Varios artesanos corrían hacia la gran puerta.
—Vayamos a ver —decidió Paneb.
Uabet la Pura y Turquesa fueron tras él. El trío bajó rápidamente la pendiente para mezclarse con los aldeanos.
—¿Qué ocurre? —preguntó el coloso a Thuty el Sabio, que iba de un lado a otro a causa de los empujones que le propinaba la multitud.
—Un decreto real, al parecer; tal vez Seti nos anuncie por fin su visita.
—O tal vez desee modificar el emplazamiento y la decoración de su tumba —aventuró Paneb, preocupado.
Todos se reunieron en torno al maestro de obras, al que el escriba de la Tumba acababa de confiar el texto enviado por el palacio real de Tebas.
—Amenmés ha sido coronado faraón —reveló—; residirá en la ciudad del dios Amón.
Aunque la noticia no sorprendió a muchos aldeanos, habían esperado que el hijo de Seti renunciara a reivindicar el poder supremo.
—¿Por qué habrá tomado esta decisión? —preguntó Gau el Preciso.
—Porque Amenmés se niega a reconocer la legitimidad de Seti y la del hijo nacido de la reina Tausert.
—¿Sigue el general Méhy encargándose de nuestra protección? —preguntó Karo el Huraño, inquieto.
—Lo ignoro —reconoció Nefer.
—¿A quién debemos considerar como faraón, entonces? —preguntó Renupe el Jovial.
El maestro de obras permaneció en silencio.
—Nos vemos obligados a elegir al más cercano —indicó Kenhir—; Amenmés se ha puesto a la cabeza de las tropas tebaicas y no tolerará insumisión alguna.
—Si nos unimos a él y es vencido por Seti, éste arrasará nuestra aldea —protestó Fened la Nariz.
—Según el escriba de la Tumba, no nos queda otro remedio —recordó Ipuy el Examinador.
—Y tenemos una misión que cumplir —decidió Nefer—: preparar la morada de eternidad de Seti II. Conduciré, pues, al equipo de la derecha al Valle de los Reyes, y proseguiremos nuestra tarea.
Los artesanos conocían bien el camino que llevaba del Lugar de Verdad a la «gran pradera», pero tal y como estaban las cosas, podía resultar peligroso. Así pues, el maestro de obras solicitó al jefe Sobek y a algunos policías que acompañaran al equipo de la derecha.
—¿Qué piensas del decreto de Amenmés? —le preguntó Nefer.
—Nada bueno. Debería haber negociado con su padre, en lugar de convertirse en su rival.
—¿Cómo reaccionarías ante sus soldados?
—Mi deber es encargarme de vuestra seguridad, venga el peligro de donde venga.
—Si la situación se complicara, creo que sería mejor deponer las armas.
—Mis hombres no temen un enfrentamiento y me obedecerán.
—Enfrentarse a soldados comandados por un faraón sería un crimen, Sobek.
—El Lugar de Verdad es toda mi vida. Si no hiciera todo lo posible por salvarlo, me despreciaría a mí mismo.
El grupo llegó al Valle de los Reyes a media mañana. Los guardias no habían recibido ninguna instrucción nueva, y los dejaron pasar.
Cuando el escriba de la Tumba se sentó pesadamente en su taburete, los artesanos le presentaron sus herramientas para que tomase las notas habituales. Kenhir notó que les faltaba entusiasmo, a excepción de Paneb, que encendía unas lámparas dispuestas a lo largo de los tres corredores que llevaban a la sala del pozo, cuya decoración estaba terminada.
Más allá, los artesanos habían excavado una sala de cuatro pilares cuyos muros serían decorados con escenas y textos extraídos del Libro de las Puertas. También ahí había propuesto Paneb una innovación: pintar una sola figura divina en cada lado de los pilares y hacer que dialogaran entre sí. Una vez Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan hubieron trazado los bocetos en rojo, Ched el Salvador procedió a realizar algunas correcciones con tinta negra, especialmente en las curvas de los rostros; luego, con el color, Paneb hizo nacer a Osiris, Ptah, Anubis, Horus y otras formas divinas que recibían la ofrenda del faraón.
Los canteros seguían excavando, y el carpintero y el orfebre preparaban los objetos rituales que formarían el tesoro ritual de Seti II. Al recuperar el ritmo de trabajo, los artesanos olvidaron sus preocupaciones y se consagraron por completo a la obra.
—¡Nefer, ven pronto! —gritó Kenhir desde la entrada de la tumba.
Silencioso subió a toda prisa.
Junto al escriba de la Tumba había un policía nubio.
—Unos soldados se dirigen hacia el Valle, el jefe Sobek espera vuestras consignas.
—¿Qué decides? —preguntó Kenhir, nervioso.
—El Valle de los Reyes debe seguir siendo un dominio sagrado.
—Como faraón, Amenmés tiene derecho a penetrar en él —recordó el escriba de la Tumba.
—Permaneced aquí con los artesanos —ordenó Nefer.
