Había transcurrido casi un año desde la coronación de Seti II, y el tiempo parecía haberse detenido, salvo para los artesanos del Lugar de Verdad que habían recibido del monarca la aprobación del emplazamiento de su morada de eternidad en el Valle de los Reyes. Los equipos de la derecha y de la izquierda habían trabajado allí, alternándose, al igual que en el Valle de las Reinas, donde proseguía el programa de restauración.
El príncipe Amenmés no había tomado decisión alguna, pero había salido de su letargo para seguir un entrenamiento militar comparable al de los soldados de élite. Aquella actitud le había valido la simpatía del ejército tebaico, decepcionado por la falta de consideración del faraón que, según los informadores del general Méhy, ya no salía de Pi-Ramsés.
Entre éste y su hijo no había contacto alguno, ni siquiera una carta, y Amenmés seguía sin haber jurado fidelidad a su padre. La tensión y la inquietud reinaban aún, y había una pregunta que se hacían los ciudadanos una y otra vez: ¿por qué el rey no manifestaba su autoridad de un modo u otro? Era evidente que debía preocuparse de consolidar las fronteras del nordeste y evitar una revuelta en Siria-Palestina, pero las consecuencias de la firmeza de Merenptah eran perceptibles aún y ningún peligro de invasión parecía amenazar a Egipto a corto plazo. El faraón también debía tener cuidado con la actitud de los altos dignatarios, dispuestos a fomentar conjuras, pero el canciller Bay, el hombre fuerte del régimen, parecía haberle tomado la medida a la corte de Pi-Ramsés, con la ayuda de la reina Tausert, que se reafirmaba día a día como una mujer de Estado. ¿Por qué toleraba, ella también, la larvada sedición de Amenmés?
Méhy estaba cada vez más inquieto a causa de esta situación.
Los tesoros del Lugar de Verdad, aunque estaban muy cerca, parecían, sin embargo, inaccesibles, tanto más cuanto el traidor no había descubierto aún la menor pista que condujera a la Piedra de Luz. Y estaba ocupado, con su equipo, excavando y decorando la tumba de Seti II, incomunicado, pues, durante varios meses. Méhy había intentado, varias veces, abordar con Amenmés el problema del estatuto particular de la aldea de los artesanos, pero el príncipe no parecía interesado en hablar de ello, pues estaba demasiado ocupado aprendiendo el manejo de las armas.
La dulce Serketa pasaba horas y horas en el laboratorio de Daktair, perfeccionando su conocimiento de los venenos, que probaba en pequeños roedores cuya agonía, más o menos rápida según los productos, la entretenía; a la esposa del general le hubiera gustado emprenderla con animales mayores, pero el sabio se lo había desaconsejado, por miedo a que lo pusiera en un compromiso. Apreciaba mucho a su discípula, que se mostraba imaginativa y disipaba su neurastenia. Daktair ya no creía en la posibilidad de transformar Egipto en un país moderno donde la ciencia y la técnica borraran las antiguas creencias, pero la determinación de Serketa a veces le devolvía la esperanza. Pero también era preciso que estallara un conflicto interno para que pudieran emerger nuevas fuerzas. Por medio de correos confidenciales, Méhy seguía asegurándole al faraón su absoluta fidelidad, al tiempo que le señalaba que el príncipe Amenmés no había renunciado a sus ambiciones. El general, claro está, hacía todo lo posible para convencer al hijo del faraón de que no hiciera nada que luego pudiera lamentar.
Por mucho que Méhy se lo preguntaba, no lograba comprender las razones de la espera de Seti II, sobre todo con el nombre que el faraón ostentaba. Él, el protegido del dios Set, debería de haber caído como un rayo sobre aquel hijo rebelde que osaba desafiarlo. ¿Y por qué la reina Tausert, que no sentía afecto alguno por Amenmés, no empujaba al rey a actuar?
Un oficial destinado a Pi-Ramsés, autorizado a visitar a sus abuelos tebaicos, le proporcionó la respuesta al general Méhy, a cambio de una cuantiosa recompensa. Como la noticia iba a hacerse oficial muy pronto, Méhy acudió presuroso a la residencia que ocupaba el príncipe Amenmés, cerca del cuartel principal, para ser el primero en comunicársela.
Méhy tuvo la desagradable sorpresa de encontrar al hijo de Seti acompañado por dos especialistas de los carros, a los que había pedido que no se acercaran al príncipe.
—¡Venid aquí con nosotros, general! Cada día sé más cosas sobre la calidad del armamento tebaico —reveló Amenmés—. Nunca podré agradeceros lo suficiente haber puesto a punto tan formidable máquina de guerra. Pero ¿qué os pasa? Tenéis mala cara. ¿Malas noticias?
—Debo hablaros a solas.
Los dos especialistas de los carros desaparecieron rápidamente.
—Vuestros hombres os obedecen al instante, general… Algún día yo espero conseguir lo mismo. Necesitaba tiempo y he sabido obtenerlo. Bueno, ¿qué es eso tan importante y tan urgente que debíais comunicarme?
