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A la espera de las órdenes de Seti II, el maestro de obras había distribuido las tareas entre los artesanos de ambos equipos, con el acuerdo del jefe del equipo de la izquierda: hacer reformas en el templo principal y en las capillas anexas, rehacer el enlosado del local de reunión, embellecer sus moradas y reparar sus graneros.

Paneb el Ardiente y Ched el Salvador habían dado el último toque a la vasta tumba de Kenhir, cuya boda había sido sellada por el tribunal de la aldea; en presencia de testigos, el escriba había redactado un testamento según el que legaba la totalidad de sus bienes a Niut la Vigorosa.

—Ya estoy en paz conmigo mismo —confió Kenhir al maestro de obras—. Ahora puedo morir tranquilo.

—¿Estáis satisfecho con vuestra tumba?

—Es una maravilla de la que no soy digno… ¡Pero no la cederé a nadie! No tengo prisa para habitar esa suntuosa morada, pero velaré por ella con celoso cuidado. El más allá tiene cosas buenas, Nefer… Gracias al talento de los pintores, los campesinos siegan sin esfuerzo, el trigo está siempre maduro, el viento hincha las velas de los barcos sin desgarrarlas, y yo soy eternamente joven. ¿Qué más se le puede pedir a la cofradía? Si me hubiera visto obligado a abandonar esta aldea, me habría vuelto loco; gracias a ti he escapado a esa desgracia, Nefer.

—Vuestra salvaguarda la debéis sólo a vos mismo y a vuestro trabajo, Kenhir.

—En este mundo donde el conflicto es perpetuo, la fraternidad es una rara cualidad; soy feliz por haber vivido el tiempo suficiente para conocer su fulgor.

El sol brillaba, el agua y los alimentos habían sido entregados, las flores adornaban los altares de los antepasados y la aldea zumbaba como una colmena feliz; pero el maestro de obras seguía inquieto.

—Entramos en una nueva era —le confió al escriba de la Tumba—; el canciller Bay sirve de intermediario entre el faraón y la cofradía, y no estoy seguro de que nos sea favorable.

—Un cortesano sólo busca su beneficio, evitando contrariar a sus superiores; si no le ve la utilidad al Lugar de Verdad, hará todo lo posible por destruirlo.

—Ese tipo es inteligente y artero. Al convencer a la reina de que cambiara de opinión, creo que ha demostrado el alcance de su influencia.

—¿Intuiste qué pensaba realmente?

—Tuve la sensación de que sus ideas no eran definitivas aún y de que se preguntaba sobre la naturaleza concreta de nuestro trabajo.

—Afortunadamente, el general Méhy sigue siendo nuestro protector oficial; pero, tal vez, la presencia del príncipe Amenmés en Tebas acabe perjudicándole y jugando en contra nuestra. Si estalla una guerra civil, la aldea desaparecerá.

—Por esa razón, la Piedra de Luz debe permanecer bien escondida.

—Hasta ahora, el traidor no se ha acercado a ella, y estoy convencido de que aún está muy lejos de descubrirla.

—Debemos estar atentos, Kenhir; ¿acaso no se ha mostrado lo bastante hábil para permanecer agazapado en las sombras?

—Como dice Sobek, este devorador de sombras forzosamente acabará cometiendo un error.

—Yo no estaría tan seguro —objetó Nefer—; nos vemos obligados a actuar teniendo en cuenta su presencia.

—Además está la actitud de la reina… No la emprendió conmigo sólo a causa de mi edad. Tausert tenía la intención de traer a la aldea a una especie de espía que le habría descrito con detalle las actividades del Lugar de Verdad. El nuevo poder quiere someternos y apoderarse de nuestros secretos.

—Sin embargo, la reina renunció a reemplazaros.

—Sí, y me pregunto por qué —reconoció Kenhir—. Temo que esta decisión vaya seguida por una venganza mucho más cruel que mi jubilación.

—La mujer sabia y las sacerdotisas de Hator nos ponen todos los días bajo la protección de la diosa, e intentamos mantenernos en el camino de Maat; ¿pensáis en medidas de seguridad más eficaces?

De vez en cuando, a Kenhir le hubiera gustado disponer de un ejército numeroso y bien equipado; sólo quedaba esperar que el maestro de obras no se equivocara.

Casa la Cuerda y Fened la Nariz aparecieron ante Paneb y le impidieron el paso en el sendero que llevaba a la necrópolis.

—Queríamos hablar contigo —dijo Casa.

—¿Y bien? —respondió Paneb.

—¿Por qué trabajas solo en la tumba de Nefer el Silencioso? Podemos ayudarte.

—Es inútil que insistáis.

—¡No respetas las costumbres!

—Yo, y sólo yo, debo ocuparme de la última morada de mi padre adoptivo.

—¿No eres demasiado vanidoso?

—Eso debe juzgarlo el maestro de obras. Si no está satisfecho con mi trabajo, recurrirá a otros.

—¡Tú lo que quieres es que el patrón te reconozca todo el mérito y que a nosotros nos consideren menos que nada! ¡Eso no nos gusta nada, Paneb!

—Estás muy equivocado, y ahora déjame pasar, tengo trabajo.

—Casa no se equivoca —insistió Fened—; de acuerdo, el maestro de obras te ha elegido como hijo, pero ésa no es razón suficiente para que nos trates como una bazofia.

