38

Esta vez es el ejército, jefe! —clamó un policía nubio, que irrumpió, despavorido, en el despacho de Sobek.

—¿Cuántos hombres?

—Más de un centenar.

Sobek corrió hacia el primer fortín, al que se estaba acercando la tropa.

—Todo el mundo a sus puestos —ordenó.

A la cabeza del destacamento, iba el general Méhy. Se detuvo a unos cincuenta metros del fortín y Sobek avanzó hacia él.

—Vengo a buscar a la reina Tausert —declaró Méhy.

—Vuestra petición supera mis competencias, general.

—Quiero ver de inmediato al maestro de obras.

—Iré a avisarlo.

Con gran sorpresa de Méhy, no fue Nefer el Silencioso quien salió de la zona protegida para explicar su actuación, sino la mujer sabia; llevaba una túnica blanca muy simple y una corta peluca negra, al estilo del tiempo de las pirámides.

—¿Acaso vuestro marido teme comparecer ante mí?

—Como superiora de las sacerdotisas de Hator del Lugar de Verdad, he accedido a la petición de la reina Tausert, que ha solicitado asilo en el templo de la diosa.

—El faraón Amenmés me ha ordenado que la devuelva a palacio —indicó el general con voz menos segura.

—¿No sois el protector oficial de la aldea?

—También soy un soldado y debo obedecer las órdenes del rey.

—Sabéis muy bien que el territorio del Lugar de Verdad les está prohibido a los profanos, sean militares o no.

—¡Pero Tausert no pertenece a vuestra cofradía!

—Como reina y superiora de las sacerdotisas de Hator de todo el país, pertenece a ella de pleno derecho. ¿Quién se atreverá a violar el derecho de asilo concedido por un templo?

La mujer sabia tenía razón. Si el general cometía semejante atrocidad, Amenmés lo desautorizaría; sólo le quedaba una solución:

—¿Aceptaréis seguirme y exponer la situación ante el rey?

—Por supuesto.

Nefer el Silencioso ignoraba que su esposa había decidido correr semejante riesgo, a lo que se habría opuesto firmemente; pero Clara sabía que Amenmés no aceptaría que lo desafiaran de aquel modo, y que sería preciso negociar.

La mujer sabia montó en el carro de Méhy, que le ató una muñeca con una correa y le rogó que se sujetara a la caja; impresionado por la entereza de Clara, que miraba al frente, el general adoptó una actitud de serenidad.

Siempre había despreciado a las mujeres, pero con la mujer sabia experimentaba una curiosa sensación; de su pasajera emanaba una luz cuya suavidad le incomodaba. Durante el trayecto, no le dirigió la palabra, como si fueran por completo ajenos el uno a la otra y no hablaran la misma lengua. Comprendió que la esposa del maestro de obras nunca confiaría en él y que debía considerarla como un adversario irreductible.

El rey Amenmés evitaba mirar a la mujer sabia a los ojos.

—El derecho de asilo concedido por el templo es sagrado, nadie lo discute —se encolerizó—. Pero el caso que nos ocupa es un asunto de Estado, y la aldea no tiene derecho a levantarse contra su jefe supremo, el faraón de Egipto.

—No es asunto de la aldea ni del maestro de obras, majestad, y no tienen la menor intención de levantarse contra vos —precisó Clara con tranquilidad—. La reina Tausert goza de una protección sagrada.

—¡Debería ordenar que os detuvieran por traición!

—Vos sois el rey.

Amenmés siguió evitando la mirada de aquella mujer, que no se asemejaba a ninguna otra y parecía ignorar el miedo.

—¿Justificó Tausert su actitud?

—La reina teme no poder regresar libremente a Pi-Ramsés.

—¿De qué oscuras intenciones me cree capaz?

—¿Cómo voy a saberlo, majestad?

—Tausert merecería acabar sus días recluida en vuestro templo, pero estoy convencido de que mi padre me consideraría responsable de ello e iniciaría una guerra para liberarla. ¿Cómo actuaríais vos si estuvierais en mi lugar?

—Yo permitiría que la reina regresara a la capital, y evitaría, así, un grave conflicto.

—¡Clemencia, siempre clemencia! Ya le he permitido que inhumara a su hijo en el Valle de los Reyes y ahora queréis que le conceda la libertad, cuando ella sólo intenta destruirme.

—Yo no estoy tan segura de ello, majestad.

—¿Acaso Tausert os ha hecho algún tipo de confidencia?

—¿No es su principal preocupación evitar una guerra civil que destruya Egipto?

Amenmés fingió reflexionar.