—Supongo que no habéis dejado de preguntaros las causas del prudente silencio de vuestro padre.
—He llegado a una conclusión: se conforma con reinar sobre el Norte.
—Según la información que acabo de recibir, eso no es exactamente así.
El príncipe se sintió intrigado:
—¡Explicaos, general!
—La reina Tausert está embarazada.
—Embarazada… ¡Si da a luz a un varón, mi padre tendrá otro hijo! Un hijo al que elegirá como corregente en mi lugar, y perderé así cualquier legitimidad. ¡De modo que ése es el proyecto que concibió con la perversa Tausert!
Amenmés agarró la empuñadura de un puñal y lo lanzó, furioso, hacia un mapa de Egipto que estaba dibujado en un muro. El arma se hundió en la pared, tras haber atravesado el nombre de la capital, Pi-Ramsés.
—¿Cuándo parirá la reina?
—Dentro de unos dos meses —repuso Méhy.
—Si mi padre se atreve a humillarme, no permitiré que se aproveche del trono durante mucho tiempo.
Cuando Paneb regresó del Valle de los Reyes para tomarse dos días de descanso tras ocho de trabajo, tenía en la cabeza varios proyectos. Primero, proseguir su obra maestra, que le exigía todo el talento y toda la técnica de los que era capaz, e incluso más; luego, proponer a Nefer el Silencioso una decoración inédita para la sala del pozo de la Tumba de Seti II. Esta morada de eternidad era muy distinta de la de Merenptah. La situación del reinado no era en absoluto semejante y la tripulación del Lugar de Verdad no podía limitarse a realizar una simple imitación. Pero la idea del pintor era tan sorprendente que tal vez el maestro de obras la descartara.
Paneb esperaba que Uabet la Pura le hubiera preparado una de esas suculentas comidas cuyo secreto poseía, pero en su lugar, en cuanto cruzó el umbral de su morada, su esposa se le echó a los brazos, llorando.
—¿Qué sucede?
—Ven a ver la cocina —consiguió articular Uabet entre sollozos.
El lugar estaba devastado. Botes rotos, marmitas volcadas, sacos de carbón despanzurrados, verduras esparcidas… Para Uabet la Pura, extremadamente cuidadosa, aquello era un cataclismo.
—¿Quién lo ha hecho?
—Tu hijo y su mono verde… En vez de esperar tranquilamente mi regreso del templo, han transformado mi cocina en un campo de juego y éste es el resultado. Como Aperti tenía prisa por ir a la escuela, ni siquiera ha escuchado mis reproches.
—¿No has podido retenerlo?
—Nuestro hijo sólo tiene once años, pero ya es más robusto que algunos adultos.
Paneb permanecía extrañamente tranquilo.
—Iré a buscarlo.
—¡No seas demasiado severo, te lo ruego! Aperti es sólo un chiquillo… Y aunque haya cometido una gran tontería, no merece un castigo desproporcionado.
Paneb besó dulcemente a su esposa en la frente. Luego fue a la escuela, donde un artesano del equipo de la izquierda daba una clase de matemáticas, pero descubrió que su hijo Aperti no estaba allí, sino en casa de Gau el Preciso.
—¿Está aquí mi hijo? —le preguntó a la esposa del dibujante.
—Sí, ha venido a que mi marido le explicara una división demasiado complicada para su gusto.
—Decidle que venga.
—¿No quieres entrar?
—No, Uabet nos espera.
Cuando Aperti apareció por la puerta, parecía bastante tranquilo.
—¿Por qué no has ido a la escuela?
—El profesor no me gusta… Prefiero a Gau. Él me ha dado la solución del problema.
—Dicho de otro modo, ¡eres un tramposo!
Gau intervino, con su voz ronca.
—No es tan grave, Paneb; ahora, tu hijo ha comprendido bien el principio de la división. ¿No es eso lo más importante?
—Te lo agradezco, Gau. Ven aquí, Aperti.
El muchacho empezó a correr como si quisiera escapar de su padre. Pero a pocos pasos de su casa, un poderoso puño lo levantó del suelo y el chiquillo se halló ante la mirada enojada del coloso.
—¿Por qué has destrozado la cocina?
—¡Estaba divirtiéndome con mi monito verde!
—Le has faltado al respeto a tu madre.
—Tengo derecho a…
Paneb le soltó una sonora bofetada a su hijo que casi le hizo saltar las lágrimas.
—No tienes ningún derecho, sólo obligaciones, y la primera de ellas consiste en venerar a la madre que te ha dado la vida.
Durante más de tres años te dio el pecho y no tuvo reparos en limpiar tus excrementos. Ella te enseñó a hablar, a leer y a escribir, ella vela por tu salud. Prostérnate ante tu madre y no vuelvas a comportarte así nunca, Aperti. De lo contrario, te partiré los huesos y te expulsaré de la aldea.