Con un hatillo al hombro, los cinco hombres se dirigían al Lugar de Verdad arrastrando los pies. En el embarcadero habían preguntado por la ruta que debían seguir, y habían descansado varias veces para recuperar el aliento, poco impacientes por llegar a su destino.
Apenas estuvieron a la vista del primer fortín cuando varios policías negros los rodearon, y los amenazaron con sus cortas espadas.
—¡Tumbaos boca abajo, pronto! —ordenó uno de ellos.
Aterrorizados, los viajeros obedecieron.
—¿Quiénes sois?
—Campesinos —respondió el más joven.
—¿Qué lleváis?
—Sólo un poco de ropa.
—¡Vamos a verlo!
Los policías registraron los hatillos y no encontraron armas, pero sí una tablilla de madera de aspecto oficial.
—¡En pie, y no hagáis movimientos bruscos!
—¿Adonde nos lleváis?
—A ver a nuestro jefe, Sobek. A él le diréis quiénes sois.
Los cinco hombres fueron, al mismo tiempo, arrastrados y empujados hasta el fortín, donde les ataron las muñecas a la espalda.
El impresionante atleta nubio aumentó sus temores.
—¿De modo que sois campesinos? —preguntó Sobek.
—Trabajábamos en las tierras del templo de Tod —respondió el joven—. Una orden nos ha destinado aquí.
—¿Una orden de quién?
—¡Del faraón en persona!
—¿Para qué tarea concreta?
—Cultivar un campo que el rey ofrece al maestro de obras, Nefer el Silencioso. Mirad la tablilla que nos han entregado: al parecer todo está escrito ahí.
Redactado en un estilo rigurosamente administrativo, el texto confirmaba las declaraciones del campesino.
—Jefe, un vigía dice que se acerca un ejército —le dijo un policía a Sobek.
—Esta vez la cosa es seria… Amontonad a esos tipos en un rincón y no los desatéis. Eran una artimaña para poner a prueba nuestro sistema defensivo. Alertad a los demás fortines y a la aldea.
Los nubios de Sobek, que estaban bien entrenados, pronto estuvieron dispuestos a responder enérgicamente en caso de ataque.
Pero ¿quién había mandado aquel ejército, Seti II o Amenmés? O bien el faraón recientemente coronado quería dejar clara su autoridad en el Lugar de Verdad, o bien su rival intentaba llevar a cabo su primer acto de soberanía. Tanto en un caso como en otro, el enfrentamiento parecía inevitable.
—Por lo menos hay un centenar de hombres con asnos, jefe, pero es extraño… ¡Juraría que a su cabeza va el carro del general Méhy!
Sobek hizo una mueca. Si el general había elegido a sus cien mejores hombres, los policías nubios, a pesar de su bravura, no tenían posibilidades de vencer.
Sobek podía deponer las armas o, incluso, aliarse con las fuerzas que se disponían a destruir la aldea y a expulsar a sus ocupantes; pero se aferraría a su primera misión, por fidelidad a sí mismo y, a la vez, a la cofradía que tanto admiraba.
—Jefe, esto es más extraño aún… Parece que los soldados de Méhy no van armados.
—¿Se han vuelto cegatos todos nuestros vigías?
—No, es cierto.
Sobek salió del fortín para comprobarlo, y vio cómo la tropa se había detenido y Méhy bajaba de su carro.
Los arqueros nubios, dispuestos a disparar, no daban crédito a sus ojos.
—¿Qué queréis, general? —preguntó Sobek.
—He conducido personalmente hasta vosotros a los portadores de regalos enviados por el faraón Seti II para el Lugar de Verdad. He aquí su lista, marcada con el sello real.
El jefe Sobek, atónito, no bajó la guardia.
—Me veo obligado a registrar a estos hombres para asegurarme de que no llevan armas escondidas.
Botes de afeites verdes y negros, gran cantidad de ungüentos olorosos y relajantes, jarras de aceite de ricino, de moringa, de lino, de sésamo y de oliva, lociones para preservar la salud de los cabellos y la piel… El faraón ofrecía a la cofradía una verdadera fortuna en productos de belleza, y al escriba ayudante Imuni comenzaba a dolerle la muñeca, a fuerza de anotar lo que le dictaba Kenhir, maravillado por la calidad del aceite de ricino.
La carta de la pareja real, dirigida al escriba de la Tumba y al maestro de obras, daba testimonio de su confianza en la cofradía y le pedía que eligiera el emplazamiento de su morada de eternidad en el Valle de los Reyes. El monarca, que se encontraba en Pi-Ramsés, no pensaba dirigirse a Tebas de inmediato, pero ello no debía demorar el inicio de los trabajos.
—Todo vuelve a la normalidad —advirtió Nefer.
—Yo no estaría tan segura —objetó la mujer sabia.
—¿Acaso dudas de la palabra del faraón?
—No se atreve a dirigirse a Tebas porque teme una reacción violenta por parte de su hijo Amenmés.
—¿Acaso no se preocupa Seti de reforzar nuestras fronteras del nordeste?
