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Cuando el canciller Bay entró en el despacho del general Méhy, éste supo inmediatamente que el consejero del faraón Seti II sería un temible adversario.

—¿Habéis tenido buen viaje, canciller?

—Para seros franco, me horroriza desplazarme, pero su majestad y su esposa querían que me entrevistara personalmente con el maestro de obras del Lugar de Verdad. ¿Le habéis avisado de mi visita?

—Por supuesto. Podréis verlo aquí mismo mañana por la mañana.

—Al parecer es todo un carácter.

—Su formación ha llevado a Nefer el Silencioso a ser extremadamente riguroso, y no se doblega fácilmente ante las exigencias administrativas —deploró Méhy.

—¿Tenéis algún expediente sobre él?

—Ninguna mancha en su carrera —afirmó el general.

Méhy habría cargado contra el maestro de obras de buena gana, pero desconfiaba de Bay; cuando conociera mejor las intenciones del canciller, intentaría manipularlo.

—¿Será el tal Nefer un hombre absolutamente honesto? —preguntó Bay, inquieto.

—Los artesanos del Lugar de Verdad forman una cofradía muy particular, canciller; depende directamente del rey y se muestra muy exigente en este aspecto.

—Lo sé, general, lo sé… Dicho de otro modo, no podéis ayudarme.

—Mi papel oficial consiste en proteger la aldea de los artesanos y evitarle cualquier molestia, y lo cumplo lo mejor que puedo. Pero no tengo derecho a penetrar en el Lugar de Verdad y no ejerzo influencia alguna sobre sus dirigentes. Sin embargo, estoy a vuestra entera disposición.

—El rey aprecia vuestra lealtad, general; es consciente de que vuestra autoridad y vuestros consejos han evitado un conflicto que hubiera resultado catastrófico para nuestro país. Supongo que habéis puesto al príncipe Amenmés bajo arresto domiciliario.

—Por supuesto. Está enfermo, deprimido y acabará aceptando la soberanía del rey.

—No tiene más remedio.

El maestro de obras fue acogido calurosamente por el canciller Bay, que lo recibió en el jardín de la administración central, bajo un quiosco cubierto de hiedra. En su interior, al abrigo del sol, unas fuentes de fruta y unas copas de cerveza se habían colocado sobre unas mesillas bajas.

—Qué agradable debe de ser la vida en Tebas —observó el canciller—; pero no he venido para hablaros de eso. El faraón ha recibido vuestra carta y el grueso informe de Kenhir; debo reconocer que esos documentos nos han sorprendido un poco. No discutimos el excelente trabajo realizado por el escriba de la Tumba, pero ¿creéis que aún tiene edad para ejercer una tarea tan estresante? La hora de la jubilación ha llegado, y Kenhir se la merece.

—¿Habéis leído por completo mi misiva? —preguntó Nefer.

—Da testimonio de un magnífico sentido de la amistad, pero ¿no sería preferible olvidarla? Vos dirigiréis la construcción de la morada de eternidad de Seti II, y considero necesario el nombramiento de un nuevo escriba de la Tumba, más joven y mejor informado de las necesidades del momento. Los tiempos cambian, Nefer, hay que saber adaptarse a ellos. ¿Me he explicado bien?

—Perfectamente, canciller.

—El problema queda solucionado pues… Os enviaré un escriba formado en la capital, cuyo nombramiento aprobaréis y con el que colaboraréis.

Bay, satisfecho, masticó un higo meloso y azucarado.

—Estaba convencido de que el maestro de obras del Lugar de Verdad sólo podía ser un hombre inteligente y mesurado, y me alegro de no haberme equivocado.

—Temo decepcionaros, canciller.

—¡De ningún modo, mi querido Nefer! Sois un hombre muy competente y no dudo de vuestro éxito. La tumba del rey será una maravilla, estoy seguro de ello.

—La cofradía dará lo mejor de sí misma, eso es cierto; pero para lograrlo, necesita un escriba de la Tumba de autoridad indiscutible.

—Tranquilizaos, el sucesor de Kenhir tendrá la cualificación necesaria.

—Lo dudo.

El canciller Bay se sintió contrariado, pero no tardó en comprender.

—Tenéis vuestro propio candidato, no es cierto.

—En efecto —admitió Nefer.

—En el fondo, es natural: vos mismo sabéis que el viejo Kenhir está al final de su carrera y habéis preparado su sucesión. ¿Podéis decirme su nombre?

—El propio Kenhir.

Bay frunció el ceño.

—¿Os estáis burlando de mí?

—Como expliqué en mi carta, no puede haber mejor escriba de la Tumba que Kenhir. Ésa es la voluntad de la cofradía.

—¡Pero no la mía!

—¿La vuestra, canciller, o la del rey?

—Estamos rozando el secreto de Estado, Nefer, pero puedo confiaros que la reina Tausert ha exigido ese cambio.

