Paneb el Ardiente y Nakht el Poderoso bajaron el pequeño sarcófago a la sepultura. Luego, el maestro de obras depositó en ella el tesoro que la reina Tausert había traído de Pi-Ramsés y que se componía de anillos, brazaletes y collares con el nombre de Seti II y de la gran esposa real; también había sandalias y guantes de plata.
Nefer pronunció palabras de resurrección extraídas del Libro de lo que se halla en la matriz de las estrellas antes de que el pozo fuera cegado con piedras y la sepultura cubierta de arena.
—Por fin, el rey podrá estar tranquilo —dijo Tausert—; nuestro hijo descansa lejos de la confusión que reinará en los próximos años. Gracias por vuestra ayuda, maestro de obras; debo reconocer que no sentía simpatía alguna por el Lugar de Verdad y que había exigido la marcha de vuestro escriba de la Tumba, para sustituirlo por un funcionario de Pi-Ramsés. Vuestra firmeza hizo fracasar el proyecto.
—Kenhir es un hombre con mucha experiencia y, por tanto, indispensable para nosotros. Siempre lucharé contra la injusticia, reina Tausert.
—¿Realmente la tumba de Seti está intacta?
—Así es, majestad. Hemos creado tres corredores, la sala del pozo y una sala con cuatro columnas, y yo mismo sellé la puerta de la morada de eternidad del faraón Seti II.
—Vuestra obra no ha terminado y volveréis a abrir esa puerta cuando el soberano legítimo reine de nuevo en Tebas. Sabed elegir el campo adecuado, maestro de obras.
—Sólo tengo uno: el Lugar de Verdad.
—¿Acaso no depende directamente del faraón?
—Es cierto, majestad, pero ¿cómo debe comportarse la cofradía ante dos monarcas, si no es excavando dos moradas de eternidad?
—Someteros no será fácil.
—Estamos sometidos a la ley de Maat, que reina en nuestra aldea. En cuanto nos apartamos de ella, aparece la desgracia.
—¿Intentáis darme una lección de política, maestro de obras?
—En este Valle, donde reina la eternidad, las preocupaciones profanas no tienen lugar.
La reina Tausert estaba descubriendo a un hombre que habría sido capaz de gobernar un país. Ningún acontecimiento haría mella en su determinación ni lo haría desviarse del camino que los dioses le habían trazado. Pero la aldea de los artesanos era un pequeño Estado, cuya obra era esencial para la supervivencia de Egipto.
—La leyenda afirma que el Lugar de Verdad posee fabulosos tesoros. ¿Es eso cierto o es sólo una exageración?
—Puesto que vuestra majestad es la gran esposa real, conoce el papel y los deberes de la Morada del Oro. Sabe que, sin la Piedra de Luz, las moradas de resurrección sólo serían tumbas.
—¿Lo sabe también Amenmés?
—Lo ignoro. Amenmés todavía no ha honrado a la aldea con su presencia.
—Seti II tampoco… Ésa es la razón de que no reconozcáis como faraón ni al uno ni al otro.
—Eso no es de mi competencia, majestad; mi trabajo consiste en preservar el Lugar de Verdad para que la obra se lleve a cabo.
—¿Os atreveríais a desobedecer a un rey?
—Cuando Amenmés me dio órdenes contrarias a la práctica de Maat, me negué a ejecutarlas.
—Podría haberos destituido de vuestras funciones.
—Es cierto, majestad, pero un monarca que predica la destrucción se condena a ser destruido.
—Os aconsejo que evitéis este tipo de afirmaciones delante de Seti.
—Si acallara lo que siento para no contrariar al señor de las Dos Tierras, estaría cometiendo un error imperdonable.
Tausert ya había puesto bastante a prueba a Nefer el Silencioso: era un hombre tan íntegro y firme como la piedra que trabajaba.
—Me gustaría caminar un poco por el Valle —dijo la reina.
Tausert disfrutó de aquel momento de paz y soledad, con el deseo de percibir la potencia luminosa de aquellos lugares incomparables donde las peleas por el poder temporal se hacían incongruentes, prácticamente ridículas. La ambición y la vanidad no tenían cabida allí, donde sólo se pensaba en la prueba suprema de la muerte y en la transmutación de la existencia en vida eterna. Y el secreto de esa transmutación lo poseían el Lugar de Verdad y su maestro de obras; alimentados por tanto poder, serían capaces de resistir los peores tormentos.
Cuando empezó a anochecer, la reina advirtió que su paseo por aquel oasis del más allá había durado varias horas, durante las que había olvidado, incluso, la disidencia de Amenmés; se deshizo con dificultad de la magia de la gran pradera, de donde el alma de su hijo emprendería el vuelo hacia los paraísos celestiales, y se dirigió al maestro de obras:
—He perdido la noción del tiempo.
—El Valle no está hecho para los humanos, pues llevan demasiada muerte en sí mismos; cada vez que penetro en él, me pregunto si aceptará la presencia de los artesanos.
