El maestro de obras y el escriba de la Tumba fueron introducidos en la sala de audiencias del palacio situado cerca del inmenso templo de Karnak, donde Amenmés había celebrado los ritos del alba. El lugar era bastante alegre, ya que los muros y las columnas estaban decorados con colores muy vivos; pero los dos huéspedes del monarca no estaban de humor para disfrutar de la delicadeza de las pinturas que representaban bosquecillos de papiros donde retozaban los pájaros, pues temían el resultado de aquella entrevista y recordaban la advertencia de Ched el Salvador.
Doblegándose ante la voluntad del faraón, iban a mostrarle un documento extremadamente secreto, un mapa del Valle de los Reyes con el emplazamiento de las moradas de eternidad. Hasta ahora, el joven soberano había cumplido todas sus promesas, pero se temía que tal vez aquello no fuera más que una vil estrategia para apoderarse de sus tesoros.
Amenmés se había rodeado de ministros y cortesanos que le habían jurado lealtad y que solicitaban el mantenimiento de sus privilegios; los propietarios de grandes territorios necesitaban ser tranquilizados, y el rey se guardaba de suprimir las ventajas adquiridas. Cuando su trono estuviera consolidado, las cosas serían distintas.
—¡Ah, Nefer! —exclamó Amenmés—. Acercaos… Y este anciano debe de ser el ilustre Kenhir, el inamovible escriba de la Tumba.
—Para serviros, majestad.
—Sois el representante del Estado en el seno de la cofradía, Kenhir, y os felicito por vuestra administración de la aldea. Me he tomado mi tiempo para consultar el informe que me dirigisteis y he apreciado su claridad y su precisión. Por vuestra parte, ¿estáis satisfechos con los productos que se os están entregando?
—No tenemos crítica alguna que formular, majestad.
—¿Os parece adecuado el trabajo de los auxiliares?
—Tampoco podemos quejarnos.
—Tal vez necesitáis que os envíe más…
—No será necesario, majestad.
—¿Me habéis traído el documento que deseo consultar?
—Debemos hablar a solas, majestad —declaró el maestro de obras.
—¿Estáis exigiendo que despida a mi gobierno?
—Si place a vuestra majestad.
—No hablaréis ante ellos, ¿no es cierto?
—Sería contrario a las reglas del Lugar de Verdad.
—¡Veo que no cambiáis, maestro de obras, y es mejor así! Que nos dejen solos.
Ministros y cortesanos abandonaron la sala de audiencias, cuya puerta fue cerrada.
—Bueno, ¿y ese documento?
Kenhir sacó, de un estuche de cuero, un rollo de papiro de color ocre y lo depositó en una mesa baja de pórfiro, y a continuación dijo:
—He aquí uno de los más valiosos secretos de la cofradía y de Egipto, majestad.
A Amenmés le costaba ocultar su impaciencia, pero Kenhir desenrolló el papiro muy lentamente.
La mano del primer dibujante había trazado los contornos del Valle, luego, cada maestro de obras había indicado el emplazamiento de la tumba que había excavado.
—Los Tutmosis, los Amenhotep, Ramsés el Grande —murmuró el rey—. Todos están aquí, reunidos en el más allá. Y yo voy a vivir junto a ellos, con ellos, en esta gran pradera… ¿Qué emplazamiento me proponéis?
Con el índice, Nefer el Silencioso señaló un punto concreto, aproximadamente a media distancia entre las tumbas de Ramsés I y Horemheb, al sur de la de Ramsés II.
—Es un lugar nuevo en el Valle, y está muy alejado de la morada de eternidad de mi padre —advirtió Amenmés.
Ni el maestro de obras ni el escriba de la Tumba dijeron nada, conscientes de que el momento de la verdad había llegado: o Amenmés ordenaba que la cofradía excavase su propia morada de eternidad o se apoderaba del documento para desvalijar las riquezas de sus predecesores.
—¿Cómo habéis elegido este emplazamiento? —preguntó Amenmés.
—Por la experiencia y la intuición —respondió Nefer—. Hay que tener el sentido de la roca y la aprobación de la mujer sabia.
—¿Y si prefiriese otro lugar, más aislado aún o, por el contrario, más cercano a algún faraón ilustre?
—Proponedlo, majestad, pero os demostraremos que estáis equivocado.
Kenhir contuvo el aliento, y por fin Amenmés dijo:
—Comenzad a excavar mi morada de eternidad, y que no le falte nada.
Para olvidar sus recientes decepciones, el general Méhy trabajaba sin parar. Rodear Tebas de inexpugnables murallas le habría llevado demasiado tiempo, por lo que había adoptado otras medidas defensivas, más ligeras pero de indiscutible eficacia, multiplicando los puestos de vigilancia a lo largo del Nilo y preparando unas barreras formadas por pesados barcos cargueros que impedirían a la flota adversaria avanzar hacia el Sur y bloquearían, momentáneamente, el transporte de dichas tropas.
