La reina Tausert acaba de dar a luz un niño —anunció el general Méhy con gravedad.
El príncipe Amenmés estaba mirando al cuartel principal de Tebas por una de las ventanas de su residencia, dándole la espalda a Méhy.
—¿Se conocen las intenciones de mi padre?
—Desea que el niño sea asociado al trono, y ésa es también la voluntad de la reina.
Se hizo un prolongado silencio.
—General, no me habíais dicho que vuestros especialistas han fabricado un nuevo carro de guerra más ligero y robusto que los modelos utilizados por los ejércitos del Norte.
—No os lo había dicho por una razón muy simple, príncipe: no está terminado aún.
—Pues los dos técnicos a los que yo he consultado no opinan lo mismo.
—Son demasiado optimistas.
—Lo comprobaré yo mismo.
—No corráis riesgos innecesarios y…
—A partir de hoy, tomo el mando de las tropas de Tebas acuarteladas en Elefantina, y de las que custodian las fortalezas de Nubia. Os mantengo en el grado de general, siempre que ejecutéis mis órdenes al pie de la letra y no volváis a ocultarme nada. Al menor paso en falso, Méhy, seréis destituido.
El general se inclinó.
—Haced que vengan los escribas para dictarles un decreto —ordenó Amenmés.
—Un decreto… Debo entender que…
Amenmés se dio la vuelta y Méhy se percató de que su rostro había cambiado: la mirada se había hecho penetrante, los rasgos imperiosos.
—¿No he hablado bastante claro?
—Estoy a vuestras órdenes, majestad.
Amenmés esbozó una triunfante sonrisa.
—No habéis perdido vuestra inteligencia, general; mejor para vos. En cuanto haya terminado de dictar mi decreto, nos dirigiremos a Karnak.
Amenmés, «el hijo de Amón», eligió como nombre de coronación «el que es estable como Ra, el elegido de la luz divina» con la bendición del sumo sacerdote de Karnak; tomó como esposa a una tebaica de origen extranjero y la instaló en el palacio real.
El nuevo faraón se hizo reconocer por los nobles tebaicos que lo aclamaron y exigió de ellos una fidelidad a toda prueba. Diversos mensajeros partieron enseguida hacia todas las provincias del país para comunicar la noticia: Egipto era gobernado de nuevo y en él pronto reinaría la prosperidad. Un gran banquete, durante el que Serketa no dejó de hacer arrumacos y dirigir miraditas al monarca, había reunido a la corte de Amenmés, y todo el mundo se había esforzado en parecer alegre y relajado.
En cuanto regresó a su casa, Serketa se desnudó e hizo que le dieran un masaje. Ya más descansada, se reunió con Méhy en su despacho.
—¿Aún estás trabajando? ¡Pero si hoy es fiesta!
—No debo perder ni un minuto. Tengo que enviarle una carta cifrada a Seti, explicándole que ya no dispongo de autonomía alguna pero que sigo siendo su fiel súbdito.
Serketa se sentó en las rodillas de su esposo y le susurró:
—Esto es muy excitante… Dos faraones, un padre y un hijo que se detestan, una inminente guerra civil… ¡Estamos de suerte!
—Será una partida muy dura, amor mío, pues el joven Amenmés ha cambiado mucho. Pensaba que podría manejarlo como a una marioneta, pero ha salido de su letargo para convertirse en jefe de los ejércitos.
—¿Quién atacará primero?
—Ése es el problema, pichoncito; el agresor será considerado como un rebelde, y el pueblo temerá que atraiga sobre él la maldición de los dioses.
—¿Cuándo dejará la gente de creer en esas viejas supersticiones? Será, pues, conveniente seguir incitando a Amenmés y hacerle perder los estribos… ¿No es nuestro ejército superior al de Seti?
—Es difícil saberlo a ciencia cierta. Si éste recurre a los regimientos apostados en las fronteras, tendrá con él un gran número de soldados experimentados. Y hay algo más inquietante aún: Amenmés comienza a desconfiar de mí y podría seguir su propio camino sin consultarme.
—Eso no estaría bien, dulce amor mío… ¡No vamos a perder, ahora, el fruto de nuestros esfuerzos!
—No, claro que no.
Paneb había pasado un día y una noche mirando el cielo para contemplar en él el oro del sol, la plata de la luna y el lapislázuli de la bóveda estrellada. Inscribió en su mirada los metales del universo que, también ellos, entraban en la composición de la materia prima. Su vista se aguzó, y el pintor se llenó de júbilo cuando tuvo la impresión de penetrar el firmamento. Su mano acarició el vientre de las estrellas y danzó como una constelación.
La revelación del maestro de obras, en la Tumba de Seti II, le había ensanchado el corazón; ahora Paneb lograba percibir las pulsaciones y las vibraciones del Nun, esa energía que estaba presente en todas partes.