—¿Qué tiene que reprocharle a Kenhir?

—Bueno… nada en concreto.

—Así pues, se trata de un simple capricho.

—¡Medid vuestras palabras, os lo ruego!

—Somos una cofradía de artesanos, canciller, y trabajamos materiales que no toleran los caprichos ni los malos humores. Y si la reina ha decidido imponernos un escriba incapaz de adaptarse a nuestras costumbres, debe renunciar a ello.

—¡Os aconsejo que obedezcáis, Nefer!

—Creo que no me habéis entendido. La cofradía no puede trabajar correctamente sin coherencia, y esa coherencia exige que Kenhir sea mantenido en su puesto.

—El deseo de la reina…

—¿Es acaso superior a la ley de Maat, que su majestad tiene el deber de encarnar y transmitir? Explicadle que Kenhir no es un escriba como los demás y que lo necesitamos para administrar nuestra comunidad. Si su salud empeora, tanto él como yo modificaremos nuestro punto de vista.

—Maestro de obras, me estáis poniendo en una situación muy comprometida.

—Cuento con vuestras habilidades de diplomático para resolver el problema, canciller. Indicadle a la reina que todos debemos actuar en el mismo sentido y que espero las instrucciones de palacio para comenzar a excavar la morada de eternidad del faraón.

—Es aún peor que mis peores pesadillas —confió el canciller Bay al general Méhy—. El tal Nefer es intratable… ¡Y la reina también! Si su majestad no quiere escuchar, ¿creéis que el maestro de obras dimitirá y abandonará a la cofradía a su suerte?

—Silencioso es un personaje obstinado que no se compromete a la ligera; si os ha prometido hacer algo, lo hará.

—Esperaba que mis advertencias lo amedrentaran, pero su decisión era firme. Y ahora estoy obligado a regresar enseguida a Pi-Ramsés para exponer los hechos a la pareja real.

—¿Qué ocurriría si fuera imposible llegar a un acuerdo?

—Kenhir sería jubilado por las buenas, y sería reemplazado por otro.

—Sería la peor de las soluciones —consideró el general—; el funcionario que nombrarais sería rechazado por los artesanos, y el trabajo se desorganizaría.

—No me atrevo a imaginar semejante caos.

—No lo organicéis vos mismo, canciller.

—¡No conocéis a la reina Tausert! Si la contrarían, su cólera puede ser devastadora.

—¿El rey está de acuerdo con su esposa?

—Seti no se ha manifestado aún.

—No perjudiquéis, pues, al Lugar de Verdad; sin él, un reinado no podría arraigar en la eternidad.

—El faraón es consciente de ello y estoy convencido de que tomará las medidas necesarias para evitar un desastroso conflicto.

Ignorando las verdaderas intenciones del nuevo poder, Méhy había representado bien su papel de protector de la aldea. El porvenir se encargaría de aclararle ciertas cosas.

Paneb pintaba llamas en todas sus formas. Desde hacia varios días, no dejaba de observarlas, de escrutar su danza para captar sus más íntimos movimientos. Malgastando gran número de panes de color, que él mismo fabricaba, utilizaba decenas de matices del rojo y del amarillo para evocar las variaciones del fuego, desde que empezaba a arder hasta que las brasas se extinguían.

Pedazos de papiro y fragmentos de calcáreo se amontonaban unos sobre otros; Paneb, descontento con su trabajo, no le daba importancia alguna a las pequeñas obras que había realizado.

—¿Sabes que quieren quitarnos a Kenhir? —le preguntó su esposa.

—Resistiremos.

—¿No tienes ganas de cambiar?

—Kenhir no cambia. Y está bien así.

Uabet la Pura se sentó junto a su marido.

—¿Sigues buscando la materia prima?

—El fuego me habla, pero no consigo entender lo que me dice. Y representarlo no me satisface. Sin embargo… tengo la impresión de que estoy cerca del secreto.

—No vas desencaminado.

Paneb miró con asombro a su mujer.

—¿Quieres decir… que el fuego es la materia prima indispensable para mi obra maestra?

—En cierto modo, sí.

—¡Explícate, te lo ruego!

—Debes encontrar solo tu camino, Paneb.

—¿Por qué no basta con pintar el fuego?

—Pregúntate sobre la llama invisible que anima tu mano y sobre la que tu mirada hace nacer todas las mañanas; aprende a regular los grados del fuego, del entusiasmo por la creación en espíritu, sin olvidar la ofrenda. Tienes que progresar, a la vez, como un explorador deseoso de descubrir regiones nuevas y dominar, aunque sólo sea por un instante, el territorio conquistado.

—Lo que dices es muy raro, Uabet.

—Estas palabras no son mías, Paneb, sino las del fuego de quien soy hija, como las demás sacerdotisas de Hator.