte, soberana de la cima de Occidente, dama del cielo, sol femenino y dispensadora de gozo.

Habían tocado música y danzado en honor de Hator, y siete mujeres, entre ellas la reina, habían manejado los sistros para alejar las energías negativas y atraer la generosidad de la diosa sobre la cofradía. Tausert se alojaba en el pequeño palacio de Ramsés el Grande, y también había rendido homenaje a los fundadores de la aldea, el faraón Amenhotep I y su gran esposa real, Ahmes-Nefertari, antes de participar en los ritos de apaciguamiento de la temible cobra hembra a la que el amor de Hator transformaba en protectora de las cosechas.

Todos quedaron impresionados por la sencillez de la soberana, que se interesaba por los aspectos más modestos de la vida cotidiana de la aldea, ya se tratara de entregas de agua fresca, de la conservación de los cereales en los silos o de la escuela dirigida por el escriba de la Tumba. Encantados de poder acercarse a la reina de Egipto, los niños multiplicaron sus esfuerzos para mostrarle que escribían y leían con facilidad los jeroglíficos. Incluso el insoportable Aperti se comportó correctamente, mientras que Negrote vigilaba de cerca al mono verde, por miedo a que importunara a su majestad.

Pero la felicidad de aquellas horas maravillosas, que transcurrían con demasiada rapidez, se vio truncada cuando la reina supo que unos soldados se habían llevado a Tebas a la mujer sabia.

Tausert había recibido de inmediato a Nefer el Silencioso en la sala abovedada del palacio de Ramsés el Grande.

—Yo tenía que enfrentarme con Amenmés —deploró el maestro de obras, visiblemente presa de la angustia—; Clara no debería haber corrido ese riesgo.

—Si Amenmés la toma como rehén, yo me ofreceré a ocupar su lugar, y ella quedará en libertad. No os preocupéis por vuestra esposa; mi hijastro intenta apresarme a mí, y utilizará todos los medios que estén a su alcance para hacerme salir de la aldea, pues sabe que le es imposible violar el asilo sagrado del templo de Maat y de Hator.

—No sé si Clara conseguirá salir sola de ese avispero, pero no os abandonaré a la venganza de Amenmés, majestad.

—Si amenaza a la mujer sabia, tendréis que hacerlo.

—¿Acaso puede comportarse un faraón como el último de los cobardes?

—Me considera su principal enemiga, y no dejará pasar una oportunidad como ésta.

—¿Qué peligro representaríais para él si os quedarais a vivir aquí?

Tausert sonrió con tristeza.

—Soy extremadamente feliz aquí, Nefer, pero esto no puede durar. Quedarme entre vosotros sería tan insultante para Amenmés que su rabia se transformaría en locura y amenazaría la propia existencia de la aldea. Y, por mi parte, debo librar un combate para restaurar la plena autoridad de Seti.

Nefer, sin embargo, no confesó a la reina que consideraba utópicas sus esperanzas; si lograba sobrevivir, ya sería mucho.

—El Lugar de Verdad no puede seguir viviendo sin la mujer sabia —precisó el maestro de obras—. Mañana mismo me dirigiré a palacio.

—¡Es una imprudencia, Nefer!

—No tengo elección, majestad.

Tausert sintió que no conseguiría convencer al maestro de obras. Si Clara no había regresado antes de la noche, abandonaría la aldea para no sembrar en ella la desgracia.

—¡No vamos a quedarnos de brazos cruzados! —se rebeló Paneb—. Pero no vas a ir, tú también, a meterte en la boca del lobo, ¡de ninguna manera!

—Traeré a Clara —afirmó Nefer.

—Permíteme que coja mi pico y le diga a ese tirano lo que pienso de él.

—¿Crees realmente que ése es el mejor modo de liberar a la mujer sabia?

El coloso sintió ganas de romper las paredes.

—No debimos inmiscuirnos en la lucha por el poder… ¡Librémonos de esa reina!

—El derecho de asilo es sagrado, Paneb; entregar a Tausert a su enemigo sería un acto de cobardía.

—¡Si no la hubieras acogido, Nefer!

—No lamento haber concedido a la reina la protección del Lugar de Verdad; ahora ama esa aldea que había querido destruir.

En la calleja había gente corriendo.

—¡Voy a la gran puerta! —exclamó Paneb.

Se oían gritos. El coloso creyó discernir en ellos cierto entusiasmo, pero prefirió comprobarlo por sí mismo.

