Gracias a las clases particulares que le daba Gau el Preciso, Aperti, el hijo de Paneb, había mejorado algo en matemáticas, pero seguía siendo el último en la escuela, por lo que Kenhir y su ayudante Imuni pensaban en expulsarlo.
Por su avanzada edad, Kenhir ya sólo enseñaba literatura. Los mejores alumnos estudiaban las sutilezas del sabio Ptah-hotep o los discursos del habitante del oasis sobre el necesario respeto a Maat y la lucha contra la injusticia. El arisco Imuni lo sustituía en la enseñanza de la lectura, la escritura, el cálculo y las demás materias básicas. Los niños y las niñas estudiaban juntos; unos permanecerían en la cofradía, y otros aprovecharían sus conocimientos para hacer carrera en el exterior.
—Tu hijo alborota a los demás alumnos —le dijo Imuni a Paneb—; habla mucho, distrae a sus compañeros y me responde de un modo insolente.
—¿Por qué no lo castigas severamente?
—Lo he amenazado… Pero se ríe en mis narices.
—Tienes miedo de él, ¿no es eso?
—No, claro que no… Pero, para su edad, es alto y fuerte, y yo…
—Escucha, Imuni: tú y yo no nos caemos demasiado bien, pero mi hijo debe respetar a su profesor y trabajar correctamente. Yo mismo me encargaré de devolverlo al buen camino. Quiero que me avises en cuanto cometa la menor travesura, de lo contrario, te consideraré responsable de ello. ¿Ha quedado claro?
—Absolutamente —respondió Imuni, con un hilo de voz.
Unos diez muchachos jugaban a recorrer una espiral trazada en el suelo y jalonada de casillas; unas casillas permitían seguir avanzando, y otras penalizaban y obligaban a volver hacia atrás.
—¡Has hecho trampa, Aperti! —exclamó el hijo de Ipuy el Examinador, un muchacho estudioso y reservado.
—¡Tú sólo piensas en hacerle la pelota al profesor!
—Has hecho trampa; no puedes seguir jugando.
Los demás estuvieron de acuerdo.
—Sois unos chivatos de mierda… Iba a ganar otra vez, y eso os molesta.
—Sí, cuando haces trampas.
Aperti fingió alejarse y, de pronto, volvió sobre sus pasos y golpeó la espalda del hijo de Ipuy con una ramita de sauce.
—¡Te acordarás de esto, soplón!
Puesto que superaba a su adversario en más de una cabeza y pesaba veinte kilos más que él, Aperti lo derribó, y se disponía ya a lacerarle la espalda cuando una formidable patada en las posaderas hizo que saliera volando y se diera de cabeza contra la fachada de una casa.
Furioso, el chiquillo se volvió para castigar a su agresor.
—¿Piensas pegarle a tu padre? —le preguntó Paneb tranquilamente.
Aperti no podía retroceder más, por lo que no pudo esquivar un par de bofetones que le propinó su padre.
—Yo fui revoltoso, pero siempre tuve deseos de aprender y nunca hice trampas —reconoció Paneb—. O cambias de actitud o te expulsaré inmediatamente de la aldea. Trabajarás en los campos con los auxiliares y por fin harás algo útil.
—¡No, por favor!
—Entonces dame alguna razón para que no lo haga. Vivir en el Lugar de Verdad es una suerte incomparable; aquí recibirás una enseñanza superior a la de la mayoría de las escuelas y templos. Si eres demasiado estúpido para comprenderlo, busca fortuna en otra parte.
—No me gusta Imuni, prefiero a Gau… Es feo y severo, pero entiendo lo que me explica.
—Me importan un bledo tus preferencias, muchacho; lo esencial es obedecer y aprender.
—El rey Amenmés ha tenido suerte —consideró Nakht el Poderoso—; vivirá eternamente en la zona más hermosa del Valle.
—Yo prefiero el emplazamiento de la tumba de Seti II —dijo Karo el Huraño, bajando su pico.
—A Seti no le han sentado bien los rincones aislados —advirtió Fened la Nariz que, por fin, comenzaba a ganar peso tras el largo período de depresión que había seguido a su divorcio.
—¿Y crees que le sentarán bien a Amenmés? No se decide a atacar; en vez de eso está esperando a que lo haga su adversario. No es un comportamiento propio de un jefe.
—¿Acaso te crees competente en materia militar? —ironizó Casa la Cuerda.
—No excavaremos mucho en esta roca, os lo digo yo; esta tumba no llegará muy lejos.
—Al ritmo que nos marca el maestro de obras, me extrañaría.
Paneb dejó de trabajar y se dirigió a Casa:
—¿Quieres formular alguna queja, Casa?
—No veo por qué Nefer nos pide que trabajemos sin descanso. El mes pasado nos quitaron dos días de vacaciones.
—Se trataba sólo de fiestas facultativas —recordó Paneb—; si hay un exceso de trabajo, el maestro de obras tiene derecho a utilizarlos.
—¡Exceso, ésa es la palabra!