Los arqueros, los infantes y los aurigas de los carros se beneficiaban de un entrenamiento específico, pues cada cuerpo de ejército atacaría en su momento, haciendo uso de su perfecto conocimiento del terreno. Cuando estuviera a punto, el dispositivo protegería a Tebas de una invasión, aunque el ejército de Seti fuera mayor que el suyo.
A los oficiales no les impresionaba lo más mínimo que Amenmés hubiera tomado el mando del ejército; su verdadero jefe, el que estaba sobre el terreno, el que les garantizaba buenas condiciones de vida y sustanciales primas, era el general Méhy. Los pocos oficiales superiores que habían intentado librarse de su influencia, y que habían apostado por el rey, muy pronto se habían dado cuenta de su error.
La acción disipaba un poco su amargura, pero Méhy nunca perdonaría que Amenmés le hubiera engañado y humillado. Aquel joven noble y ambicioso no tenía la madera de un gran rey sino, más bien, la de un arribista que se creía más hábil que cualquiera. Pero el general le demostraría lo contrario.
De momento, Méhy esperaba informes concretos sobre los proyectos de Seti II y las maniobras de su ejército. Gracias a sus espías, de los que no había hablado a Amenmés, estaría mejor informado que el rey y prepararía un enfrentamiento entre padre e hijo. Y, evidentemente, sólo quedaría un hombre fuerte capaz de dirigir el país: el general Méhy. Para ello era preciso no comprometer a sus mejores hombres en la batalla y tener en reserva un regimiento de élite, que sólo combatiría por él.
—General, un mensajero procedente del Norte —le advirtió su ayudante de campo.
—Que pase.
Méhy recibió al espía en su tienda; conocía muy bien al oficial, pues anteriormente ya había utilizado sus servicios.
—Será mi última misión en territorio enemigo, general; no podré cruzar la barrera de Hermópolis para regresar a la capital.
—Una barrera… ¿De qué tipo?
—Una enorme concentración de soldados.
—Es extraño… ¿No tendrá Seti la intención de atacar Tebas?
—Parece ser que el rey se halla enfermo. Gobierna el canciller Bay.
—Un civil… ¡Un civil muerto de miedo! ¿Y la reina?
—Se recupera lentamente de un parto muy difícil. En cuanto su hijo esté mejor, la situación puede cambiar radicalmente.
—Tal vez esa barrera de Hermópolis tan sólo sea una treta.
—No, general. El canciller Bay cree que el agresor será el vencido; espera que las tropas tebaicas vean su ataque frustrado y que asuman la responsabilidad de la guerra civil. Además, Hermópolis, en cuanto sea atacada, recibirá importantes refuerzos.
—¿Las guarniciones de la frontera del noroeste?
—Eso es.
—Ese canciller es menos estúpido de lo que parece… Pero ¿tal vez Seti II ha olvidado que se puso bajo la protección del dios Set y que debería serle fiel cayendo sobre nosotros como un rayo?
—Eso es exactamente lo que comentan sus soldados. Nadie comprende la actitud del rey. Sin la inteligencia de Bay ya habrían aparecido graves fisuras.
Dejar que el régimen de Seti II fuera pudriéndose en Pi-Ramsés y recoger, sin pena alguna, los frutos de la victoria… Por desgracia, en ese caso, el único vencedor sería Amenmés. Para apoderarse del poder, Méhy necesitaba que ambos reyes se enfrentaran. Los tesoros del Lugar de Verdad le parecían estar muy lejos otra vez; tendría que utilizar sus propias armas para obligar al padre y al hijo a darse tan severos golpes que ni el uno ni el otro se levantaran.
Llegaría el día en que, por el camino que llevaba a la aldea, Méhy marcharía a la cabeza de una escuadra a la que los policías de Sobek no tendrían derecho a interceptar.
La gran puerta se abriría y Nefer el Silencioso se prosternaría ante su nuevo señor, que fingiría ser magnánimo en un primer momento y luego lo devastaría todo y se apoderaría de la Piedra de Luz.
—Cada vez será más difícil obtener informaciones fiables, general, pero no imposible… Algunos dudan en servir a Seti. Podéis esperar la adhesión de oficiales que os procurarán informaciones de gran importancia.
—Tómate un descanso en el cuartel principal de Tebas. Luego, ocuparás un alto rango en los carros.
—Gracias, general.
Méhy almorzó glotonamente, como de costumbre; comía y bebía mucho y con rapidez, impaciente por volver a dirigir las maniobras.
—Un correo especial —anunció el ayudante de campo.
—¿De dónde procede?
—De Pi-Ramsés.
Méhy se atragantó:
—¡Repítelo!
—Pi-Ramsés… Lleva el sello de Seti II. El mensajero iba solo y sin armas, y ha entregado la misiva en nuestro primer puesto adelantado, al norte de Tebas.
El general, impaciente, rompió el sello, que parecía auténtico. El papiro era de primera calidad; la escritura elegante y refinada. Era evidente que no se trataba de una falsificación.
Sin embargo, cuando Méhy leyó el texto primero creyó que era una broma.
La firma, que decía «Por Seti, rey del Alto y Bajo Egipto, el canciller Bay», le hizo comprender que no era así.
El general subió en su carro de un brinco y galopó hasta el palacio.