28

Se acercan unos asnos muy cargados, jefe —anunció un policía a Sobek.

—¿Cuántos soldados?

—No hay soldados, sólo asnos.

—¡Qué estás diciendo! ¿No va nadie con ellos?

—El próximo informe del vigía nos lo confirmará.

Sólo había un hombre y no iba armado; un hombre vestido con las ropas de fiesta del maestro de obras del Lugar de Verdad.

—¿Qué hacemos, jefe?

—Saldré a su encuentro.

—Desconfiad. ¡Sin duda es una trampa!

—Los asnos no me dan miedo.

El jefe Sobek salió del primer fortín.

La caravana avanzaba a buen ritmo. Un borrico veterano marchaba a la cabeza, sin vacilar sobre el camino que debía seguir. Y el hombre se parecía, cada vez más, a Nefer el Silencioso.

—¿Qué pensáis de mi modo de tantear a la gente, general? —preguntó el faraón Amenmés.

Méhy intentó poner buena cara:

—Es sorprendente, majestad.

—Bueno, yo creo que un rey debe sorprender constantemente a sus súbditos. Me habían hablado tanto de la integridad de ese maestro de obras que ya no lo creía. Estaba convencido de que se doblegaría ante mi voluntad, como cualquier otro cortesano ávido de agradar, y me ha asombrado. Si no tuviera que construir mi morada de eternidad, lo hubiera llevado al gobierno de buena gana. ¿Qué os parece la idea?

—No tiene experiencia en la gestión de los asuntos públicos —protestó Méhy.

—Exacto, general, y debo tener cuidado en no estropear las competencias. Pero parecéis fatigado…

—No, majestad, sólo algo inquieto.

—¿Por qué motivo?

—La reacción de Seti puede ser violenta, y temo que Tebas no esté preparada aún para parar la ofensiva.

—Ése es también mi principal objeto de preocupación; vais a trabajar sin descanso para consolidar nuestro sistema defensivo, tanto en tierra como en el río.

—Vuestro padre se puso bajo la protección del dios Set —recordó Méhy—. Por lógica, tendría que caer sobre la región como el rayo, jugando con el efecto sorpresa y la violencia del asalto.

—Yo, general, me he puesto bajo la doble protección de los dioses Ra y Anión, ante los que Set será impotente, siempre que sepamos quebrar su devastador impulso. Hay que dejar que mi padre ataque primero para mostrar al pueblo quién es el agresor, el hombre de Set, condenado al fracaso. Así pues, general, os encomiendo que transforméis Tebas en una fortaleza inexpugnable.

—Podéis contar conmigo, majestad.

—También os confirmo en vuestro papel de protector del Lugar de Verdad. Su trabajo es esencial para la grandeza de mi reinado, y nada debe contrariar la serenidad de la cofradía.

Corroído por el despecho, el general se inclinó ante su rey.

Escuchando apenas el alboroto que animaba la aldea, donde se celebraba una fiesta en la que todos participaban con gran júbilo, Clara y Nefer se habían amado como exiliados en países tan lejanos que nunca deberían haber regresado de ellos.

Vivían su unión como una ofrenda concedida por los dioses y degustaban su extraordinario sabor, aun sabiendo que su felicidad debía, a su vez, ser ofrecida a la cofradía.

—Creo que Paneb es el que canta más fuerte —murmuró Clara.

—No lo dudo… Él ha descargado las jarras de vino procedentes de los sótanos del palacio real, y enseguida ha visto las inscripciones.

—¡Qué homenaje por parte de Amenmés!

—Y no es el único… Los cuartos de carne procedentes del matadero de Karnak y las golosinas de su pastelería. El rey desea hacer olvidar, así, la prueba que nos impuso y que consideraba necesaria.

—¿Crees que es sincero?

—Sincero e inquieto… Es consciente de que su coronación, aprobada por el sumo sacerdote de Karnak, que desea reafirmar el poder de Amón, lo convierte en otro hombre, cargado con tantas responsabilidades como nunca podía haber imaginado. La responsabilidad más pesada es la guerra que piensa hacer contra su padre y sus compatriotas. Y luego… pero ¿no vas a darme un respiro en esta noche de fiesta?

Clara sonrió, y la luz de su rostro enamoró aún más a Nefer.

—Estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pero no olvides que debemos presidir el banquete que va a reunir a todos los aldeanos.

—¡Tenemos poco tiempo, pues! —se apresuró a responder él.

Fuera, una voz grave y potente entonaba una desenfrenada canción de amor, que incluso las más reservadas amas de casa cantaban a coro.

—Es mi mejor banquete desde que entré en la cofradía —afirmó Pai el Pedazo de Pan, tomando un enorme trozo de buey asado—. Quizá, después de todo, el tal Amenmés no sea un mal rey.

—Aprovechemos su generosidad —recomendó Gau el Preciso—. Tal vez no dure mucho.

—¿Por qué eres tan escéptico? —preguntó Fened la Nariz.

—¿Crees que el maestro de obras ha sido liberado porque sí? Comamos y bebamos antes de que nos diga con qué salsa vamos a ser devorados.

—¡Yo tengo confianza! —clamó Renupe el Jovial—. Después de beber un gran caldo como éste, el único problema será volver a nuestra cerveza cotidiana.

