El canciller Bay estaba aterrado. Hacía tres días que intentaba hablar, en vano, con el faraón Seti II sobre el decreto redactado por Amenmés, que acababa de proclamarse rey del Alto y el Bajo Egipto. Los correos del nuevo monarca no habían pasado de la ciudad de Hermópolis, en el Medio Egipto, pero la información no tardaría en propagarse, y el espectro de una terrible guerra civil iba tomando consistencia.
Si Seti II quería salvar el país del desastre, tenía que actuar deprisa para desacreditar a su hijo Amenmés. Pero el faraón ya no salía de los aposentos de la reina, donde los médicos se sucedían a la cabecera del niño dado a luz por Tausert; el bebé tenía mucha fiebre y respiraba con dificultad; todos estaban muy preocupados por su estado de salud.
El canciller resolvía, perfectamente, los asuntos corrientes, pero temía que, tal vez, si Seti se confinaba en su mutismo, Amenmés invadiera las Dos Tierras. Bay también estaba preocupado por la reina. El parto había sido largo y doloroso, a pesar de los calmantes que le habían administrado, y Tausert se recuperaba lentamente, aunque no se veía con fuerzas para aconsejar a su esposo.
Aunque estaba solo a la cabeza del Estado en un período tan peligroso, el canciller estaba muy lejos de desesperarse. Amaba demasiado el país que lo había adoptado para dejarlo abandonado; redoblaba, pues, sus esfuerzos y su atención para no cometer ningún error. Al menos Bay había aprendido algo: ¡nunca intentaría convertirse en faraón! Estar a la cabeza de un país tan vasto como Egipto era una carga sobrehumana. Pocos seres eran capaces de asumirla, y el canciller no era uno de ellos; pero sería fiel a su rey.
Durante la jornada, las entrevistas con los notables sucedían a las citas con los ministros; por la noche, Bay estudiaba los expedientes. Ya no tenía ni un minuto que conceder a Siptah, un joven huérfano que era cojo. El adolescente era hijo del dios Ptah y había demostrado una excepcional inteligencia durante los estudios de escriba; el canciller le había ofrecido su protección para convertirlo en un hombre de Estado. Aún quedaba mucho por hacer, pero el joven Siptah, incapaz de participar en los juegos que apreciaban los muchachos de su edad, no salía de la biblioteca del templo, donde estudiaba astronomía y matemáticas. Le gustaba mucho aprender, y su defecto físico no parecía hacerlo sufrir.
Con la mirada cansada, encorvado, el rey entró en el despacho del canciller, que se levantó enseguida.
—¡Majestad! ¿Cómo se encuentra vuestro hijo?
—Algo mejor… Ahora está durmiendo; la reina también.
—Estáis agotado, majestad; ¿no deseáis descansar un poco?
—¿Querías verme, Bay?
—Ha sucedido algo muy grave: vuestro hijo se ha hecho coronar faraón en Karnak, y reina sobre el Sur.
—¿Ha promulgado algún decreto?
—Desgraciadamente, sí, y ha intentado difundirlo por todo el país, pero nuestros servicios de seguridad han interceptado a los mensajeros.
—¿Qué han hecho con esos hombres?
—Han sido encarcelados y serán juzgados por traición.
—Liberadlos.
—Majestad…
—Es una orden, Bay; prepara unas cartas en las que pondré el sello real. Esos hombres se han visto obligados a obedecer a su jefe, pero no tienen culpa de nada.
—Vuestra clemencia será apreciada, majestad; pero ¿esa clemencia debe extenderse también a vuestro hijo, que osa rebelarse contra vos?
—Debería haberlo asociado al trono y nombrarlo corregente… Ahora ya es demasiado tarde. Amenmés ha saboreado un poder que cree absoluto y exigirá mi abdicación. La guerra, la sangre, la muerte… Éste es el porvenir que nos espera, Bay. ¡Qué triste reinado! Amenmés, por su parte, ha cometido el error de no eliminarme; habría sucedido a Merenptah y el país no estaría dividido.
—Atravesamos momentos difíciles, majestad, pero sólo debemos pensar en Egipto. Aunque sea vuestro hijo, Amenmés debe ser considerado un rebelde y combatido como tal.
—Amenmés sigue siendo mi hijo. A fin de cuentas, ¿no es legítima su ambición?
El canciller no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Sé que es doloroso para vos, pero el enfrentamiento parece inevitable. Debemos hacer algo, majestad, no podemos permitir que Amenmés gane terreno.
—¿Qué importa eso, Bay? Si es el más fuerte, vencerá. Sólo el destino dicta su ley.
—¡No podéis reinar sin Tebas! Y no debéis olvidar que vuestra morada de eternidad se encuentra en el Valle de los Reyes.
—La gran pradera… ahora inaccesible.
—Hay que reconquistarla, majestad, y hacer construir vuestro templo de millones de años en la orilla oeste de Tebas; él os dará la energía necesaria para triunfar.
—Triunfar… Esa palabra ya no tiene sentido, Bay.
