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La reina… la señora Tausert ha llegado, majestad —anunció el intendente de palacio.

—Hacedla pasar.

Amenmés había decidido recibir a su enemigo en la sala del trono del palacio de Karnak. Se había colocado la corona azul y se había sentado en el sitial de madera dorada que anteriormente había ocupado Merenptah.

Nadie asistiría a la entrevista.

En cuanto apareció Tausert, el rey perdió la seguridad en sí mismo. La reina llevaba una túnica roja que ponía de relieve el oro de sus joyas, y parecía más una diosa que una simple mortal. Amenmés tenía la garganta seca y no consiguió formular la retahíla de reproches que pensaba echarle en cara a aquella mujer, a la que tanto odiaba.

—¿No me ofreceréis un asiento, Amenmés?

Amenmés debería haberle ordenado que se inclinara ante el faraón, pero no se atrevió a reprenderla.

—No soy vuestro sirviente.

—Por muy poderoso que sea, un rey sabe cómo comportarse ante una reina.

Amenmés se levantó.

—Seguidme.

Amenmés condujo a Tausert hasta una pequeña estancia, donde el rey descansaba entre audiencias. Ambos interlocutores se sentaron, al mismo tiempo, en banquetas de piedra cubiertas de almohadones.

—¿Qué queréis, reina Tausert?

—¿No os ha transmitido mis palabras el general Méhy?

—¡No tienen ningún sentido!

—Sean cuales sean vuestras ambiciones, Amenmés, ¿seréis tan cruel como para pisotear el dolor de una madre y negarle ver realizados sus legítimos deseos?

—¡No tenéis ni idea de lo que son los sentimientos! No os desposasteis con mi padre por amor, sino para acceder al poder.

—Le he dado un hijo a Seti, un hijo al que esperaba asociar al trono y que la fatalidad nos ha arrebatado. Ese fallecimiento ha sumido a vuestro padre en la desesperación, y Seti ha formulado un deseo: que este niño, que debería haberse convertido en faraón, sea inhumado en el Valle de los Reyes junto a sus antepasados. He aquí el único motivo de mi viaje.

La dignidad de Tausert afectó a Amenmés. Creía que le reprocharía haberse proclamado faraón, negándose a reconocer la soberanía de Seti, y que la discusión se envenenaría muy pronto; pero la reina se expresaba serenamente y sin animosidad. Incluso le pareció percibir un rastro de sufrimiento en la mirada de aquella mujer de cautivadora belleza.

—No os creo, Tausert… ¿No habréis venido a Tebas para pedirme que renuncie al trono y reconozca a mi padre como único faraón?

Tausert sonrió:

—¿Aceptaríais acaso?

—¡Nunca!

—Entonces, sería inútil pedíroslo. Habéis ido demasiado lejos, Amenmés, y ya no hay vuelta atrás. Pero debéis saber que Seti no desea causar una guerra civil que provoque la muerte de numerosos soldados egipcios, siembre la desgracia en nuestro país y lo debilite hasta el punto de convertirlo en una presa fácil para los invasores.

Amenmés llevaba una clara ventaja sobre Tausert: el plan del general Méhy. Pero de pronto tuvo la visión de miles de cadáveres cuya sangre enrojecería las aguas del Nilo, y esa imagen lo asustó. Reinar no era sembrar la muerte.

—Parecéis turbado, Amenmés.

—Tausert, ¿cuándo me confesaréis la verdadera razón de vuestro viaje?

—Ya os lo he dicho todo.

—¿Cómo puedo creeros si siempre actuáis con doble intención?

—Vuestro padre y yo nos amamos, y amábamos a nuestro hijo. Su fallecimiento ha trastornado nuestras vidas, y me sentiría feliz si pudiera realizar el deseo de mi marido. Os lo repito, ésta es la única razón de mi viaje y espero que la comprendáis.

—¿Fuisteis vos, verdad, la que impedisteis a mi padre asociarme al trono eligiéndome como corregente?

—Sí, fui yo.

—¿Por qué me detestáis?

—Creo que sois incapaz de gobernar, Amenmés.

—¡Os equivocáis y voy a demostrároslo! Hoy debería haceros juzgar por crimen de lesa majestad.

—Haced lo que queráis, pero acceded primero a la petición de vuestro padre.

Amenmés dudaba. Tausert parecía sincera, como si sólo le importase la suerte de su hijo difunto.

¿Qué trampa le estaba tendiendo aquella reina aparentemente indefensa?

—Mostrar clemencia con un niño muerto no perjudicará vuestra autoridad —añadió Tausert.

