El faraón Amenmés leyó la misiva que Méhy le había llevado.
—¿No os parece insensato, majestad?
—«En nombre de Seti II, el canciller Bay os convoca en Pi-Ramsés para escuchar, de vuestra boca, un informe sobre el estado de las tropas tebaicas…» ¿Qué tiene de sorprendente, general? Ni mi padre ni yo mismo hemos declarado, aún, oficialmente, la guerra. Él pretende ignorar mi coronación, yo no lo he reconocido como faraón, pero el país está en paz y cada cual permanecemos en nuestro respectivo territorio. En cuanto a vos, mi querido Méhy, ¿no fuisteis ascendido con la aprobación de Seti?
—Es cierto, majestad, pero la situación…
—El canciller Bay quiere saber de qué lado combatiréis.
—¡Eso es evidente!
—¿Quién sabe, general? Tal vez vuestra obediencia sea sólo aparente. Fingís serme fiel, pero estáis convencido de que mi padre saldrá vencedor en esta lucha.
Méhy estaba pálido.
—En la lucha por el poder, la traición es una arma como las demás, ¿no es cierto? —insistió Amenmés.
—No para un general de vuestro ejército, majestad.
Amenmés esbozó una extraña sonrisa:
—No tengo nada contra vos, Méhy, pero creo que conviene aprovechar la situación.
—No veo cómo.
—Acudiréis a Pi-Ramsés, os entrevistaréis con el canciller Bay y, tal vez, con mi padre; responderéis a sus preguntas haciéndole creer que soy un fantoche que tiraniza a la población y sólo piensa en enriquecerse saqueando las ricas ciudades del Sur. Le diréis que mi ejército está dispuesto a rebelarse contra mí y que bastaría una ofensiva de Seti para que yo fuera derribado.
—¡Nadie va a creerme!
—Mostraos persuasivo, general. Si tenéis éxito en esta misión, ganaremos la guerra.
—Suponiendo que logre convencer a mis interlocutores, ¿dejarán luego que me marche?
—Creo que sí, pues os convertiréis en su corresponsal principal en Tebas, en su informador y, también, en aquel a quien informen. ¿Podéis imaginar la ventaja de la que dispondremos? La aventura es bastante peligrosa para vos, lo admito, pero vale la pena intentarlo. Partid inmediatamente, general.
Llevando un delantal de oro, Nefer el Silencioso dio un mazazo en el cincel de oro, que se hundió en la roca que Paneb atacó, de inmediato, con el gran pico en el que el fuego del cielo había trazado el hocico y las dos orejas de Set. Nakht el Poderoso no tardó en imitarlo, animado siempre por el deseo de golpear más y más fuerte que el coloso. Los demás canteros adoptaron un ritmo más lento, cuando Fened la Nariz hubo comprobado la buena calidad del calcáreo.
—¿Qué plano seguiremos? —preguntó Ched el Salvador.
—El que propuse al rey: una sucesión de cuatro corredores seguidos por las estancias simbólicas habituales.
—Su morada de eternidad no será, pues, muy distinta a la de su padre.
—En efecto, Amenmés no desea alejarse de la tradición.
—¿Tiene exigencias particulares en lo referente a la decoración?
—Desea que se represente a su madre haciendo ofrendas a las divinidades; por lo demás, nos otorga libertad absoluta.
—Sorprendente… No esperaba tanto clasicismo. Este rey parece tener deseos de reinar y, si se da cuenta de la importancia de este Valle, tal vez lo consiga. Elegiré, pues, los textos y las representaciones con mi equipo.
Nefer el Silencioso pidió a los escultores que prepararan estatuas reales y representaran a Amenmés, en altorrelieve, en los muros de su tumba. Didia el carpintero y Thuty el orfebre se encargaban ya del mobiliario fúnebre, desde las estatuillas de «respondedores» hasta las capillas de madera dorada. Sin duda se verían obligados a requerir la ayuda de sus colegas del equipo de la izquierda que, sin embargo, ya estaban sobrecargados de trabajo. Desde que el nuevo faraón había confirmado las misiones del Lugar de Verdad, los nobles habían reanudado sus encargos, que habían sido interrumpidos para no disgustar al nuevo poder.
El ruido de los picos y los cinceles, la sucesión de los esbozos, el estudio de los modelos, el amor por la materia que debía transformarse en belleza… El entusiasmo había vuelto a la cofradía, tras un sombrío período durante el que los artesanos habían creído perderlo todo. Emprender la creación de una morada de eternidad hacía que los aldeanos se compenetraran más aún.
Pero, para el traidor, dicha compenetración era más bien una tortura… Pese a sus discretos esfuerzos, no había conseguido crear serias discordias en la aldea, donde nadie discutía la autoridad del maestro de obras. Y todos sus intentos para descubrir el escondite de la Piedra de Luz habían fracasado.
Sin embargo, no se desanimaba. En aquel período angustiante que preludiaba la inevitable guerra civil, tal vez gozaría de oportunidades para registrar los locales de difícil acceso. Y cuando el conflicto estallara, los disturbios no respetarían el Lugar de Verdad. Tenía que saber aprovecharlo.
