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Con el cuerpo perfumado, soberbia en su desnudez de mujer enamorada, Turquesa había arrastrado a Paneb por el camino del placer. Cada vez que se entregaban el uno al otro, el coloso tenía la sensación de descubrir una nueva amante de inagotable imaginación.

Los amantes, hechizados, se contemplaban como si acabaran de renacer.

—No envejeces, Turquesa… ¿Cuál es tu secreto?

—La magia de la diosa Hator.

—¿No habrás buscado, tú también, la materia prima?

—Nuestro camino es distinto del de los artesanos.

—¡Pero seguro que la utilizáis!

—¿No es la propia Hator el amor infinito que une todas las formas de vida del universo entre sí?

—Y si la materia prima fuera ese amor…

—Los aldeanos dicen que te encierras durante todo el día en la tumba de Nefer el Silencioso y que no permites que nadie vea tu trabajo.

—Es cierto… Sólo el viejo Kenhir tuvo el privilegio de contemplar una escena que le mostró el maestro de obras. Desde entonces, cierro la entrada con una gran piedra; incluso el propio Nefer desconoce mi obra maestra.

—Pero si no conoces la materia prima, ¿no estarás abocado al fracaso?

—El fracaso sería esperar descubrirla en la madera, el fuego o quién sabe dónde. No sirve de nada pasar el tiempo preguntándose sobre ella. O soy capaz de realizar una obra maestra o no lo soy; la materia prima es la unión de mi corazón y mi mano, y sólo hay una realidad verdaderamente importante: hacer. Y lo que yo sé hacer es pintar.

Unos agudos gritos intrigaron a los amantes.

—¡Es Bestia Fea! —exclamó Turquesa, cubriéndose con un velo de lino para ir a abrir la puerta.

La oca de cuello amarillo con franjas negras graznaba hasta desgañitarse con la evidente intención de entrar en casa de la sacerdotisa de Hator.

—Tengo la sensación de que Bestia Fea desea decirte algo, Paneb.

—A mí, pero… ¡Sí, tienes razón! Llegaré tarde.

Paneb fue el último en presentarse ante Karo el Huraño, que realizaba las funciones de guardián del umbral en la puerta del local de reunión del equipo de la derecha.

—Ya iba a cerrar la puerta —gruñó el Huraño.

—Aún está abierta y eso es lo que cuenta.

Todos los artesanos ocupaban el lugar que les estaba reservado, y el maestro de obras invocó a los antepasados para que siguieran protegiendo la cofradía y trazando su camino. Por la gravedad del tono, los miembros del equipo intuyeron que Nefer tenía malas noticias que darles.

—No hay ninguna visita del faraón prevista hasta nueva orden, sin embargo, nos ha encargado que preparemos su morada de eternidad —reveló—. De modo que mañana partiremos hacia el Valle de los Reyes para elegir un emplazamiento.

—¿Y si al faraón no le gusta? —se preocupó Fened la Nariz.

—Ya veremos.

—¿Por qué no viene a vernos el rey? —preguntó Nakht el Poderoso.

—Porque su hijo Amenmés está en Tebas.

—¿Se conocen ya sus intenciones?

—Nada concreto aún, pero no ha jurado fidelidad a su padre, como si se dispusiera a tomar el poder en la ciudad del dios Amón.

—El Sur contra el Norte… ¡Y nosotros en el medio!

—De momento, tenemos que excavar una tumba real; y no hay nada más maravilloso —dijo Paneb.

—¿Y el equipo de la izquierda? —se preocupó Ipuy el Examinador.

—Trabajará en el Valle de las Reinas, dirigido por Hay. La roca allí es de calidad mediocre, por lo que hay que restaurar varias tumbas antiguas.

—¿Has pensado ya en el plano de la tumba? —preguntó Gau el Preciso.

—Hablaremos de ello cuando estemos allí.

La respuesta del maestro de obras sorprendió a los artesanos; por lo general, Nefer no se mostraba tan evasivo.

—Mañana, al alba, Kenhir distribuirá las herramientas y nos pondremos en camino hacia el Valle.

El escriba de la Tumba, despertado por su joven esposa cuando el sol no había salido aún, mordisqueó un pedazo de pan tierno antes de dirigirse, cojeando, hacia la cámara fuerte y abrirla al abrigo de las miradas para sacar mazos, cinceles de cobre de distintos tamaños y picos que repartió entre los artesanos. Imuni, el escriba asistente, anotó con precisión lo que se entregaba y quién lo recibía, y el pequeño grupo comenzó a trepar por el sendero lentamente, para no dejar atrás a Kenhir.

—El viejo está de un humor terrible —advirtió Pai el Pedazo de Pan—; cada vez es más autoritario e intransigente.

—A su edad ya no va a cambiar —consideró Renupe el Jovial—. Además, él ya no está para estos trotes.

—¡Y un cuerno! —objetó Thuty el Sabio—; dentro de unos minutos trepará más rápido que nosotros. No se perdería una estancia en el Valle por nada del mundo. Allí, nada es como en otra parte; es como si nos autorizaran a entrar vivos en el otro mundo.

Muchos compartían la opinión del orfebre. Cuando el equipo pasó por la estación del collado, para depositar allí esteras, jarras de agua y provisiones, todavía se discutían problemas de familia y de salud, pero cuando se inició el descenso que llevaba a «la gran pradera», donde vivían las almas de los faraones resucitados, se hizo el silencio.