—Ya he dado prueba de mi magnanimidad al no hacer que destruyeran la tumba de Sed.

—¿Acaso un hijo habría podido saquear la morada de eternidad de su padre y mancillar así la gran pradera donde viven las almas de los faraones?

Amenmés, herido en lo más profundo, bajó la mirada. ¡La mujer que tanto odiaba estaba prisionera en su palacio, y encima se atrevía a desafiarlo!

—Vuestro hijo no era un rey. Su momia no puede descansar en el Valle —replicó.

—¿No fueron admitidas allí, excepcionalmente, algunas personalidades no reales? Consultad con el maestro de obras del Lugar de Verdad, él os lo confirmará.

—¿Deseáis que os acompañe a palacio? —preguntó el jefe Sobek a Nefer el Silencioso.

—No será necesario.

—Sería más prudente, de todos modos… Aunque quienes os solicitan sólo sean civiles, no veo la razón concreta por la que os ha convocado Amenmés.

—¿Qué puedo temer, Sobek?

El nubio deploró la falta de prudencia del maestro de obras, que partió con cinco escribas reales y sus ayudantes, que habían llegado, en delegación, hasta el primer fortín del Lugar de Verdad para solicitar la intervención de Nefer. Le indicaron que el faraón Amenmés había insistido en la urgencia de su misión. Los aurigas de los carros forzaron, pues, sus caballos hasta el embarcadero, donde tomaron un barco y cruzaron rápidamente el Nilo.

En la puerta principal de palacio, un intendente se encargó de Nefer y lo condujo hasta la sala donde se hallaban Amenmés y una mujer de extraordinaria prestancia, cuya mirada se posó con curiosidad en el maestro de obras.

—¡Aquí estáis, por fin! —exclamó Amenmés.

—He venido lo más rápidamente que he podido, majestad.

—Explicadle a la reina Tausert que es imposible inhumar a su hijo en el Valle de los Reyes, porque no ha sido coronado.

Era evidente que con esta demanda el rey le estaba dictando la respuesta, pero lo que Amenmés deseaba no se correspondía con la realidad, y el maestro de obras no podía ni quería mentir.

—De hecho, majestad, existen excepciones.

Amenmés se ruborizó:

—¿Cuáles?

—Por ejemplo, la inmensa morada de eternidad, con sus innumerables capillas, que Ramsés hizo excavar para sus fieles que llevaban el título de «hijo real».

—¡Es una excepción digna de Ramsés el Grande! ¡Y esos hijos habían sido asociados al trono, al menos simbólicamente! El caso que nos ocupa es distinto. Así pues, asunto resuelto.

—No estoy de acuerdo, majestad, pues debe mencionarse el caso de notables personalidades a las que vuestros predecesores concedieron un honor inigualable al acogerlos en el Valle. Pienso en la nodriza de la reina Hatsepsut, en el visir de Amenhotep II, en el porta abanicos de Tutmosis III o también en los padres de la reina Tiyi, la gran esposa real de Amenhotep III. Por no mencionar las sepulturas concedidas a otros fieles compañeros, perros, gatos, monos e ibis…

La reina supo vencer con discreción; se limitó a dirigir una intensa mirada a Amenmés, a quien el maestro de obras acababa de comunicar que era libre de recibir en el Valle a un ser al que deseara honrar de un modo excepcional.

Pero aquel ser era el niño destinado a suplantarlo, el niño al que odiaba tanto como a Tausert, y Amenmés se reservaba aún un argumento decisivo que dejaría mudo al maestro de obras.

—El Lugar de Verdad trabaja en la excavación de mi propia morada de eternidad y no tiene tiempo ni hombres para emprender la construcción y la decoración de un monumento comparable —recordó el rey—. Así pues, es imposible satisfacer el requerimiento de la reina Tausert.

—No os equivoquéis, majestad —rectificó Nefer—: las tumbas de las personalidades no reales son simples sepulcros sin decoración alguna. Las esculturas, las pinturas y los textos se reservan a los faraones. Si lo deseáis, pediré a los canteros que excaven un pozo y una sola estancia para depositar el sarcófago.

—¡Pero faltará el mobiliario fúnebre! —replicó Amenmés.

—He traído todo lo necesario —precisó la reina.

A fin de cuentas, Amenmés no podía ceder a las exigencias de su prisionera, y el insoportable maestro de obras, en vez de ayudarlo, se ponía de parte de Tausert.

La reina se levantó y habló, con una solemnidad que hizo estremecer a Amenmés:

—En nombre de vuestro padre y del mío, os agradezco vuestra generosidad. Gracias a vos, vuestro hermanastro tendrá una eternidad feliz.