Para trabajar en la tumba de Seti, Paneb utilizaba dos objetos indispensables: un codo plegable que le permitía comprobar las proporciones, en caso de duda, y el ojo que contenía todas las medidas que le había regalado Ched el Salvador.
Éste había concebido el programa para los tres corredores seguidos que conducían a la sala del pozo, cuyos muros habían sido nivelados con gran esmero y cubiertos de un yeso blanco sobre el que los dibujantes habían trazado los jeroglíficos que componían las Letanías de Ra y el Libro de la cámara oculta. Los extractos elegidos ofrecían al alma real el conocimiento de los nombres secretos de la luz y los de las regiones del más allá, que era preciso atravesar para alcanzar la resurrección.
Los escultores habían creado un admirable retrato idealizado del rey, eternamente joven y coronado como Osiris; de ese modo, vivía la regeneración del dios del imperio de los muertos y del reino subterráneo sin dejar de ser la encarnación del sol, vencedor de las tinieblas. Luego, Seti II era representado haciendo ofrenda a la luz divina, Ra, y a la regla eterna del universo, Maat.
La jornada de trabajo concluía, la luz de las lámparas se debilitaba. La pequeña sala acababa de ser tallada en la roca, pero aún había que dotarla de vida.
—¿Cuándo excavaremos el pozo del alma? —preguntó Paneb al maestro de obras.
—No lo excavaremos.
El pintor se sorprendió:
—¡Pero es necesario! Cuando el sarcófago pase por encima del pozo, la energía que contiene hará que la muerte desaparezca de él.
—¿Cómo se llama esa energía, Paneb?
—Es el Nun, el gran dios llegado por sí mismo a la existencia, el padre de las fuerzas creadoras y la fuente de toda vida.
—Recuerdas los textos que has dibujado, pero ¿realmente has percibido su sentido y su importancia? Que el pozo sea excavado materialmente o no, es algo secundario; concíbelo en espíritu, del mismo modo que pensamos en nuestros antepasados, y aprende que los jeroglíficos y las escenas rituales le dan su plena realidad. Lo esencial es el propio Nun. Para unos, aparece como el caos, las tinieblas insondables, la inmensidad de ese universo que nuestro cerebro no captará nunca; para otros, es lo indiferenciado, lo que era antes del ser y seguirá siendo después de la nada, la sustancia vital invisible presente en cualquier forma. Cuando excavas unos cimientos para hacer nacer el templo, tocas el Nun; la inundación es uno de sus aspectos, el soplo del viento otro y, cuando te duermes, te reúnes con él. Por él bogan las barcas solares; de él, de lo no creado, procede cualquier creación. En cuanto cruzas conscientemente los límites del mundo visible, penetras en él.
—¿Significa eso que el Valle de los Reyes es una de sus expresiones?
—Sí, Paneb, está situado en el Nun, como nuestra tierra, un islote que emergió por un tiempo limitado. Esta energía ilimitada nos envuelve y alimenta tanto nuestro espíritu como nuestro cuerpo. Nosotros, artesanos del Lugar de Verdad, tenemos el privilegio y la responsabilidad de vivir en el interior del Nun cuando moldeamos una morada de eternidad donde se expresa su omnipotencia. Gracias a la armonía que transforma la materia bruta, la energía del origen se revela sin desvelarse. Y sin ella sólo excavaríamos tumbas, no santuarios de vida.
—¿Quieres decir que el Nun es… la materia prima?
—Es tarde, Paneb, y querías exponerme un proyecto para la decoración de esta sala.
—¿Estás segura? —preguntó Pai el Pedazo de Pan a su esposa.
—Completamente.
—¡Esta vez, es demasiado! No me importa ser un buen chico y mostrarme paciente, pero no deben burlarse de mí.
—¿Qué podemos hacer? No es seguro que el tribunal nos dé la razón, sobre todo si lo preside el escriba de la Tumba.
—¡Estoy en mi derecho!
—¡Dile entonces lo que merece!
Mentado por la legítima cólera de su esposa, Pai el Pedazo de Pan consultó con sus colegas Unesh el Chacal y Gau el Preciso, que compartieron su indignación y lo acompañaron hasta el despacho de Kenhir.
El viejo escriba estaba leyendo el correo oficial, que no contenía nada alarmante, y dirigió una sombría mirada al trío:
—¿Qué pasa ahora?
—¡Tienes que escucharnos, Kenhir! —exigió Pai, con las mejillas encendidas.
—¿Tenéis algo que decirme?
—¡Ya lo creo! ¿Por qué te niegas a concederme las jarras de cerveza que me corresponden? Ya no hay una sola en casa y me niego a ser tratado de modo tan deplorable. Cuando hay algo que hacer, no dudas en llamarme; pero cuando distribuyes buena cerveza, te olvidas de mí.
—Es por tu bien.
—¿Cómo que por mi bien?
—Estás muy obeso, Pai, y beber demasiada cerveza agravaría tu estado.
—Por muy escriba de la Tumba que seas, no puedes decirme lo que debo hacer.
—Estás en un error, Pai: si caes enfermo, tu ausencia retrasará el trabajo del equipo y esa demora nos perjudicará a todos. Como estamos en plena excavación de una tumba real, debo velar por tu salud. Y que tus amigos no te den de beber a escondidas, pues acabaría sabiéndolo y me vería obligado a tomar medidas disciplinarias.