—Que las divinidades os protejan, maestro de obras.
—¿Habéis pensado en vuestra propia salvaguarda, majestad?
—No mientras recorría el Valle… Pero, por desgracia, la realidad sigue ahí. Debo regresar a mi prisión dorada del Ramesseum antes de trasladarme a la orilla este, donde Amenmés me hará desaparecer.
—¿Tan cruel le creéis?
—Mi hijo ha sido inhumado, el tiempo de la generosidad ha transcurrido y Amenmés sabe que entre nosotros es imposible cualquier reconciliación. Oficialmente, habré muerto de enfermedad o víctima de algún accidente.
—Si estabais convencida de que vuestro adversario os reservaba tan atroz suerte, ¿por qué vinisteis a Tebas?
—Porque amo a Seti y quería satisfacer su deseo. No sólo no lo lamento sino que, además, agradezco al destino que me haya permitido conocer el valle de la eternidad.
—No os rendís fácilmente, majestad.
—Estoy a merced de Amenmés y no tengo ninguna esperanza de que se apiade de mí.
—Tal vez haya una solución…
—¿Huir? Eso es imposible.
—Pienso en otra posibilidad.
Todos los informes confidenciales coincidían: Méhy era un general de gran valor, muy apreciado por los oficiales superiores, y había puesto en pie un ejército profesional y, al mismo tiempo, bien equipado.
Amenmés, desconfiado por naturaleza, había dudado de la lealtad del hombre al que había confiado el mando supremo de las tropas tebaicas y, por tanto, el porvenir de su trono. Así pues, había pedido a varios cortesanos que espiaran al general para averiguar si sus actividades correspondían, en efecto, a sus declaraciones.
No cabía ninguna duda: Méhy se ocupaba del entrenamiento de sus soldados, no escatimaba esfuerzos sobre el terreno y administraba la orilla oeste a la perfección. No había cometido error alguno y ninguna de sus actitudes resultaba sospechosa. Amenmés estaba, pues, en condiciones de confiar en el general que lo había invitado a descubrir Tebas, sin suponer que de este modo le abría las puertas de la realeza. Y gracias a sus consejos, conseguiría erigirse como el dueño absoluto de Egipto.
—Ha llegado el general Méhy —le comunicó su intendente.
—Que pase.
Amenmés estudiaba el mapa del Medio Egipto, que mostraba claramente que Hermópolis era una frontera eficaz que sería necesario destruir para avanzar hacia el Norte.
Al ver a Amenmés, el general temió que el joven rey hubiera tomado la decisión de atacar y arruinase, así, su plan.
—La frontera de Hermópolis… ¿Hasta cuándo se burlarán de nosotros?
—Necesitamos tener el máximo de información antes de asaltar esa ciudad fortificada; sería muy peligroso precipitarnos.
—Tenéis razón, hay algo más urgente: resolver el caso de la reina Tausert.
—Vuestra clemencia para con su hijo ha sido muy apreciada, majestad.
—Pero mi bondad no es inagotable y la reina ya no es una niña. Ella es nuestro principal enemigo; la muerte de su hijo parece haber destrozado a Seti, y sólo esta mujer sabrá devolverle el valor. Sin embargo, ¡Tausert está en nuestras manos! ¿No asestaríamos un duro golpe a mi padre si nos libráramos de ella? En el colmo de la desesperación, se sentiría abrumado por el destino y acabaría abdicando en mi favor. ¿Qué os parece la idea, general?
Al hacerle semejante pregunta, el rey estaba convirtiendo a Méhy en su consejero particular; y el general no tenía derecho a decepcionarlo.
—Sin duda tenéis razón, majestad, pero ¿puedo recomendaros que actuéis poco a poco?
—¿De qué modo?
—Si no queréis que os acusen a vos, la reina no debe morir en suelo tebaico.
—Pero si dejo que regrese a Pi-Ramsés, ¡Tausert estará fuera de mi alcance!
—En su barco, no. —Amenmés estaba perplejo—. Podemos introducir en la tripulación a un hombre de confianza que asesine a la reina y huya tras haber cumplido su misión. Según la versión oficial, uno de los propios marinos de Tausert habrá cometido un crimen abominable.
—¡Magnífico, general! Está decidido, pues.
Al salir del despacho del rey, Méhy se topó con el oficial encargado de velar por Tausert.
—¿Qué está, haciendo aquí? —le preguntó.
—Ha ocurrido algo, general, un grave problema…
—¡Habla!
—La reina Tausert ha desaparecido.
—¿Te estás burlando de mí?
—Ha escapado de nuestra vigilancia, general, pero yo no podía suponer que ella se comportara así…
—Si no la encuentras inmediatamente, tu carrera habrá terminado.
—Según un primer testimonio, creo saber dónde se ha refugiado la reina Tausert: en la aldea de los artesanos del Lugar de Verdad.