—Sabes tan bien como yo que venir al Valle de los Reyes para venerar a los antepasados es uno de los primeros deberes de un nuevo faraón. Al renunciar a ello, Seti da prueba de debilidad y no respeta en absoluto su nombre.
El juicio de su esposa era severo, pero el maestro de obras no tenía nada que objetar.
—Hay otra cosa que me preocupa —reconoció ella—, y no va a ser fácil quitármelo de la cabeza.
—¿Puedo ayudarte?
—Me temo que no —respondió ella, sonriendo—. Buena parte de las riquezas ofrecidas por el rey se depositarán en el templo, pero hay que repartir el resto de los productos de belleza entre las sacerdotisas de Hator… De modo que las próximas horas se anuncian más bien difíciles.
Clara no se equivocaba. En duras discusiones durante las que se utilizaron argumentos fundamentales, como la antigüedad en la cofradía, el privilegio de la edad o la fragilidad de la epidermis, todas las amas de casa intentaron obtener el máximo para sí mismas.
Sólo Turquesa no tuvo que luchar, como si la luz de su belleza, sobre la que el tiempo no hacía mella alguna, fuera considerada como una protección por todas las mujeres de la aldea. Uabet la Pura se defendió con habilidad, e incluso la joven Niut obtuvo poco más o menos lo que deseaba, sin olvidar una gran jarra de aceite de ricino para su anciano marido.
Mientras la mujer sabia se preocupaba de mantener la armonía en el interior de la aldea, el maestro de obras acudió al primer fortín, donde los cinco campesinos se preguntaban si saldrían vivos de su penosa aventura.
Tras haber consultado el documento oficial que Sobek le mostraba, Nefer tuvo que rendirse a la evidencia: el faraón le regalaba un campo de trigo junto al Ramesseum y pagaba a cinco campesinos para que se ocuparan de él. El maestro de obras podía disponer de la cosecha a su guisa.
—¿No deberíamos desatarlos, Sobek?
—Tienes que comprenderme, Nefer: los he considerado individuos peligrosos, encargados de provocar una distracción antes del ataque del grueso del ejército.
—La iniciativa era buena. Sobre todo, a partir de ahora no debemos bajar la guardia.
—Por lo que veo, esta prueba de la estima del faraón no te parece suficiente…
—La mujer sabia considera que sólo la presencia del faraón en Tebas disiparía todo riesgo de guerra civil.
—El general Méhy opina lo mismo —precisó el jefe Sobek—. Según él, el príncipe Amenmés aún no ha reconocido oficialmente la soberanía de su padre, y este silencio no presagia nada bueno.
—Desde mi punto de vista —dijo Karo el Huraño a Didia el Generoso, que fabricaba un amuleto en forma de nudo de Isis—, el asunto está resuelto: Seti II se limitará a reinar sobre el norte del país y Menfis, mientras que el príncipe Amenmés se abandonará a las delicias de Tebas.
—Eso es contrario a la plena realización del poder faraónico y a la ley de Maat —objetó el carpintero—; si las Dos Tierras se oponen, si el Norte y el Sur se separan, se desatará una verdadera catástrofe. Seti vería tambalearse su trono y Egipto acabaría sumiéndose en la anarquía.
—Los tiempos han cambiado —intervino Thuty el Sabio, que parecía, como siempre, muy frágil—. Tal vez Seti se conforme con lo que tiene para evitar un gran desastre.
—Yo soy pesimista —se apresuró a decir Unesh el Chacal—. Mi olfato me dice que estamos atravesando un breve período de calma antes de la tempestad.
—¡Aprovechémoslo, pues! —recomendó Pai el Pedazo de Pan, que repartió pasteles entre sus compañeros—. Los he cocido yo mismo, y son muy dulces.
—Me preocupa Paneb —confesó Didia el carpintero—; generalmente está de muy buen humor y tiene un carácter muy abierto, pero últimamente lo veo triste, taciturno.
—Creo saber por qué —aventuró Unesh.
—¡Pues bien, habla!
—¿No lo habéis adivinado?
Didia se rascó la sien y dijo:
—No vas a creer que…
—Pues claro.
—¿Pensáis que está preparando una obra maestra? —preguntó Pai.
El silencio demostró al dibujante que ésa era, en efecto, la opinión de sus compañeros.
—¿No es Paneb demasiado joven para enfrentarse a semejante desafío?
—Paneb no tiene posibilidad alguna, y lo sabe, por ello va perdiendo poco a poco su alegría —consideró Unesh—. Y cuando su fracaso se haya consumado, la habrá perdido definitivamente.
—Cualquiera diría que te alegras de su desgracia, Chacal.
—No soporto a los vanidosos. Me gusta ver cómo se dan de cabezazos contra la pared. Artesanos más dotados que Paneb tuvieron la humildad de vivir su oficio, y nada más que su oficio, sin querer dominar la materia prima.
En la colina del oeste, donde se había excavado la necrópolis principal de la aldea, un sordo ruido quebró la quietud vespertina. Paneb acababa de mover la gran roca para cerrar la entrada de la tumba de Nefer el Silencioso, donde había trabajado todo el día, ajeno a los festejos que se organizaban para celebrar la llegada de los productos de belleza enviados por el faraón.