Tan sólo se había efectuado la primera entrega de agua de la mañana. Luego, el camino que conducía a la aldea había permanecido desierto. Los aldeanos no recibirían fruta, ni verduras, ni pescado. El jefe Sobek estaba desolado:
—¿Qué debo hacer cuando los soldados de Amenmés se presenten en el primer fortín? —le preguntó a Kenhir—. El maestro de obras me aconsejó que depusiera las armas, pero…
—Y tiene razón —confirmó el escriba de la Tumba—; sería inútil intentar impedirles que entraran en la aldea.
—¡Es mi deber, Kenhir!
—No podemos hacer frente al ejército tebaico; nos matarían a todos. Si obedeces las órdenes del faraón, serás considerado un policía leal y te destinarán a otro puesto. Aprecio tu integridad, Sobek, pero sacrificarte sería una locura.
Con paso fatigado, el escriba de la Tumba atravesó la zona de los auxiliares, donde sólo Obed el herrero seguía trabajando aún. Los demás habían abandonado el lugar y habían regresado a sus casas, a la espera de la intervención de Amenmés. Tal y como estaban las cosas, era preferible no aparecer cerca de la aldea.
—¿Por qué te quedas aquí? —preguntó Kenhir.
—Tengo que reparar un pico y algunos cinceles de cobre.
—Los soldados del rey te detendrán, Obed.
—¡Primero tendrán que entrar en mi forja!
—No seas testarudo y vete.
El herrero dejó de manejar el fuelle que avivaba el fuego.
—Entonces, ¿todo ha terminado?
—Vete y olvida esta aldea.
—¿Puedo llevarme algunas herramientas?
—Lo que quieras.
—Me voy, Kenhir.
Cuando el escriba de la Tumba se acercó a la gran puerta, el guardia se puso en pie.
—¿Puedo partir yo, también?
—Claro, y avisa a tu colega: presentaos ante la administración central y os darán un nuevo destino.
Kenhir regresó a su casa, donde su joven esposa había preparado un excelente almuerzo, como de costumbre.
—No tengo hambre.
—Haced un esfuerzo —recomendó Niut la Vigorosa.
—No, prefiero dormir. ¡Ojalá no me despierte nunca!
—¡No digáis esas cosas!
—Ya no hay esperanza alguna.
Casa la Cuerda, Fened la Nariz y Karo el Huraño tallaban un bloque de calcáreo de notable calidad que destinaban al antepatio de la morada de eternidad de Nefer el Silencioso. Los tres canteros aplicaban todos sus conocimientos en realizar ese delicado trabajo, mientras su colega Nakht el Poderoso terminaba de moldear el zócalo de una columna en el mismo paraje. A su lado, Userhat el León, el jefe escultor, y sus dos ayudantes, Ipuy el Examinador y Renupe el Jovial, creaban una estatua del maestro de obras de tamaño natural, de pie y mirando hacia el cielo.
Los tres dibujantes, Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan, decoraban las paredes de ese antepatio, bajo la dirección de Ched el Salvador, que examinaba cada detalle detenidamente. Didia el Generoso tallaba en un tocón de acacia un «respondedor» con la efigie de Nefer, para que siguiera adelante en el otro mundo sin cansarse, mientras Thuty el Sabio adornaba con panes de oro otra figura de la misma naturaleza.
Paneb se había encerrado de nuevo en el interior de la tumba con sus pinceles, sus cepillos y sus panes de color.
Bajo la dirección de Hay, el equipo de la izquierda procedía a realizar ciertas reparaciones en el templo de Maat y Hator, para que el edificio quedara lo mejor posible.
—El maestro de obras saldrá de ésta —predijo Userhat el León.
—Ni lo sueñes —objetó Fened la Nariz—; Amenmés no vacilará ni un solo instante en infligirle la pena máxima.
—Ni siquiera estoy seguro de que nos devuelva el cuerpo —deploró Unesh el Chacal con voz sombría.
Como la mayoría de las amas de casa, Uabet la Pura estaba ordenando su casa. Cuando los soldados fueran a expulsarla, encontrarían una morada perfectamente arreglada. Las piezas de ropa habían sido lavadas y dobladas, y apiladas, con habilidad, en arcenes de madera; en los anaqueles estaban colocados los cestos que contenían objetos de uso cotidiano. No había ni una sola mota de polvo en las sillas y los taburetes, las esteras estaban enrolladas, las camas, hechas y perfumadas. En cuanto a la cocina, que Aperti había vuelto a ordenar, estaba inmaculada y no faltaba ni un solo utensilio.
Cuando los habitantes del Lugar de Verdad fueran expulsados por el ejército, dejarían a su espalda una aldea acogedora y confortable, de hermosas casas blancas que desafiarían a los vándalos antes de que comenzaran el pillaje.
Turquesa había limpiado sus botes de ungüento, las conchas de afeites y los cuernos de aceite, y había puesto las joyas en sus estuches. La soberbia pelirroja no se llevaría nada consigo. En la aldea había conocido todos los placeres de la vida; se marcharía sin ningún ornamento, sin maquillaje y vestida con sus ropas más sencillas, a sabiendas de que su único destino sería la desgracia. Ningún lugar, por hermoso que fuera, podría compararse con aquella aldea, donde lo sacro y lo profano habían vivido en completa armonía.