—Majestad… ¡No estaréis pensando en doblegaros ante Amenmés!
—Lo he pensado.
—Os imploro que respetéis vuestro nombre, majestad.
—Seti, el hombre del dios Set… Debería comportarme como un rayo y mandar mi ejército a la reconquista del Sur, pero amo demasiado a la reina, a mi hijo, tan frágil, y a ese pueblo egipcio que desea vivir en paz. Elegí muy mal mi nombre, Bay, pues no soy digno de él. Y esa debilidad me corroe el alma.
—¿Queréis decir… que no intervendréis?
—En efecto, no tengo la intención de atacar; ¿no se rebela contra Maat quien predica la violencia? Mi estrategia consistirá, pues, en tener paciencia.
—¿Defenderemos, al menos, Hermópolis y el Medio Egipto?
—¿Por qué no?
—Majestad, no soy muy pródigo en hacer cumplidos y, aunque me despidáis, debo deciros que desapruebo esa política.
—Tal vez tengas razón, Bay, pero soy yo el que reina y ésta la política que se va a seguir. Y no tengo intención de despedirte, pues eres un hombre honesto, competente y fiel; no creo que haya otro como tú en la corte.
—¿Me permitiréis acantonar tropas en Hermópolis para impedir un eventual avance del ejército de Amenmés?
—A condición de que su comandante en jefe no inicie ofensiva alguna.
El secretario del canciller le advirtió que un médico deseaba entrevistarse con el rey.
—Actúa según mi voluntad, Bay, y no tomes iniciativa alguna que la contraríe.
—No podemos permanecer sin saber nada de lo que está ocurriendo en Tebas, majestad, y pienso organizar un servicio de espionaje.
—Como quieras, pero no olvides que mi hijo Amenmés debe tomar la iniciativa. Administra el Estado, canciller. Yo debo ir junto a mis seres queridos.
Bay, desolado, estuvo a punto de soltar los pinceles, desgarrar los papiros y salir de aquel despacho, donde se vería obligado a aplicar directrices que desaprobaba. Pero aquella deserción agravaría la situación. El rey estaba deprimido y, ciertamente, no era el momento de abandonarlo.
Puesto que Seti II no se dirigiría personalmente a los generales de sus cuerpos de ejército, él, Bay, asumiría esa delicada tarea para la que no estaba preparado. Escriba emérito, enamorado de los textos antiguos, el canciller no había frecuentado los ambientes militares, con los que no tenía afinidad alguna.
Los cuatro generales miraban con desdén al civil de origen extranjero que los había convocado en el palacio donde, por lo general, el rey los recibía para darles sus directrices. Habían decidido que el general del ejército de Amón sería su portavoz y que metería rápidamente en vereda al canciller Bay.
—¿Dónde está el faraón, canciller?
—Junto a su esposa y su hijo.
—Algunos cortesanos afirman que el rey está enfermo… ¿Qué hay de cierto en eso?
—Su majestad está cansado, y ésa es la razón por la que me ha confiado la tarea de decidir nuestra estrategia para enfrentarnos al peligro que representa el rebelde Amenmés.
—Sólo hay una estrategia posible, canciller: atacar sin pérdida de tiempo.
—¿Es desdeñable el ejército tebaico?
La pregunta molestó al general.
—Yo no diría desdeñable…
—¿Acaso vuestro colega, el general Méhy, no ha realizado una profunda reforma de sus tropas? Y quién sabe si no se han equipado con un armamento superior al nuestro.
—Sólo son rumores, canciller.
—¿No convendría comprobarlo?
—Perderíamos un tiempo muy valioso.
—El rey no opina lo mismo, general.
El oficial superior pareció escandalizado:
—¿Os burláis de nosotros, canciller…? ¡Seti no puede vacilar en atacar a Amenmés! Debe hacerlo de inmediato.
—El rey es desconfiado, y apruebo su prudencia. Los informes de nuestros espías, en Tebas, nos han convencido de que no conviene tomar a la ligera al adversario.
—Pero entonces…
—La mejor estrategia consiste en acantonar buena parte de nuestras tropas en Hermópolis, cuyas fortificaciones serán reforzadas. En caso de ataque, tendrán que ser capaces de rechazar al agresor, sabiendo que serán rápidamente ayudadas por importantes refuerzos. Amenmés cometería un error irreparable si tomara la iniciativa.
Los cuatro militares se consultaron con la mirada.
—Estamos sorprendidos —reconoció su portavoz—, pero si ésta es la voluntad del faraón…
—No lo dudéis y tomad las disposiciones necesarias para que se apliquen rápidamente sobre el terreno; de ello depende nuestra seguridad. Me gustaría hablaros de una iniciativa que creo que os gustará.
De hecho, sus interlocutores la aprobaron sin reservas y miraron al canciller Bay con otros ojos; a fin de cuentas, el rey no se había equivocado ofreciéndole su confianza.
Por lo que a Bay respecta, se sentía feliz de haber podido justificar la posición del monarca y esperaba que su iniciativa tuviera éxito.