Al canciller Bay no le podían ir peor las cosas: el viaje había sido penoso, pues el viento había partido un mástil y se habían visto obligados a cambiar de barco, su secretario había caído enfermo y, por si fuera poco, Sed II inspeccionaba los cuarteles de la frontera del norte y la reina Tausert se encargaba de despachar los asuntos corrientes. Como tenía confianza en la capacidad de su joven esposa, el nuevo faraón le cedía de buena gana la administración del reino para mejor encargarse del ejército, en vistas a un eventual conflicto con su hijo Amenmés.
El canciller Bay había previsto entrevistarse primero con el rey y soliviantarlo contra la reina, pero el monarca estaba de viaje, por lo que su estrategia se reducía a la nada. Y estaba convencido de que el enfrentamiento con Tausert terminaría con una derrota.
La reina lo recibió en su sala de audiencias privada, a la que sólo tenían acceso los personajes más influyentes del Estado, y Bay quedó, una vez más, deslumbrado por su belleza y su elegancia. Llevaba un vestido de un verde claro que ponía de manifiesto sus perfectas formas; collares y brazaletes de una ligereza casi irreal contribuían a su encanto, al que nadie podía resistirse durante mucho tiempo. Tausert había hechizado a Seti y a la corte, y el propio Bay estaba subyugado por tanta prestancia, aliada a una temible inteligencia.
—¿Estás satisfecho de tu periplo tebaico, Bay?
—Más o menos, majestad.
—Empieza contándome las buenas noticias.
—La provincia es apacible y las tropas del general Méhy os son fieles.
—¿Te has entrevistado con Amenmés?
—No, está enfermo y deprimido; parece ser que se ha dado cuenta de que no estaba a la altura de su padre.
—¿Podría tratarse de una artimaña?
—Es posible, pero Tebas no está en pie de guerra.
—Pasemos ahora a las malas noticias —exigió la reina.
El canciller tragó saliva.
—He hablado con Nefer el Silencioso, el maestro de obras del Lugar de Verdad, para comunicarle vuestras intenciones y…
—¿Cómo que mis intenciones? ¡Se trataba de una orden!
Contrariamente a lo que solía hacer, el canciller fue directamente al grano:
—El maestro de obras se niega a aceptar vuestras órdenes, majestad.
La hermosa Tausert se enfureció:
—¿He comprendido bien, Bay?
—Nefer ratifica lo que escribió, es decir, que desea que Kenhir siga siendo el escriba de la Tumba.
—¿Es consciente de que debe obediencia absoluta al faraón?
—Claro, majestad, y acabará doblegándose ante vuestra voluntad. Pero mi intervención no le ha parecido suficiente y se ha puesto a la defensiva ante la sustitución de Kenhir, cuya salud es excelente.
—¿No estarás defendiendo al tal Nefer, verdad, canciller?
—En absoluto, majestad, y lamento haber fracasado. Pero el hombre es muy tozudo y no será fácil lograr que claudique.
—Generalmente, tienes éxito en las misiones que te confiamos.
El elogio de la reina a Bay le pareció más bien una amenaza.
—Incluso el general Méhy me ha aconsejado prudencia. Si hacemos que el anciano Kenhir se jubile, los aldeanos se disgustarán tanto que no trabajarán con su entusiasmo habitual. Sus tareas pueden desorganizarse, incluso.
—¿Se atreverían a rebelarse?
—El término es excesivo, majestad, pero al parecer esos artesanos aprecian mucho la coherencia de Kenhir.
—Dicho de otro modo, piensas que he cometido un error y deseas que revoque mi decisión.
Al canciller le hubiera gustado que se lo tragara la tierra para no tener que responder. En pocas palabras, podía perder el beneficio de largos años de paciente labor, y su carrera terminaría al pie de la escala de los escribas, en un villorrio de provincias.
—Espero una respuesta, Bay —se impacientó la reina.
Tal y como estaban las cosas, tal vez sería preferible jugar, por una vez, a la sinceridad.
—Después de mi entrevista con el maestro de obras, majestad, creo que es mejor mantener a Kenhir en su puesto. De este modo, la cofradía del Lugar de Verdad no tendría que pasar por ningún altibajo y estaría en condiciones de responder, en el más breve plazo, a las necesidades del faraón. Además, ese escriba es ya muy mayor y…
—Me sorprendes, Bay —interrumpió la reina.
—Lo siento, majestad, pero he elegido decir la verdad. Muchos me consideran un oportunista, capaz de utilizar la mentira y el halago para lograr mis fines, y no van del todo desencaminados. Pero hoy soy el consejero de la pareja real que preside los destinos de un país al que amo y al que deseo servir. Me parece, pues, necesario cambiar de actitud, me cueste lo que me cueste.
La mirada de la reina pasó, de agresiva, a ser casi tierna.
—Te había juzgado mal, Bay, pues te consideraba uno de esos mediocres cortesanos cuya única ambición es el enriquecimiento personal. Parece que has elegido el camino de la franqueza.