Por ello avanzó sin temor por el desierto donde merodeaban monstruos con cuerpo de león y cabeza de halcón que el guerrero más hábil no conseguía vencer. Pero el coloso sentía la necesidad de franquear las fronteras de lo visible para alimentar su obra con esa sustancia impalpable que se ocultaba en el agua de un pozo, en la lluvia que brotaba del cielo, en la inundación que fecundaba las tierras o en el fuego que hacía inhabitable el desierto.
Cuando Paneb cruzaba un altozano, un ronco aliento le alertó. Se volvió lentamente y divisó un enorme chacal con el pelo de un color negro reluciente bajo la luz plateada.
Era Anubis, el dios encargado de guiar a los muertos hasta el tribunal del otro mundo… El animal era muy soberbio, por lo que Paneb no sintió miedo alguno, y decidió seguirlo.
El chacal prosiguió su camino, y el coloso no vaciló ni un instante. Andando tras las huellas de su guía, le pareció realizar un larguísimo trayecto que, en realidad, le devolvió cerca de las colinas del Lugar de Verdad. Una pendiente que debía escalarse, una cresta, un sendero, y el chacal se inmovilizó ante la entrada de la tumba de Nefer el Silencioso, tapada por un gran bloque de piedra.
¡El pintor no se había engañado a sí mismo! Era allí, en el lugar de su obra maestra, el paraje donde debía encarnarla para mostrarse digno de sus iniciadores, utilizando la energía oculta en lo más profundo de sí mismo y que le unía al universo y a los dioses.
Paneb se prosternó ante el chacal, que desapareció en la noche, y a continuación se encerró en la tumba para proseguir allí su trabajo.
Los ritos del alba habían sido realizados, los altares de los antepasados se habían llenado de flores y las amas de casa iban a buscar las jarras de agua que habían transportado los asnos. No tardaron en advertir la ausencia de Uabet la Pura, que solía ser muy puntual.
—Debe de estar enferma —sugirió la esposa de Pai el Pedazo de Pan.
—Voy a ver —decidió Turquesa.
Aperti abrió la puerta.
—¿Se encuentra mal tu madre?
—No deja de llorar.
La soberbia pelirroja entró. Uabet estaba tendida en su cama, con la cara contra una almohada.
—Soy yo, Turquesa.
La mujer de Paneb se volvió rápidamente y lanzó una furiosa mirada a la intrusa:
—Tú… ¡Te has atrevido a venir! ¿Cómo puedes ser tan cruel?
—No comprendo, Uabet.
—¿No estás satisfecha con tu victoria…? ¡También tienes que venir a humillarme en mi casa!
—Pero ¿de qué victoria hablas?
—Por fin Paneb ha pasado la noche en tu casa, ¿no es cierto?
—Te equivocas, Uabet. Un pacto es un pacto, y yo nunca lo romperé.
—¿Estás diciendo la verdad, Turquesa?
—¿Te he mentido alguna vez?
Uabet la Pura pareció desconcertada.
—Estaba convencida de que Paneb se había quedado en tu casa porque quería divorciarse de mí y volver a casarse.
Turquesa se sentó en el borde de la cama.
—Disipa tus temores, era sólo una pesadilla, nunca me casaré, y ni Paneb ni cualquier otro hombre harán que cambie de opinión.
—Pero entonces… ¿Adonde ha ido?
—Lo ignoro —confesó Turquesa.
—¡Han sido los canteros! —exclamó Uabet—. Detestan a Paneb y han debido de agredirle. Lo habrán abandonado, herido, fuera de la aldea.
Las dos mujeres corrieron hasta la vivienda de Casa la Cuerda cuya esposa, una morenita agresiva, barría el umbral.
—Queremos ver a Casa —exigió Uabet.
—Mi marido está durmiendo, y tiene la intención de dejar que se le peguen las sábanas. Con el ritmo de trabajo que impone el maestro de obras, los canteros necesitan descansar.
—¿No te ha dicho nada de una pelea con Paneb?
—¡Entre nuestros maridos las cosas nunca irán bien! Será mejor que nos acostumbremos.
La esposa de Casa la Cuerda cerró la puerta. Uabet y Turquesa fueron a casa de Nakht el Poderoso, que devoraba una enorme rebanada de pan con requesón.
—¿Paneb? Ayer noche no lo vi.
—¿No te peleaste con él?
—No, y es una lástima… Algún día lo venceré y tendrá que pedir clemencia.
Karo el Huraño y Fened la Nariz tampoco les aportaron noticias de Paneb. Se disponían a interrogar a los demás aldeanos y, luego, a avisar al maestro de obras cuando Turquesa pensó en la principal preocupación que obsesionaba al coloso.
—Sólo piensa en la materia prima y en su obra maestra…
—¿Y si hubiera pasado la noche en la tumba que está preparando? —preguntó Uabet.
Al llegar ante la entrada de la morada de eternidad de Nefer el Silencioso, el gran bloque de piedra empezó a moverse y, acto seguido, Paneb apareció de detrás de él, deslumbrado un instante por el sol. En su rostro no había ni la menor huella de fatiga.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó, desconcertado.
Las dos mujeres no tuvieron tiempo de responder, pues oyeron unos insólitos clamores procedentes de la aldea.