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Nada nuevo? —preguntó el general Méhy, irritado, a su ayudante de campo.

—Aún no ha llegado ningún mensaje hoy, general.

Méhy volvió a dirigir el entrenamiento de los arqueros. Estaban equipados con flechas nuevas, por lo que eliminarían al adversario en un tiempo récord. Gracias al trabajo intensivo que habían realizado las tropas, Méhy disponía ahora de un temible ejército que obedecería sus órdenes al instante.

El general podía estar orgulloso de sí mismo. Largos años de oscura labor le habían servido para elaborar una fuerza de intervención inigualable, que le abriría el camino del poder supremo siempre que la utilizara adecuadamente. En la vieja tierra de los faraones, una dictadura militar no tenía posibilidad alguna de perdurar. Era contraria a la ley de Maat, por lo que no podría obtener nunca la aprobación de los escribas ni la de los sacerdotes, ni menos aún la del pueblo. Méhy debía provocar una lucha a muerte entre Seti II y su hijo Amenmés, después de la cual el general se erigiría como el gran salvador del pueblo egipcio.

Cuando estaba regulando las riendas de su carro de combate, un pensamiento divertido cruzó por la cabeza del general Méhy: ¿no debía su ascenso, en parte al menos, al Lugar de Verdad? El odio que alimentaba contra la cofradía, desde que el tribunal de admisión había rechazado su candidatura, lo había llevado a buscar medios para destruirla y, por tanto, para ser cada vez más fuerte y más influyente.

Arrasar la aldea tras haberse apoderado de sus tesoros le procuraría un inmenso placer.

Pero ¿por qué tardaba tanto en llegar el mensaje cifrado del canciller Bay? Méhy estaba seguro de que lo había convencido de sus buenas intenciones, y era evidente que el canciller creía en el éxito de su plan. Él mismo parecía estar impaciente por ponerlo en marcha y reconquistar el Sur.

Tal vez Seti vacilaba aún, pero la estrategia de Bay era tan elaborada que el rey acabaría dándole la razón, seguro de una victoria fácil y sin víctimas.

El ayudante de campo se presentó ante él, muy excitado:

—¡General, han avistado un barco sospechoso procedente del Norte!

—Querrás decir una flotilla.

—Según los vigías, sólo hay un barco.

Méhy, intrigado, no quiso correr ningún riesgo.

—Que lo intercepten y lo hagan atracar en el embarcadero principal de la orilla oeste. Si los soldados que lo ocupan se niegan a rendirse, que acaben con ellos y me reserven uno o dos prisioneros para interrogarlos.

La aldea entera estaba prácticamente sumida en una nube de olores donde dominaban aromas de incienso fresco. Era el día de la fumigación de las moradas y los locales comunitarios, y todas las amas de casa habían arrojado granos de gomas olorosas en unas cazoletas que contenían brasas; de este modo acabarían con los insectos y los gérmenes. Para los niños, el día de la fumigación suponía una enorme diversión, y corrían de aquí para allá, entre risas y gritos.

El traidor se acercó al local de reunión del equipo de la derecha. Tras pensarlo mucho, había llegado a la conclusión de que la Piedra de Luz forzosamente se hallaba oculta en el interior de la aldea, probablemente bajo el naos. Intentaría penetrar en él para comprobarlo.

Por desgracia para él, el maestro de obras ya había designado a Karo el Huraño para llevar a cabo lo que el tallador de piedras, de brazos cortos y poderosos, consideraba una penosa tarea. En la próxima gran fumigación, el traidor intentaría sustituirlo, aunque sin presentarse voluntario, para no llamar la atención.

Una mano se posó en su hombro, y al traidor se le heló la sangre.

—¿También tú has huido de tu casa? —le dijo Paneb.

—Pues sí… No me gustan demasiado esos olores tan fuertes.

—¡A mí tampoco! Uabet aumenta la dosis para exterminar, incluso, los gérmenes, por lo que el aire se hace francamente irrespirable.

Cuando el coloso se alejó, el traidor estaba empapado en sudor. Las piernas le temblaban y, completamente aturdido, se dirigió hacia su casa.

Varias amas de casa estaban discutiendo con su esposa.

—El jefe Sobek quiere ver a Kenhir. Deberíamos ir a la gran puerta.

La nube de olores se disipaba, la aldea había sido purificada, pero nadie pensaba en el banquete que debía seguir a la fumigación, pues se estaban reuniendo para oír las declaraciones del escriba de la Tumba, que acababa de regresar:

—La flota del Norte ataca Tebas —reveló Kenhir.

—¡La guerra! —exclamó la esposa de Pai, aterrorizada—. ¡Es la guerra!

—Que nadie salga de la aldea —ordenó el maestro de obras—; Sobek nos mantendrá informados de los acontecimientos.

El barco enemigo atracó lentamente en el embarcadero principal de la orilla oeste, ante la mirada de trescientos arqueros dispuestos a disparar en cuanto el general Méhy lo ordenara. Pero éste, como sus soldados, observaba con asombro la extraña embarcación.

No era un navío de guerra, sino una gran barca funeraria, cuyo centro estaba ocupado por una capilla enmarcada por dos estatuas que representaban a Isis y a Neftis, arrodilladas, con las manos tendidas hacia el catafalco para protegerlo, magnetizándolo.

