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Estoy muy disgustado, Nefer —declaró Amenmés con animosidad—; ¿no habéis comprendido lo que esperaba de vos?

—Sí, majestad.

—Y, entonces, ¿por qué le habéis contado todo eso a la reina Tausert?

—Porque vos me habéis pedido que dijera la verdad, majestad.

Amenmés debería haber despedido a aquel insolente maestro de obras, pero no estaba seguro de poder encontrar a un hombre de su valía, lo bastante íntegro para ser absolutamente sincero incluso ante su rey.

—¿Iba en serio vuestra proposición?

—Naturalmente, majestad.

—Quiero una tumba modesta, tal como vos habéis dicho, y sin decoración alguna.

—En ese caso, así se hará.

—¿Qué emplazamiento prevéis?

—¿Tenéis un pedazo de papiro?

Nefer dibujó un plano esquemático del Valle.

—Aquí, majestad, no lejos de la tumba de Horemheb.

—Pero… ¡Está muy cerca de mi propia morada de eternidad!

—Por una parte, eso nos facilitará la tarea, evitándonos la dispersión de esfuerzos, y por otra, vos hubierais rechazado que la sepultura estuviera junto a la tumba de Seti II. ¿Acaso no sois el protector oficial de ese niño?

Los artesanos del equipo de la derecha, unos sentados y otros de pie, con los brazos cruzados, habían escuchado atentamente al maestro de obras.

—Excavar rápidamente una sepultura —repitió Karo el Huraño—, ¿qué significa eso?

—Renunciar a nuestros días de fiesta hasta que el trabajo esté terminado —le respondió Fened la Nariz.

—¿Es una broma de mal gusto?

Nefer permaneció en silencio.

—¿Es verdad, entonces? ¡Estamos muy cansados de tanto trabajar y ahora, encima, tendremos que sacar fuerzas para excavar una nueva tumba!

—El maestro de obras ha hablado de una simple sepultura —recordó Casa la Cuerda.

—¿Esto no puede acarrearnos problemas con Amenmés? —se preocupó Ipuy el Examinador.

—He conseguido convencer a Amenmés de que satisfaga el deseo de la reina, pero podría cambiar de opinión si tardamos demasiado —explicó Nefer—. Por ello necesito a dos canteros que lleven a cabo la tarea lo más rápidamente posible.

—Por suerte, yo no tendré que hacer nada —respondió Ched el Salvador burlonamente—. No es costumbre decorar ese tipo de sepulturas.

—Los canteros sólo piensan en sus jornadas de descanso, por lo que yo me ofrezco voluntario —declaró Paneb—. Gracias a mi pico de piedra, no necesitaré ninguna ayuda.

—¡Si somos dos iremos más rápido! —intervino Nakht el Poderoso—; yo soy un verdadero especialista.

A Nakht le preocupaba más su duelo con Paneb que sus descansos, y no quería perderse una oportunidad como aquélla para demostrarle su superioridad.

—Cuando nuestros compañeros regresen a la aldea, dormiremos en el collado y yo trabajaré con vosotros en el Valle —anunció el maestro de obras.

Serketa se divertía aplastando granos de uva entre sus dedos y dejando que el zumo corriera por el torso desnudo de Méhy, que estaba tumbado boca arriba, a la sombra de un quiosco sobre el que crecía la parra. El general tenía insomnio y cada vez soportaba menos el calor; una corta siesta tras el almuerzo le permitiría recuperar fuerzas, siempre que el sol no lo molestara demasiado.

—¿No sientes deseos de acariciarme, dulce amado mío?

El zumo azucarado de la uva se pegaba al vello del pecho del general, que despertó de mal humor.

—¡Ya basta, Serketa! Necesito al menos una hora de sueño.

—Conozco medios más agradables de relajarse —susurró la mujer, frotándose contra él—. Y me parece que ya estás bastante despierto…

Aunque no experimentaba sensación alguna, la esposa del general apreció una vez más la brutalidad de su marido que, un día u otro, tal vez acabaría satisfaciéndola.

Mientras volvía a peinarse, Serketa llamó a su sierva y le ordenó que escanciara vino blanco fresco.

—¿Por qué has detenido el entrenamiento intensivo de tus tropas? —le preguntó a su esposo.

—Porque Seti II no atacará.

—¿Estás seguro?

—Está muy abatido por la muerte de su hijo, y no quiere aparecer como el agresor.

—Así pues, ¿no escucha los consejos del canciller Bay?

—¡Por desgracia, no!

—La situación podría cambiar.

—No lo creo… Seti quiere evitar una guerra civil y Amenmés teme, a su vez, ser el instigador. Padre e hijo se miran como dos fieras sentadas que aguardan una señal de debilidad del adversario. Tal vez esa señal no se produzca nunca.