Tausert era avara en cumplidos, por lo que sus palabras no tranquilizaron en absoluto al canciller; ¿acaso no serían el preludio de su ejecución?
—Dame más detalles sobre Nefer el Silencioso —reclamó Tausert.
—Me ha impresionado mucho, majestad; es un hombre apacible y poderoso a la vez, cuya presencia llena el lugar donde se encuentra. Ante él te sientes pequeño, casi sin fuerzas; no levanta el tono de voz, no intenta convencer, va derecho al grano como si no temiera obstáculo alguno. Desconfiad de él, majestad; Nefer es sólo un artesano, pero tiene la estatura de un verdadero jefe y no dudará en enfrentarse a cualquiera para preservar la cofradía que lo colocó a su cabeza.
—¿Sería capaz de oponerse al faraón en persona?
El canciller Bay vaciló:
—Probablemente no, pero no estoy seguro, con todos mis respetos, de que planteéis correctamente el problema.
—Explícate.
—A un hombre de esa índole no le basta con recibir órdenes. Para que su obediencia no sea sólo sumisión sino, sobre todo, adhesión, es necesario que apruebe plenamente el proyecto propuesto. Dada la presencia del príncipe Amenmés en Tebas y sus reacciones todavía imprevisibles, el reinado de Seti II comienza en condiciones difíciles, y la excavación de su tumba en el Valle de los Reyes será un acto fundamental. ¿Qué ganaríamos humillando a Nefer el Silencioso y obligándolo a separarse de Kenhir?
—¡El respeto de nuestra soberanía, Bay!
—Es cierto, majestad, pero ¿no sería preferible mirarlo con cierta perspectiva?
—¿Aconsejas a una reina que cambie su decisión?
—Le aconsejo que actúe en interés del reino.
—Déjame sola, Bay; cuando el faraón regrese tomaremos una decisión definitiva.
Encantador saltó sobre las rodillas de Kenhir, que disfrutaba del sol vespertino en el umbral de su morada. Sentado en un taburete de tres patas, el viejo escriba rememoraba los años pasados al servicio de la cofradía, con sus alegrías y sus penas, y no lamentaba nada, ni tan sólo los innumerables ajetreos cotidianos y los insoportables defectos de los artesanos, que ni siquiera los dioses habían conseguido eliminar.
El enorme gato multicolor había ocultado sus garras para no herir al viejo escriba, cuyas manos lamía con esmero.
Unos metros más atrás, Negrote observaba la escena. El perro negro admitía que el felino entablara amistad con el escriba de la Tumba, pero seguía sin quitarle los ojos de encima antes de adoptarlo definitivamente.
—Eres más hábil que yo, pues siempre sabes caer sobre tus patas —confió Kenhir a Encantador— Yo no soy muy diplomático y sólo he pensado en hacer correctamente mi oficio, olvidando complacer al poder establecido… Pero lo habría hecho mal, y ya soy demasiado viejo para cambiar.
Paneb se sentó a la derecha del escriba de la Tumba.
—Ese animal os aprecia… y, sin embargo, sigue mostrándose esquivo.
—Probablemente, tenemos un carácter parecido.
—No sois un artesano, Kenhir, pero vuestra larga carrera os ha permitido descubrir muchos secretos de la cofradía.
—No te fíes de los rumores, muchacho.
—Nefer me ha pedido que realizara una obra maestra.
—Una etapa decisiva, Paneb, y, a pesar de tus dones, no está ganada de antemano.
—Vos deberíais saber qué es la materia prima.
—La naturaleza humana. No hay nada más perverso y más irrisorio, pero es la herramienta que los dioses nos han dado y debemos acomodarnos a ella. No la rechaces y utilízala como un material especialmente difícil de trabajar.
—¿Debo cambiar mi persona?
—Sobre todo, no te hagas ilusiones. Has nacido así y así morirás. La experiencia me ha demostrado que nadie cambia y que sólo se convierte en maestro de obras el que ha nacido para cumplir dicha función. Pero hay que pulir la piedra y la madera para lograr que afloren las formas que en ellas se ocultan… Desnuda tu alma, Paneb, y descubre la esencia de tu ser; sólo así alcanzarás la materia prima.
El gato dormitaba, confiado, y abrió los ojos cuando Nefer el Silencioso se acercó.
—¿No hace una tarde deliciosa? —preguntó Kenhir, como si se dirigiera al sol poniente—. Hacía muchos años que no me permitía abandonarme así a la pereza.
—Acabo de recibir la respuesta definitiva de palacio, sobre vos —reveló el maestro de obras.
—Antes de darme los detalles, déjame aprovechar el crepúsculo y mi última jornada en esta aldea. Mi equipaje está listo, he despedido a mi sierva y partiré sin despedirme de nadie. Mañana mismo seré olvidado y nadie me echará en falta. Así es la vida…
—De vez en cuando, la vida toma inesperadas direcciones.
El anciano escriba fue presa de la angustia:
—¿El rey me ha impuesto una pena añadida?
—Juzgadlo vos mismo… Seti II os confirma en vuestras funciones de escriba de la Tumba.