Y allí estaba, rodeada de niños y de sacerdotisas de Hator. Tranquila, radiante, Clara parecía regresar de un simple paseo por el exterior. Paneb, conmovido, la besó en las mejillas, con cuidado de no ahogarla.

Después, Nefer abrazó durante largo rato a su esposa.

—Amenmés me ha dado su palabra —dijo Clara—: deja marchar libremente a la reina. Pero se mostrará implacable si se atreve a regresar a Tebas.

En unas pocas horas, Pai el Pedazo de Pan consiguió organizar un banquete en honor de Tausert, que lamentaba abandonar aquel lugar tan alejado del mundo y, al mismo tiempo, tan vivo, donde había vivido momentos inolvidables.

Reunidos en aquella improvisada fiesta, los aldeanos habían invocado a Hator para que protegiera la paz y destruyera el espectro de la guerra civil.

La reina había apreciado el talento culinario de Pai el Pedazo de Pan y de Renupe el Jovial, ayudados por algunas amas de casa. El pato asado estaba tan delicioso como en el palacio de Pi-Ramsés, y las verduras gratinadas habrían merecido figurar en la mesa real.

—¿Os ha parecido sincero Amenmés? —preguntó Tausert a Clara.

—Me ha dado su palabra, majestad. Si no la respetara, yo daría testimonio de ello y el reinado del perjuro habría terminado.

Puesto que un juramento solemne se prestaba en nombre del faraón, la palabra que éste daba tenía un valor sagrado.

—Sois buena diplomática, Clara.

—Creo que Amenmés os respeta y que es lo suficientemente inteligente como para no ceder a una violencia ciega. Sin embargo…

—Sin embargo, seguís preocupada.

—Debéis ser extremadamente prudente, majestad; yo misma os acompañaré hasta vuestro barco.

—¿Teméis que Amenmés sea lo bastante abyecto para mentir?

—No, pero sois el principal obstáculo para la extensión de su soberanía, y su bondad me parece más bien sorprendente.

—Habéis obtenido la mejor de las garantías, Clara, y debo abandonar la aldea esperando que no sea víctima de represalias. Ignoro lo que el porvenir me reserva pero puedo aseguraros que el faraón Seti y yo misma os apoyaremos.

—El Lugar de Verdad está ahora bajo la jurisdicción de Amenmés, majestad.

—Construís su morada de eternidad y os necesita. Si regreso sana y salva a Pi-Ramsés, no me quedaré de brazos cruzados… Pero ¿quién está lo bastante loco para iniciar una guerra civil? Que Hator nos ayude, pues; sin ella, nos sumergiríamos en las tinieblas.

Una vez realizados los ritos del alba y honrados los antepasados, Tausert miró con nostalgia la aldea de los artesanos que, tal vez, nunca volvería a ver. Al abrigo de sus altos muros había disfrutado de una serenidad que creía inaccesible y que se desvanecería en cuanto cruzara la gran puerta.

El sol naciente hacía revivir los colores del desierto y brillar las fachadas blancas de las casas; ¡qué agradable hubiera sido permanecer allí, en compañía de las sacerdotisas de Hator, y olvidar las exigencias del poder! Pero la presencia de la mujer sabia significaba que el momento de partir había llegado.

—Sólo he rozado los secretos del Lugar de Verdad —consideró la reina—, y he tomado conciencia de que es preciso vivir y trabajar con vosotros para percibirlos realmente. Pero ¿queréis decirme si la Piedra de Luz es una leyenda o una realidad?

—Sin ella, majestad, el Valle de los Reyes no habría visto la luz y no habría arraigado en la eternidad.

—En ese caso, conservadla, pase lo que pase.

—Podéis contar conmigo y con el maestro de obras, majestad.

Acompañadas por las sacerdotisas de Hator, ambas mujeres salieron de la aldea; las estaban esperando el jefe Sobek y Paneb, con el gran pico al hombro.

—No es cuestión de dejar sin defensa a la reina de Egipto y madre de la comunidad —declaró Ardiente, que empezó a andar, seguido por Tausert y Clara, mientras el policía nubio cerraba la marcha.

A la altura del Ramesseum, en la frontera con el mundo exterior, unos cincuenta soldados sustituían a los pocos guardias habituales.

—Tengo la impresión de que Amenmés no ha cumplido su palabra —sugirió Paneb.