Los veinte remeros no iban armados, el capitán tampoco.

Y todos contuvieron el aliento cuando Tausert, que llevaba una larga túnica blanca de luto y la corona roja del Norte, recorrió la pasarela.

Méhy se inclinó ante la soberana.

—¿Sois el general Méhy?

—Sí, majestad.

—Esta barca funeraria transporta la momia de mi hijo, pues el faraón y yo misma deseamos verla inhumada en el Valle de los Reyes.

Méhy no creía lo que estaba oyendo:

—¿No… no os acompañan barcos de escolta?

—He venido sola, general, y esos marineros no son soldados.

—Majestad, cómo decirlo…

—¿No sois el administrador principal de la orilla oeste de Tebas?

—Así es, majestad, pero…

—Pero casi estamos en guerra y debéis obedecer las órdenes del príncipe Amenmés.

—El príncipe se ha convertido en faraón y…

—Sólo hay un faraón, general, y yo actúo en su nombre.

Méhy nunca hubiera podido imaginar aquello, pero tal vez podría sacar partido de la insensata gestión de la reina.

—Comprenderéis, majestad, que me vea obligado a consultar con el rey Amenmés. ¿Puedo pediros que me sigáis hasta el palacio del Ramesseum, donde podréis alojaros?

—Podríais haber elegido peor, general.

—No es la guerra —declaró el escriba de la Tumba a los aldeanos.

—¿No era una flotilla procedente del Norte? —preguntó Ipuy el Examinador.

—No, una gran barca funeraria que transportaba a la reina Tausert y la momia de su hijo.

—¡La reina Tausert! —se extrañó Nakht el Poderoso—; ¿acaso se ha vuelto loca?

—Según los rumores, quiere que su hijo reciba sepultura en el Valle de los Reyes.

—Amenmés nunca estará de acuerdo con eso —estimó Didia el Generoso—; tomará prisionera a Tausert, y Seti ordenará que sus tropas ataquen Tebas.

—No se atreverá por miedo a que Amenmés ejecute a la reina —objetó Karo el Huraño.

—En cualquier caso, eso no nos concierne —concluyó Renupe el Jovial.

—Estás muy seguro de ello —replicó Paneb—. ¿Quién va a excavar esa tumba, si no nuestra cofradía?

—Es cierto que el rey Amenmés tiene otros proyectos, pero el destino le brinda una oportunidad inestimable.

—Dejad de hablar de la reina como si estuviera loca —recomendó Ched el Salvador—. Sabe perfectamente lo que está haciendo. Al entregarse así al adversario de Seti, impedirá que se produzca un enfrentamiento violento entre el padre y el hijo.

—De todos modos, corre un grave peligro.

—Las reinas de Egipto suelen dar pruebas de extraordinario valor; aunque esa actuación está condenada al fracaso, no carece de grandeza. Una grandeza que demuestra que Egipto todavía sigue vivo.

El maestro de obras permanecía en silencio.

—Tausert se ha burlado de vos, general —dijo Amenmés, furioso.

—No, majestad; en la capilla estaba el sarcófago de su hijo.

—¡Es sólo una provocación!

—Sin duda alguna, pero ¿con qué intención?

—Hacedla hablar, general.

—Majestad… ¡Tausert es la reina!

—Divagáis, Méhy: hay una sola reina en Egipto, ¡y es mi esposa!

—Perdonadme, majestad, pero no puedo tratar a Tausert como una vulgar prisionera.

Harto, Amenmés dio un puñetazo en una columna.

—Detesto a esa mujer… Ocupó el lugar de mi madre y pervirtió el corazón de mi padre.

—Supongo que ella es consciente de vuestros sentimientos.

—¡Sin duda alguna!

—Entonces, majestad, su presencia en Tebas es mucho más sorprendente.

—¿Os ha dado algún mensaje de parte de Seti?

—No, majestad.

—¿Sólo ha hablado de los funerales de su hijo?

—En efecto.

—Es una trampa, general, ¡sólo puede ser una trampa!

—Yo he llegado a la misma conclusión que vos, majestad, pero no acabo de entenderlo.

—Tausert es una mujer ambiciosa y calculadora, capaz de utilizar la muerte de su hijo para matarme. Sobre todo, no os dejéis impresionar ni os compadezcáis de ella. Esa mujer sabe actuar muy bien, e intentará seduciros. ¿No han advertido vuestros centinelas la llegada de una flotilla de guerra aprovechando que nuestra vigilancia ha disminuido?

—Todo está en orden, majestad.

—¿Cuántas veces la habéis interrogado ya?

—Tres veces, y Tausert me ha dado las mismas respuestas, con la misma tranquilidad y formulando las mismas peticiones.

—¿Qué estará tramando esa bruja? La mejor solución sería hacer que un tribunal la condenara a muerte.

—Vuestro padre se enfurecería muchísimo —deploró el general, que deseaba fervientemente que eso sucediera.

Amenmés apoyó la espalda en la columna que antes había golpeado y levantó la vista al techo, adornado con pámpanos.

—Traedme a la reina Tausert, general.