—¿Acaso has perdido la nariz? Deseo llevar a cabo ese trabajo yo solo, eso es todo.

—No nos dices bastante, Paneb.

—¿Me dejáis pasar o no?

Casa la Cuerda y Fened la Nariz habrían podido recurrir a otros artesanos del equipo de la derecha para oponerse al coloso, cuya tranquilidad les inquietó. Generalmente, a Paneb le gustaba manifestar su cólera, pero esta vez parecía prácticamente impertérrito.

Fened prefirió calmar las cosas.

—No queremos molestarte, Paneb… Muéstranos lo que has pintado y te dejaremos en paz.

—He puesto una gran piedra ante la entrada de la tumba. Si alguien la toca, probará mis puños.

—¡No tienes derecho a tratarnos así! —contestó Casa.

—Pues sed menos susceptibles.

—Mereces una buena lección, Paneb; después tendrás mejor carácter.

—Estoy a tu disposición.

—¡Calmémonos! —exigió Fened la Nariz—. En el fondo, no hay por qué discutir… Basta con que Paneb se muestre algo conciliador y el incidente quedará zanjado.

—El incidente quedará zanjado en cuanto os apartéis de mi camino.

La mirada del coloso se iba endureciendo progresivamente, por lo que Fened y Casa dejaron que subiera hasta la tumba de Nefer el Silencioso, cuya entrada liberó apartando el enorme bloque de piedra.

El fuego era sólo uno de los aspectos de la materia prima, y Paneb no estaba satisfecho con ella. Si la materia prima existía realmente, sólo podía hallarse en el corazón de la roca, en el lugar donde el joven pintor realizaba su obra maestra: la decoración de la morada de eternidad dedicada a su padre adoptivo. Transformaría las mudas paredes en un canto coloreado, intentaría encarnar las múltiples formas de vida en su paleta, para ofrecerlas al alma de Nefer.

Su materia prima era la pintura, y no debía apartarse de ella.

Desde hacía dos días, el traidor tenía fiebre, pues la herida en el hombro que le habían infligido las garras del enorme gato se había infectado.

¡Qué ridiculez! Había conseguido ocultarse en la cofradía, se había movido en la sombra sin dar un solo paso en falso y había preparado el robo de la Piedra de Luz, y ahora, finalmente, había caído víctima de un gato.

No podía ir a ver a la mujer sabia, pues le pediría explicaciones sobre el origen de la llaga. El traidor tenía miedo de enredarse con una mentira y despertar unas sospechas que redujeran a la nada todos sus esfuerzos.

Su esposa le había hecho beber una poción, pero no le había hecho efecto, y la fiebre subía.

—Ve a ver a Clara —le aconsejó ella.

—Es demasiado arriesgado.

—¡Pero puedes caer gravemente enfermo!

—Bastará con desinfectar la herida.

—Yo no tengo las hierbas adecuadas, y Sobek prohíbe a las amas de casa que salgan de la aldea, como medida de seguridad. De momento, ni siquiera tenemos derecho a ir al mercado.

—Hay una solución… Cuando Obed el herrero se hace una herida, se cura con un ungüento a base de cobre.

—¿Sabes dónde lo guarda?

—En un cobertizo para las herramientas, en un anaquel.

—¿Puedo llegar hasta él?

—Sí, se puede entrar cuando Obed está ocupado… Y en estos momentos está forjando armas.

—Si me sorprenden robando un bote de ungüento me llevarán ante el tribunal de la aldea y tendré que dar muchas explicaciones. En el mejor de los casos, seremos expulsados de la cofradía.

—Tienes razón, pero creo que vale la pena correr el riesgo. Si tienes miedo, iré yo mismo.

—Estás temblando; estás demasiado nervioso.

—¿Acaso no estás nerviosa tú también?

—Menos que tú… Iré yo.

La esposa del traidor rompió un bote, cuyos fragmentos puso en un cesto, y luego se lo colocó sobre la cabeza.

—Iré a casa del alfarero para que me dé uno nuevo, así podré pasar ante el cobertizo del herrero.

—¡Debería haber estrangulado a aquel gato! —gritó el herido, furioso.

—En adelante, mantente alejado de él.

Cuando su esposa salió de la morada, el traidor permaneció postrado en la cocina, y su herida le pareció cada vez más dolorosa.

Si su mujer fracasaba, huiría y la abandonaría a la policía de la aldea. Cuando ella hablara, incapaz de resistir la presión de un interrogatorio, él ya estaría lejos del Lugar de Verdad.

Cansado, se adormeció, soñando con un gran dominio, con servidores atentos, con vacas cebadas y finas comidas. Pero cuando tendía una mano hacia un muslo de oca asada, la del maestro de obras lo agarró por la muñeca y soltó un grito.

—Cálmate —le dijo su esposa—; soy yo.

El traidor salió de su pesadilla.

—¿Lo… lo has conseguido?

—Tengo el ungüento.

—¿Nadie te ha visto robarlo?

—Nadie, y he traído un bote nuevo, lo que explicaría mi presencia en la zona de los auxiliares si alguien me preguntara por ello. Ahora voy a curarte.

Veinticuatro horas más tarde, tras varias aplicaciones, la fiebre había bajado y la herida tomaba un mejor aspecto.

El traidor estaba a salvo.