De Hermópolis a Pi-Ramsés, Méhy y su escolta habían sido colocados bajo vigilancia, pero con las consideraciones debidas al general, que había utilizado la carta oficial del canciller Bay como salvoconducto para franquear los puestos militares que vigilaban la circulación de los barcos por el Nilo.
Méhy, corroído por la inquietud, había visto cómo le aparecían un centenar de granitos rojos y dolorosos en el muslo izquierdo, por lo que debía aplicarse varias veces al día una pomada que calmaba un poco los picores.
No podía desobedecer a Amenmés, que lo enviaría directamente a las fauces del chacal… a menos que Seti II, en posesión de los mensajes cifrados del general que le aseguraba su fidelidad, no le pidiese que luchara a su lado contra su hijo. Pero el rey nunca concedería una posición destacada a un tránsfuga.
Ver de nuevo Pi-Ramsés, la magnífica capital citada por Ramsés el Grande, no le produjo ninguna satisfacción a Méhy. No apreció el encanto de los canales ni el de los jardines y los vergeles, y se sintió indefenso cuando le privaron de su escolta para rogarle que accediera, solo, al palacio. Una vez allí, esperó en una antecámara antes de que un escriba anciano lo condujera hasta el vasto despacho del canciller Bay, presidido por una estatua de granito de Seti II.
—Gracias por haber aceptado mi invitación, general; espero que vuestro viaje haya ido bien.
—Los controles han sido numerosos, pero el barco era confortable.
—Sentaos, os lo ruego… Egipto atraviesa un período delicado y creo que todos los responsables deberían conjugar sus esfuerzos para evitar lo peor. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
—Claro, pero yo soy sólo un militar que debe obedecer las órdenes. Y actualmente…
—¡No os subestiméis, general! El rey Seti y yo mismo sabemos que habéis reorganizado, de un modo notable, las tropas tebaicas y nos hacemos muchas preguntas acerca de la calidad de su equipamiento.
—Espero que hayáis recibido mis mensajes cifrados.
—Tranquilizaos, los hemos recibido y apreciamos vuestra fidelidad al rey legítimo, que sabrá recompensar vuestros méritos. ¿Os dejó partir Amenmés sin dificultades?
—Le mostré la carta y no se opuso a mi viaje, porque considera que Egipto sigue estando en paz.
—Es una visión optimista de la realidad, general; pero no me habéis respondido aún con respecto al equipamiento de las tropas tebaicas.
—Como no había previsto el drama que desgarra nuestro país, hice todo lo que pude para dotarlas de armas sólidas y carros en buen estado.
El canciller tomaba notas.
—¿Ha recurrido Amenmés a las guarniciones de Nubia?
—Todavía no.
—¿Cuándo piensa lanzar la ofensiva?
—Tiene dudas.
—¿Qué tipo de dudas?
—Amenmés no está seguro de vencer y teme convertirse en el agresor condenado por el pueblo.
—¿Realmente piensa reinar sobre todo Egipto?
—A mi entender, pronto se percatará de que eso es imposible, y su posición se debilitará por ello. Sin embargo, ha ordenado al maestro de obras del Lugar de Verdad que excave su morada de eternidad en el Valle de los Reyes.
—¿Qué ha pasado con la tumba de Seti?
—Los trabajos han sido interrumpidos y Nefer el Silencioso ha sellado la puerta.
—Yo estaba convencido de que Amenmés haría destruir el monumento reservado a su padre… Me sorprende una actitud tan moderada por su parte. ¿No será signo de debilidad?
—Amenmés sólo reina en Tebas, gracias a la aprobación del sumo sacerdote de Karnak, que aprecia la devoción del rey por el dios Amón. Pero esta alianza es frágil y una rigurosa intervención de Seti le pondría fin.
—Dicho de otro modo, aconsejáis al faraón que lance una gran ofensiva contra su hijo.
—¿Existe otra solución si desea restaurar la unidad del país? Es trágica, lo sé, y muchos soldados perderán la vida, pero es inevitable.
—Podría evitarse, general.
—¿De qué modo?
—Cuando atacáramos, vuestras tropas podrían desertar y dejar que las nuestras avanzaran hasta el centro de Tebas, para detener al rebelde.
Frente a su temible interlocutor, Méhy no debía pronunciar ni una sola palabra de más. Y la solución que Bay le proponía era la peor, puesto que evitaba un conflicto.
—¿Dudáis, general? —insistió Bay.
—En absoluto… Os felicito, me parece una buena idea, pero creo que esa estrategia tiene un punto débil: la absoluta obediencia de mis hombres.
—¿Dudáis de ella?
—Algunos oficiales superiores creen que Amenmés tiene futuro como faraón.
—Tal vez consigáis hacerles comprender que se equivocan.
—Lo procuraré, pero tendré que ser muy hábil.
—Tengo una idea mejor: podéis prometerles que Seti no se comportará como un ingrato y que su fidelidad al faraón legítimo será recompensada.
—Si les digo eso, no me costará en absoluto convencerlos. Queda un punto que creo que es fundamental, canciller: ¿cuándo vais a lanzar la ofensiva?
—En cuanto su majestad piense que es necesario hacerlo. Recibiréis un mensaje cifrado que os proporcionará todos los detalles de la operación.