—Sin duda hago mal, pero acepto conceder a Tausert la libertad que reclama. Que salga de Tebas inmediatamente.

—¿Tengo vuestra palabra de que no intentaréis nada contra ella?

—¡Exigís mucho!

—No hay nada más sólido y valioso que la palabra de un rey, majestad.

—Os prometo que Tausert puede regresar a su barco y dirigirse a Pi-Ramsés con absoluta tranquilidad. Pero que no vuelva a burlarse de mí…, de lo contrario, seré implacable.

Cabeza Cuadrada era remero en la marina mercante desde hacía veinte años. El trabajo le gustaba y no estaba demasiado mal pagado. Además, a aquel sólido mocetón le gustaba ver lugares y conocer a muchachas mientras su barco permanecía atracado para descargarlo. Al enterarse de ello, su esposa logró que sus colegas testificaran ante un tribunal y consiguió que éste le pasara una pensión muy alta todos los meses.

Una mujer con una pesada peluca, cuyos mechones le ocultaban el rostro, se había dirigido a él, mientras estaba masticando una cebolla en la ribera. En un primer momento, Cabeza Cuadrada creyó que aquella hembra se sentía atraída por su virilidad; incluso intentó acariciarle los pechos, pero una puntiaguda hoja le pinchó el ombligo.

—¡Sin tocar, amiguito! ¿Deseas hacerte muy rico?

—¿Yo?

—Estoy hablando contigo.

Cabeza Cuadrada soltó una carcajada:

—¡El trabajo de un remero es remar, no enriquecerse!

—Tal vez la suerte te haya sonreído.

Cabeza Cuadrada escupió un pedazo de cebolla.

—A otro perro con ese hueso, hermosa… Si quieres pagarme para que me acueste contigo, de acuerdo. Pero guárdate tus fábulas para los imbéciles.

—Tu pensión alimenticia pagada, una villa en el campo, un trigal, cinco vacas lecheras, dos asnos y un sacerdote funerario para cuidar tu tumba en la orilla oeste.

El remero se frotó los ojos, plenamente convencido de que estaba soñando.

La mujer seguía allí.

—¡No está bien burlarse de un buen hombre!

—Hablo muy en serio.

—Pero… estás tomándome el pelo… ¿Qué quieres que haga a cambio?

—Matar a una mujer que lleva numerosos crímenes a sus espaldas.

—Un asesinato… ¿De quién se trata exactamente?

—De la reina Tausert —respondió Serketa.

—¡Una reina nada menos! No tengo necesidad de jugarme la cabeza.

—Serás contratado en el equipo de remeros que la devolverán a Pi-Ramsés. En la quinta noche del viaje, el capitán te llamará y te hará entrar en la cabina de la reina. La matarás y huirás.

—¿Y si el capitán me denuncia?

—Es uno de los nuestros.

—¿Y por qué no lo hace él mismo?

—Porque irá hasta Pi-Ramsés, donde seguirá a nuestro servicio. Explicará que un remero de quien no conoce ni siquiera el nombre ha burlado su vigilancia.

Si la víctima designada hubiera sido su esposa, Cabeza Cuadrada no hubiera vacilado ni un instante. Pero en ese caso…

—Ni siquiera sé quién sois.

—Y por tu propia seguridad, no lo sabrás nunca.

—¿Y cómo puedo saber que vais a pagarme?

Serketa depositó un lingote de oro en el regazo del remero.

—He aquí un adelanto.

Cabeza Cuadrada quedó paralizado durante un buen rato. El lingote, en realidad, era sólo una aleación de poco valor, realizada por Daktair.

—Ya eres rico, amigo… Pero esto es sólo el comienzo, si haces correctamente tu trabajo.

—También me gustaría tener un barco. Un barco sólo para mí, con una vela cuadrada y algunos remeros que siempre estuvieran a mi disposición.

—Pides mucho… De acuerdo, pero no más.

—No soy muy aficionado al puñal… ¿Os iría bien un lazo de cuero? Apretaría tanto que no tendría ni siquiera tiempo de gritar.

—Hazlo como quieras, pero no falles.

—¿Dónde nos encontraremos luego?

—Aquí mismo, y te llevaré a tu propiedad en la campiña tebaica.

Cabeza Cuadrada palpaba el lingote, que enterraría en el suelo de la cabaña que ocupaba a orillas del Nilo, entre viaje y viaje.

—De acuerdo, acepto.

—Preséntate mañana en el barco de la reina y el capitán te enrolará. Sobre todo, recuerda esto: la quinta noche.

—De acuerdo.

—Realmente tienes mucha suerte, Cabeza Cuadrada.