Los tres dibujantes salieron de la casa del escriba, se miraron y pensaron que la cara de Kenhir merecía ser colocada entre las rocas más duras.
El escriba de la Tumba se sentó en su taburete y puso las manos sobre su bastón. Esperó a que los miembros del equipo de la derecha hubieran encendido las lámparas en la morada de eternidad de Seti II para dirigirse al maestro de obras.
—El nerviosismo se apodera de tu equipo, Nefer, y el de la izquierda no se muestra mucho más sereno. Hay ha tenido que regañar a los artesanos dos veces esta semana, y he restringido la distribución de cerveza fuerte para evitar que se emborrachen.
—Es normal que estén inquietos —alegó Nefer—. Están descontentos porque preparan una tumba que el faraón reinante no se ha dignado visitar.
—¡Cuándo se trabaja correctamente, no hay tiempo para ponerse nervioso!
—Todos saben que el nacimiento del hijo de Tausert y Seti II enfurecerá al príncipe Amenmés.
—Si es mínimamente inteligente no se enfrentará a su padre. Seti vendrá a presentar su hijo al dios Amón de Karnak, Amenmés se inclinará ante el rey legítimo y todo volverá a la normalidad.
—Me alegra vuestro optimismo, Kenhir.
—No te confíes, Nefer, es sólo fachada. He sabido que el príncipe Amenmés había hablado varias veces con el sumo sacerdote de Karnak y que las autoridades de la región se sorprenden de su radical cambio de actitud. Tras haber probado los placeres de la existencia, el príncipe se ha convertido en un verdadero soldado, tan capaz de mandar como de combatir en primera línea. Y este afán guerrero no presagia nada bueno.
—Algunas personas se conforman con veleidades; esperemos que Amenmés sea una de ellas. Además, ¿no se encarga el general Méhy de asegurar nuestra protección?
—Bastaría un simple decreto real para que perdiéramos esa protección.
—¿Por qué iba a asestarnos Seti un golpe bajo cuando estamos preparando su morada de eternidad?
—Pero la reina Tausert detesta el Lugar de Verdad. Al intentar sustituirme por un espía a sueldo, esperaba introducir un gusano en la fruta.
—Pero fracasó —recordó Nefer—, y ésa es la prueba que demuestra que la pareja real considera que nuestro trabajo es fundamental.
Kenhir inclinó la cabeza.
—No me ha gustado mucho el comportamiento de Unesh el Chacal, estos últimos días —murmuró—. Se une a uno u otro para protestar, aun manteniéndose algo atrás, como si intentara hundir a la comunidad permaneciendo en la sombra.
—¿Qué estáis insinuando, Kenhir? —preguntó el maestro de obras—. ¿Acaso habéis identificado al aldeano que nos traiciona?
—No tengo prueba alguna de la culpabilidad de Unesh, pero me gustaría que no le quitaras los ojos de encima.
—¿Nada más?
—No. ¿Por qué tanto misterio en torno a la sala del pozo?
—Paneb me ha hecho una sorprendente proposición que he aceptado, y ha comenzado a pintar.
Kenhir frunció el ceño.
—No me gustan demasiado las sorpresas en lo referente a la decoración de una tumba real.
—Esta tumba es muy especial, puesto que debemos actuar en ausencia del rey y con la incertidumbre de qué pasará en el futuro. ¿No era necesario tener en cuenta estas circunstancias?
—Si la iniciativa de Paneb no es conveniente, habrá que borrar y empezar de nuevo.
—Venid a ver.
Kenhir, irritado, se metió en el primer corredor, cuyos textos examinó, temiendo descubrir en ellos algunas fantasías. Pero no advirtió ninguna falta, e incluso comprobó que el revoque era de excepcional calidad. En cuanto a las escenas de ofrendas, se adecuaban perfectamente a los modelos rituales. Pero quedaba por examinar la famosa sala del pozo. Diez lámparas de tres mechas producían una intensa luz que ponía de relieve cada detalle de las sorprendentes pinturas de Paneb.
Ni escenas de ofrendas, ni divinidad, sólo la representación de los objetos sagrados que, durante los funerales de un faraón, eran depositados en la tumba: un halcón sobre una insignia, una cobra, un toro, un chacal, un ibis, un cocodrilo y algunas estatuas que mostraban al faraón en una barca, manejando un cetro, de pie sobre una pantera o representado en forma de un niño desnudo tocando el sistro, y un ritualista con una ofrenda real.
—Thuty fabricará en oro estos objetos, siempre que la cofradía no sea arrastrada por la tormenta —precisó el maestro de obras—. Si por desgracia fuera así, al rey no le faltaría de nada porque esas pinturas, una vez animadas por los ritos, se convertirían en realidad.
Kenhir estaba atónito. Paneb había elegido formas simples, sin elegancia, pero que encarnaban las diversas potencias que acompañarían al alma del rey durante su perpetuo viaje por el más allá. Un fino contorno rojo subrayaba algunas figuras, y todas estaban pintadas del color del oro.
—¿Estáis satisfecho, Kenhir?
—No, estoy harto.