Clara no había tenido tiempo de ocuparse de su casa, pues varios enfermos habían exigido sus cuidados, desde un chiquillo resfriado hasta un artesano del equipo de la izquierda, que sufría un dolor de muelas; para olvidar la angustia que le corroía las entrañas, la mujer sabia se había concentrado en sus pacientes y había conseguido aliviar su dolor. Pero, luego, la consulta se había quedado vacía, y la soledad había regresado.
Cómo anhelaba los instantes en que se encontraba con Nefer, tras una larga jornada de trabajo; qué dulce era su complicidad amorosa. Clara sentía un dolor insoportable en su interior al no poder estar con su marido en aquellos momentos en que un peligro mortal lo amenazaba.
La puerta se entornó y apareció el hocico de Negrote. El perro negro no estaba autorizado a entrar en la estancia y no se atrevía a cruzar el umbral.
—Ven, Negrote, ven…
Contento de transgredir una prohibición con el inesperado permiso de su dueña, el perro negro se tendió a sus pies.
—Os he traído al maestro de obras Nefer el Silencioso —dijo el general Méhy inclinándose ante el faraón Amenmés, que consultaba un mapa del Delta.
—¿Qué sabemos exactamente del ejército de mi padre?
—Tiene muchos soldados experimentados, majestad; y temo las guarniciones de la frontera nordeste.
—Dicho de otro modo, no me recomendáis que ataque Pi-Ramsés.
Méhy fue cogido por sorpresa; no esperaba preguntas tan directas y temió que Amenmés quisiera tenderle una trampa.
—Ramsés el Grande convirtió su capital en una ciudad difícil de tomar por asalto. Si ésas son vuestras intenciones, majestad, sería indispensable una larga preparación.
—Yo opino exactamente lo mismo; veo que sois muy competente, y me felicito por ello. Seguid así, general.
—A vuestras órdenes.
El general advirtió que a Amenmés le complacía mucho humillarlo y comportarse como un monarca de indiscutible autoridad. Otros lo habían hecho, y lo habían pagado muy caro; a Méhy no se le trataba como a un vulgar perro.
—¿Acaso el tal Nefer ha osado discutir mi decisión? —preguntó Amenmés.
—Se niega a destruir la tumba de Seti.
—¿Os ha dado algún motivo digno de interés?
—Ninguno, majestad; Nefer el Silencioso sigue fiel a vuestro padre, al que considera el señor del Lugar de Verdad y el futuro vencedor de la lucha que va a enfrentaros a él.
—¿Cree que Seti llegará a tiempo de salvarlo? ¡Qué ingenuo!
Méhy esperaba ansioso que Amenmés le anunciara el castigo de Nefer. O lo haría comparecer ante un tribunal de excepción que lo condenaría por crímenes de lesa majestad, o lo enviaría a un penal del que nadie salía con vida.
—Tráeme a ese rebelde —exigió Amenmés.
El juego era cruel, pero el general disfrutaría con él. Fue a buscar al maestro de obras y, sorprendentemente, lo encontró muy tranquilo.
—El faraón desea veros.
Nefer entró en la sala de audiencias y saludó respetuosamente a Amenmés.
—De modo que sois vos… Vos, el maestro de obras del Lugar de Verdad, deberíais ejecutar mis órdenes sin discutir.
—¿Puedo preguntar a vuestra majestad si se considera el superior de la cofradía?
—¡Naturalmente! ¿No habéis comprendido aún que Seti no es más que un usurpador y que yo asumo todas las prerrogativas reales?
—En ese caso, no podéis ordenarme que destruya una morada de eternidad.
—Ejerzo el poder supremo, Nefer, y quiero ser obedecido por el conjunto de mis súbditos, incluido vos. O bien os sometéis, maestro de obras, o seréis castigado del modo más severo.
Méhy no cabía en sí, pero el prolongado silencio de Nefer le preocupó: ¿el miedo le haría cambiar de opinión en el último momento?
—Ningún maestro de obras del Lugar de Verdad puede convertirse en destructor, majestad. Soy el único responsable ante vos y os ruego que respetéis la aldea de los artesanos y el Valle de los Reyes. Allí reposan los cuerpos de resurrección de vuestros antepasados y ninguna presencia profana debe mancillarlo. Ningún faraón digno de ese nombre violaría ese lugar.
La audacia de Nefer pasmó al general; con sus palabras, se estaba condenando a muerte.
—¿Sois consciente del alcance de vuestras palabras?
—Deberíais escucharlas, majestad, y espero que preservéis la herencia de vuestros predecesores.
—Ésa es mi intención, Nefer.
Méhy creyó haber oído mal.
—Tenía que poneros a prueba —prosiguió Amenmés—, pues no podía confiar la construcción de mi propia morada de eternidad a un cobarde y un perjuro que aceptara devastar la de mi padre. Sois el hombre que imaginaba, Nefer, y me alegro por nuestro país. Como dueño supremo del Lugar de Verdad, visitaré la tumba de Seti, en la que tal vez sea inhumado, si los dioses lo deciden así. Y luego hablaremos del emplazamiento que me estará reservado.
El general se mordió los labios, intentando despertar de aquella pesadilla. Y, atónito, contempló sin dar crédito a sus ojos cómo el faraón Amenmés daba un abrazo a Nefer el Silencioso.