—Pero es comprensible —afirmó Karo, frotándose los bíceps—; el maestro de obras está convencido de que el reinado de Amenmés será breve y quiere construirle una verdadera morada de eternidad.
Nakht bebió un trago de agua fresca e hizo circular el odre.
—Esperemos que se equivoque… Si Seti entra vencedor en Tebas, no duraremos mucho.
—Te equivocas —objetó Fened—; ¿acaso olvidas que acaba de defender y salvar a la cofradía?
—No le reprocho nada, pero ¿podrá enfrentarse con el ejército de un faraón ávido de revancha?
—En primer lugar, eso todavía no ha ocurrido —precisó Paneb—; y, después, el descanso ha terminado. ¡A trabajar!
Todo Pi-Ramsés estaba de luto. En palacio, los cortesanos y los criados no se afeitaban; las mujeres ya no llevaban pelucas y se dejaban el cabello suelto.
La momificación del bebé había comenzado.
El canciller Bay ya no salía de su despacho, donde reconfortaba, uno a uno, a los grandes dignatarios, preocupados por saber si el reino era gobernado aún; a pesar de sus esfuerzos, no había conseguido convencerlos y un clima deletéreo se había apoderado de la capital.
Mientras el canciller se empecinaba en luchar contra la melancolía dando pruebas, con su trabajo y el de sus ayudantes, de que el Estado no se disgregaba, se produjo un hecho sorprendente: la reina Tausert convocó a la corte. La desesperación dio paso, enseguida, a la curiosidad, y todos se apiñaron para penetrar en la gran sala de audiencias inaugurada por Ramsés el Grande.
La reina se sentó en el trono del faraón. Llevaba una gran túnica de color verde claro, e iba tocada con una diadema de oro; en el cuello lucía un collar de turquesas, y en las muñecas, finos brazaletes de oro. En ausencia de Sed, la gran esposa real debía gobernar el país.
Los cortesanos más cercanos a la soberana buscaron, en vano, huellas de cansancio en su rostro. Tausert hacía su primera aparición en solitario en la cumbre del Estado, y muchos esperaban que diera un paso en falso.
—El rey está enfermo —declaró—; la muerte de su hijo le ha afectado profundamente y los médicos piensan que necesitará un largo reposo y cuidados intensivos antes de poder gobernar de nuevo el país. Me corresponde asegurar la interinidad; podéis contar con mi firmeza y la del canciller Bay, que administra los asuntos del Estado con una competencia que todos aprecian.
—¿Cuándo atacará Tebas nuestro ejército? —preguntó un cortesano con agresividad.
—El faraón ha decidido que nosotros no atacaremos, pero tomaremos las medidas necesarias para mantener la seguridad en las regiones que controlamos. Sobra decir que si el príncipe Amenmés nos ataca, le responderemos enérgicamente.
—¿Significa eso que le cedemos Tebas y el Sur?
—Significa que no seremos los primeros en derramar la sangre de miles de egipcios y que el faraón, de momento, prefiere no dar el primer paso para evitar una carnicería. Pero somos conscientes de que, para sobrevivir, las Dos Tierras deben estar unidas; así pues, tomaremos otros caminos para lograrlo.
—¿Cuáles, majestad?
—Un mediocre cortesano con la lengua demasiado larga como tú no debe conocer secretos de Estado de esa importancia —precisó la reina tranquilamente—. Limítate a obedecer y a servir a tu país, si eres capaz de hacerlo.
Acto seguido, Tausert se levantó, indicando así que la gran audiencia había terminado.
El canciller Bay, que se sentía absolutamente deslumbrado y reconfortado, advirtió enseguida que la corte estaba subyugada.
—Permitidme que os felicite por vuestra intervención, majestad —le dijo a la reina—. Estoy convencido de que acallará las malas lenguas y que tranquilizará a los que estaban más inquietos. Pero ¿es realmente imposible convencer al rey de que ataque Tebas siguiendo mi plan?
—Seti había puesto todas sus esperanzas en nuestro hijo, Bay —respondió Tausert—; su muerte prácticamente le ha arrebatado las ganas de vivir, y teme verse sometido a la influencia de Set. Por ello intenta evitar un conflicto con Amenmés y no quiere, en modo alguno, empezar la guerra.
—¡Sabéis muy bien, majestad, que el enfrentamiento es inevitable!
—Hay algo más, canciller. —La gravedad de la reina preocupó a Bay—. Seti exige que su hijo, que debería haberlo sucedido, sea inhumado en una morada de eternidad del Valle de los Reyes.
—Pero la región tebaica está bajo el control de Amenmés.
—El rey no se siente con fuerzas para realizar dicha tarea, por lo que deberé hacerlo yo.
—Es una locura, majestad, no lo hagáis, os lo suplico. El príncipe Amenmés os detesta, rechazará vuestra petición y os tomará como rehén. Sería un suicidio; el país os necesita demasiado.
—Haz que preparen un barco, canciller; partiré mañana por la mañana.
—¿Un solo barco? Pero si necesitáis una escolta numerosa, militares expertos y…
—Un solo barco, con una capilla funeraria para mi hijo difunto, y ni un solo soldado.