—Podríamos provocarla nosotros —propuso Serketa, pasando el dedo índice por el borde de su copa.

—¿En qué estás pensando?

—Mientras los artesanos del Lugar de Verdad excavan la tumba de su hijo, la reina Tausert reside en Tebas… Si le sucediera una desgracia y Amenmés fuera considerado responsable de su muerte, Seti se vería obligado a reaccionar e iniciar la ofensiva.

Méhy se incorporó y agarró a su mujer por los hombros.

—¡Te prohíbo que la toques, Serketa! Tausert se halla bajo arresto domiciliario en el palacio del Ramesseum, y soy el único responsable de dicho arresto. Si le sucede algo a Tausert, me acusarán a mí.

—Qué lástima… He perfeccionado mucho mis conocimientos en materia de venenos y me hubiera gustado tanto probarlos con una reina…

—No desesperes, pichoncito; sigue trabajando con nuestro amigo Daktair, pero sobre todo no te precipites.

—¿Es posible conseguir que Tausert sea transferida a la orilla este?

—Amenmés desconfiaría, además, ¿qué razón podríamos darle? Debe pensar qué hará con la reina, y espero que se equivoque de nuevo.

—Podrías influirle.

—Si insisto demasiado en la necesidad de eliminar a Tausert, el rey adoptará la solución contraria. Amenmés es un hombre extraño, unas veces se muestra firme, y otras, indeciso. Nunca habría pensado que la reina lograría sus fines, ¡pero ha conseguido hechizar a su peor enemigo!

—Por lo que dices, parece una mujer temible…

—Si nadie se cruza en su camino, Tausert acabará tomando el poder.

Serketa dio unos saltitos, emocionada, como si fuera una niña que acaba de hacer una travesura:

—Tú deseas que regrese a Pi-Ramsés, que se libre de su viejo marido y declare la guerra a Amenmés.

Mientras hablaba, Méhy se aplicaba una pomada de esencia de lis en el pelo, a modo de fijador.

—Si Tausert escucha los consejos del canciller Bay, mandará su ejército con la seguridad de que mis soldados no combatirán y de que se apoderarán de Amenmés, sin asestar un solo golpe.

Serketa se tendió a los pies de su marido.

—Miras a lo lejos, mi insaciable guepardo, y yo deseo devorar contigo el porvenir.

Cuando Paneb utilizaba el pico, Nakht quitaba los cascotes y luego invertían los papeles, mientras Nefer pulía un poco las paredes. Habían trabajado sin descanso, por lo que el sepulcro estaba casi listo. Paneb el Ardiente y Nakht el Poderoso habían abierto una sala de unos seis metros por nueve, con varios niveles, y mucho más grande que las sepulturas que se solían excavar para las personas que no pertenecían a la realeza.

—¿No se enfadará Amenmés? —preguntó Nakht.

—Probablemente no vendrá a los funerales, por lo que no se enterará —lo tranquilizó Nefer.

—En cualquier caso, he dado dos veces más golpes con el pico que tú —afirmó Paneb—; te falta energía, Nakht. Si sigues decayendo, tendrás que cambiar de oficio.

—Eso es mentira, ¡he trabajado al mismo ritmo que tú! El maestro de obras es testigo de ello.

—Lo que cuenta es el resultado —concluyó Nefer, que sacaba de la sepultura los últimos capazos llenos de tierra y trozos de calcáreo.

—Déjame a mí —exigió Paneb—; éste no es tu trabajo.

—¿Acaso no formamos un equipo? Espero que la reina Tausert esté satisfecha.

—¿Sigue encerrada en el Ramesseum? —preguntó Nakht.

—Según las informaciones que ha obtenido Kenhir, se ha ganado la simpatía de todo el personal del templo, e incluso la de los soldados encargados de vigilarla.

—Tausert está condenada —consideró Nakht—; tras haber manifestado su clemencia con ese niño, que ya no supone ninguna amenaza para él, Amenmés tendrá que castigar a su enemiga. Y la guerra caerá sobre nosotros con su cortejo de monstruosidades.

Paneb dejó su pico y se sentó junto a Nefer para contemplar la cima de los acantilados que rodeaban el Valle de los Reyes, aislándolo del mundo exterior.

—Tenemos mucha suerte de trabajar aquí, de sentir las pulsaciones de la roca y comprender su lenguaje —murmuró el maestro de obras—. Creemos que la transformamos, pero es ella la que nos dicta su ley. En esta gran pradera donde nada mortal crece, los dioses pronuncian palabras de piedra, palabras que tenemos el deber de dibujar, esculpir y pintar. Y es nuestro único modo de luchar contra la guerra y la locura de los hombres.