—Te acompaño —anunció Paneb.
El jefe Sobek y varios nubios estaban ante el estrecho acceso al Valle, de pie, con los brazos cruzados. Tenían los ojos clavados en la pista por la que empezarían a desfilar, de un momento a otro, los soldados que los vigías habían avistado.
—¿Cuántos hombres son? —preguntó el maestro de obras.
—Unos cincuenta.
—Podemos acabar con ellos —estimó Paneb.
El coloso fue el primero que vio al que guiaba la tropa: el general Méhy en persona.
Su carro se detuvo a unos veinte metros del grupo, y descendió de él con autoridad.
A su espalda, unos arqueros dispuestos a disparar.
Nefer avanzó hacia el general.
—Habría preferido volveros a ver en otras circunstancias, maestro de obras; pero el destino nos depara muchas sorpresas.
—¿Qué queréis de mí, general?
—Supongo que habéis leído el decreto del faraón Amenmés.
—Todos los habitantes del Lugar de Verdad han sido informados. ¿Aún sois el encargado de proteger la aldea?
—Así es. El rey no me ha dicho lo contrario, pero ignoro cuáles son sus intenciones reales. Como general, debo obedecer órdenes, sean cuales sean.
—¿Incluso si os parecen injustas?
—Amenmés ha tomado el poder, yo sólo cumplo órdenes. El nuevo rey exige respeto y no creo que se muestre muy paciente.
—¿Debo recordaros que la cofradía trabaja para el faraón Seti II, dueño supremo del Lugar de Verdad?
—Sería mejor que os abstuvierais de hacer ese tipo de afirmaciones.
—En su decreto, Amenmés no precisa si piensa asumir esta función.
—Os lo repito, ignoro sus intenciones en lo que os concierne…
—Pues hasta que no tengamos más información daré por sentado que Sed II reina sobre la aldea. Nos dedicaremos en cuerpo y alma a terminar su tumba.
—Renunciad a ese proyecto, maestro de obras.
—Ni hablar, tengo el deber de llevarlo a cabo.
—El rey Amenmés me ha enviado aquí para ordenaros que suspendáis de inmediato los trabajos en la tumba de Seti. Como os he dicho antes, yo cumplo órdenes y no tengo elección: necesito vuestra aprobación.
—¿Y si me niego?
—Transmitiré vuestra respuesta a su majestad, pero os aconsejo que abandonéis esa actitud. Amenmés necesita afirmar su soberanía y no va a tolerar semejante afrenta.
—Debo consultar con la cofradía dada la gravedad de la situación.
—Veré qué puedo hacer para que el rey espere, pero no intentéis ganar tiempo y no debéis tomar a la ligera la decisión de Amenmés.
—¿De qué lado estáis, Méhy?
—Estoy atrapado, pero sigo a vuestro lado, maestro de obras, y lo estaré siempre, pues encarnáis unos valores ancestrales que admiro muchísimo. Si Amenmés fuera demasiado lejos, intentaría impedírselo, pero no me pidáis que haga nada más.
—Mañana tendréis mi respuesta.
—Entretanto, podríais hacerme un favor: dejad el trabajo en la tumba de Seti y abandonad el Valle. Si lo hicierais, Amenmés se tranquilizaría bastante.
—Está bien, pero con la condición de que los policías nubios mantengan la guardia y que no intentéis forzar el paso.
—Amenmés no me lo ha ordenado, y espero no tener que llegar a tales extremos.
El general regresó con sus hombres con la esperanza de que la tozudez del maestro de obras no se debilitara; si se negaba a obedecer al nuevo rey, provocaría la cólera de Amenmés contra el conjunto de la cofradía, que muy pronto quedaría indefensa. Méhy propondría al monarca colocar la aldea bajo un estricto control militar, que él garantizaría para mejor apoderarse de sus tesoros ocultos.
En cuanto el equipo de la derecha regresó a la aldea, mucho antes del día previsto, los rumores empezaron a circular y el nerviosismo se apoderó muy pronto del conjunto de los habitantes: ¿pondría fin Amenmés a la misión sagrada de los artesanos y destruiría el Lugar de Verdad?
Kenhir dirigió unas palabras a los aldeanos, y los ánimos se templaron un poco, pero el escriba de la Tumba no ocultó que la cofradía estaba en peligro y que era preciso que tomara, con la mayor rapidez, una decisión de la que dependería su porvenir. Con la aprobación de la mujer sabia, Turquesa llevó de inmediato a las sacerdotisas de Hator hasta un oratorio, para implorar la protección de la diosa.
Incluso el mono verde dejó de hacer travesuras; en cuanto a Bestia Fea, ésta se apostó junto a la puerta principal.
En presencia de la mujer sabia y del escriba de la Tumba, los dos equipos se reunieron en el patio al aire libre del templo de Maat y de Hator. Los artesanos tenían un aire sombrío, y todos depositaban sus esperanzas en la prudencia de los demás.