—¡Silencio, Nefer va a hablar! —advirtió Nakht el Poderoso.

Las conversaciones cesaron, y el maestro de obras se levantó:

—El rey Amenmés se ha declarado superior de la cofradía, de acuerdo con la tradición; así pues, le debemos obediencia.

—¿Significa eso que vamos a destruir la tumba de Seti II? —preguntó Paneb, inquieto.

—Reinar sobre el Lugar de Verdad implica que se debe respetar su naturaleza y su vocación. Hablé largo rato con el faraón, y no me quedó ninguna duda. Somos constructores y artesanos, y seguiremos siéndolo. Ningún profano cruzará la puerta de la aldea. El jefe Sobek continuará en su cargo y el general Méhy seguirá siendo nuestro protector. Nada ha cambiado y no destruiremos faceta alguna de nuestra obra. Mientras Seti II no venga en persona para consagrar mágicamente su morada de eternidad, los trabajos quedarán interrumpidos. Sellaré la puerta en presencia de la mujer sabia y del escriba de la Tumba.

—¿Entrarán los soldados en el Valle de los Reyes? —preguntó Karo el Huraño.

—El Valle sigue siendo un dominio sagrado donde sólo los artesanos del Lugar de Verdad son admitidos para trabajar.

—Pero entonces, Amenmés ha cedido en todo —se extrañó Thuty el Sabio.

—El rey ha escuchado la voz de los antepasados y ha percibido la magnitud de las tareas de nuestra cofradía. Respetará sus leyes, expresión de Maat, siempre que nosotros las respetemos. Naturalmente, proseguirán las entregas diarias de productos destinados a asegurar nuestro bienestar.

—¿Y los auxiliares? —preguntó Casa la Cuerda.

—Estarán todos de regreso mañana por la mañana. En caso de necesidad, y tras la intervención del escriba de la Tumba, tal vez incluso vengan más.

—¿Tendremos libertad para celebrar nuestras fiestas locales?

—Libertad absoluta.

—Así pues, no ha cambiado nada —advirtió Userhat el León.

—Si estuvieras menos borracho y hubieras escuchado al maestro de obras, ya lo sabrías —observó Didia el Generoso.

Karo el Huraño se había dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de Casa la Cuerda, y los artesanos del equipo de la izquierda, que habían bebido demasiado en honor de Nefer el Silencioso, no estaban mucho más serenos que él. Nakht el Poderoso ni siquiera tenía ganas de discutir con Paneb, y Unesh el Chacal miraba al infinito con una sonrisa bobalicona.

—Esos jóvenes aguantan mal el vino añejo —advirtió Kenhir que, pese a las miradas de Niut la Vigorosa, había olvidado su régimen—. Hay algo de lo que no nos has hablado, Nefer: ¿nos confía Amenmés la construcción de su tumba en el Valle de los Reyes?

—Así es. De hecho, es lo primero que debemos hacer.

El escriba de la Tumba se relajó por fin.

—Creía que no lo habrías conseguido… Dame de beber otra vez.

—Esperemos que no se trate de una trampa —aventuró Ched el Salvador, sorprendentemente sobrio.

—¿Qué temes? —gruñó Kenhir.

—Para mí, la palabra de Amenmés sigue siendo dudosa. Ya veremos si no hace que intervengan las tropas cuando se cierre la tumba de Seti y si acepta el emplazamiento que le proponga el maestro de obras.

—Te equivocas, Ched; olvida tus temores y disfruta de las maravillas que se nos ofrecen.

—Si el propio escriba de la Tumba me da permiso para hacerlo, ¿por qué no?

Paneb se dio cuenta de que la concurrencia se estaba durmiendo, y empezó a cantar; aunque las curiosas armonías que ascendían hacia el cielo no respetaran las reglas de la música, daban testimonio de una recuperada alegría de vivir.

Nefer el Silencioso, la mujer sabia y el escriba de la Tumba caminaban, lentamente, hacia la tumba de Seti II, tras haber franqueado el cuerpo de guardia instalado a la entrada del Valle de los Reyes. Los policías nubios no tenían novedad alguna y ningún soldado se había presentado para sustituirlos.

—Ched es demasiado pesimista —advirtió Kenhir, que sufría una jaqueca—. Pero ¿realmente podemos confiar en Amenmés?

—Lo verdaderamente importante son los hechos —respondió Nefer.

Desierto y recogido, el Valle era abrasado por el sol triunfante. En ese otro mundo, sólo preocupado por la eternidad, la piedra reinaba como soberana absoluta.

Nefer el Silencioso corrió el cerrojo que cerraba la puerta de madera dorada de la tumba de Seti II, y Kenhir puso en ella un sello de arcilla con el nombre del Lugar de Verdad.

—¿Volveremos a abrirla algún día? —preguntó Kenhir.

—Debemos deseárselo a Seti II —respondió la mujer sabia—; aquí le esperan las fórmulas de resurrección que le permitirán viajar por el más allá.

El trío se alejó en silencio, impresionado aún por la majestuosidad del paraje.

—Pase lo que pase, ningún vándalo conseguirá destruir el espíritu de este lugar —predijo Clara.

Cuando salieron del Valle, los policías nubios les saludaron.

—Empieza una etapa fundamental —concluyó el escriba de la Tumba—; Ched se ha equivocado, el rey Amenmés ha cumplido su palabra.