No eran obreros como los demás, sino una tripulación encargada de navegar por un paisaje sagrado, inaccesible a los profanos, donde debían explorar una ruta nueva excavando la roca; incluso el traidor sintió cierta emoción al franquear la estrecha puerta de piedra del Valle de los Reyes, custodiada por policías nubios. Pero sabía perfectamente que ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás y que había sido demasiado humillado para perdonar. Si se hubiera hecho justicia, habría sido él el encargado de conducir a la cofradía hacia su destino, en lugar de Nefer el Silencioso.

Al cruzar el umbral del Valle, a todos les sorprendió descubrir a la mujer sabia, que llevaba una larga túnica dorada.

El maestro de obras se inclinó ante ella.

—En ausencia del faraón, condúcenos al justo lugar donde debemos excavar su morada de eternidad.

Clara ciñó a los riñones de Nefer el delantal de oro que simbolizaba su dignidad de jefe de los constructores y le confería la autoridad necesaria para dar el primer golpe de cincel en la materia bruta; protegiendo su garganta, el nudo de Isis apartaba de él las fuerzas maléficas y liberaba su pensamiento hacia la obra que debía realizarse.

Con la mujer sabia y el maestro de obras a la cabeza, la procesión pasó ante la morada de eternidad de Ramsés el Grande, caminó por las piedras que cubrían la de Tutankamón, un santuario secreto que muy pocos iniciados conocían, tomó un sendero hacia el suroeste antes de bifurcar hacia el oeste y, luego, volver hacia el sur para dejar atrás la tumba de Tutmosis I y detenerse quince metros más allá, frente al acantilado.

El lugar era extraño, como apartado del Valle. Todos experimentaron una sensación de profunda soledad, pero sin tristeza alguna.

Fened la Nariz se acercó. Olisqueó la roca, la besó, la acarició. Y lo hizo varias veces para entrar en íntimo contacto con ella, sentir la circulación de la vida por sus venas, saber si consentiría abrirse.

—La roca acepta —concluyó.

Los artesanos formaron un semicírculo, y Nefer el Silencioso se adelantó.

Tras haber consultado el plano que indicaba el emplazamiento de las tumbas reales, uno de los principales secretos de Estado, el maestro de obras había advertido que el acantilado estaba intacto en aquel lugar.

Dio el primer golpe de mazo y hundió el cincel de oro en la piedra virgen para fecundarla de la obra futura.

A todos los presentes se les encogió el corazón, con la convicción de que la cofradía se introducía una vez más en lo invisible para hacer aparecer en la tierra un nuevo rostro de la eternidad. Apenas perceptible, la vibración producida por las herramientas llenó, sin embargo, el circo montañoso, como si el Valle entero diera su consentimiento a la tripulación del Lugar de Verdad.

El maestro de obras se apartó y Paneb blandió el pesado pico de piedra en el que el fuego del cielo había trazado el hocico y las dos orejas del dios Set.

Y el fuego penetró la roca.

Excavar la roca con los grandes picos y los cinceles biselados de acuerdo con las instrucciones del maestro de obras, quitar los fragmentos transportándolos en pequeños cestos, limpiar las herramientas, dormir en las chozas de piedra de la estación del collado, volver a trabajar en el Valle… Gracias a la coherencia que reinaba en el equipo, la obra se había organizado sin contratiempos.

Sólo Ched el Salvador, cuya agudeza visual se mantenía gracias a los remedios de la mujer sabia, no participaba en esta fase de los trabajos. En el taller al aire libre instalado junto a la Tumba, preparaba la decoración de la puerta monumental y del primer corredor.

—Tal vez sea sólo una impresión mía, pero tengo la sensación de que los trabajos se están desarrollando a un ritmo bastante acelerado. Se diría que tienes prisa, y eso no es propio de ti —le dijo a Nefer.

—Así es, no tenemos tiempo que perder.

—¿Acaso tienes algún tipo de información confidencial que prefieres mantener en secreto?

—No, Ched; sólo intento adaptarme a ese lugar preciso y al momento en que vivimos.

—Sin ánimo de ser pesimista, creo que eso no es buena señal.

—Aún no lo sé… ¿Te ha hablado Paneb de su obra maestra?

—Algo me ha dicho… No quiere que nadie lo ayude. Creo que no le ha hecho mucha gracia dejar la tumba que te está preparando, pero viendo la energía con la que maneja el pico, se diría que se siente más que feliz de participar en la creación de una nueva tumba real. Ese muchacho tiene una capacidad de trabajo sobrenatural.

—¿Y le bastará para descubrir la materia prima?

—No lo sé… El número de cualidades requeridas es ilimitado, y nadie conseguirá nunca establecer la fórmula del éxito. Pero ¿ya no tienes confianza en los dioses?

—Tranquilízate, Ched.

Bajo la escrutadora mirada de Kenhir, al que Didia el carpintero había dado un sólido taburete de tres patas, el equipo de la derecha avanzaba a buen ritmo, liderados por Paneb y Nakht el Poderoso, que intentaba rivalizar con el coloso.

La mujer sabia no se había equivocado: la roca era hermosa y sana, y cantaba a coro con las herramientas.