Kenhir tardó bastante rato en reaccionar:
—Tengo setenta y dos años, pero no pienso jubilarme todavía.
—Es evidente que no os piden vuestra opinión.
—¿La carta está firmada por el faraón Seti II?
—No, por el canciller Bay —respondió el maestro de obras.
—¡Entonces no tiene valor alguno! No dependo de ningún dignatario y únicamente el rey puede poner fin a mis funciones.
—El canciller Bay considera que sois demasiado mayor para realizar un trabajo cuya pesadez conoce, y se propone reemplazaros por un joven escriba formado en Pi-Ramsés.
—¡Un incapaz que ni siquiera ha nacido en Tebas! Ya veo: el nuevo poder intenta echar mano al Lugar de Verdad e imponerle su sello personal.
—El canciller sólo espera mi aprobación para nombrar a vuestro sucesor. A cambio, me atribuye cinco servidores que me librarán de cualquier cuidado material, de modo que mi única preocupación sea la Tumba del rey.
Kenhir apretó las mandíbulas y luego preguntó:
—¿Y qué piensas responderle al tal Bay?
—Que acepto a sus servidores para que trabajen en los campos y me procuren una buena renta.
El anciano escriba se sintió presa del pánico, y a duras penas logró articular:
—Pensaba que te conocía, Nefer… Pero ahora veo que me he equivocado.
—Luego le recordaré que no existe ningún límite de edad para ejercer la función de escriba de la Tumba, que vuestra salud es espléndida, vuestra competencia inigualable, y que la cofradía está encantada con vuestra gestión.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de Kenhir.
—¡No, no me he equivocado en absoluto!
—Finalmente precisaré que ni yo mismo, ni el jefe del equipo de la izquierda deseamos vuestra marcha, y que estaría inmediatamente acompañada por las nuestras y la de la mujer sabia. La cofradía ya no sería, pues, apta para preparar una morada de eternidad y un templo de millones de años, puesto que nadie tendría capacidad para manipular la Piedra de Luz y animar la Morada del Oro.
Kenhir se secó una lágrima.
—Nefer…
—El nuevo poder ha intentado dividirnos, convencido de que cualquier sociedad humana descansa sobre la ambición, la avidez y el espíritu de competencia. El canciller Bay ha olvidado que, pese a nuestros defectos y debilidades, vivimos en el Lugar de Verdad, bajo la ley de Maat.
Los dos hombres se sumieron en un abrazo.
—Acabo de rejuvenecer veinte años —reconoció Kenhir, emocionado.
Con la cabeza entre las manos, Paneb contemplaba desde hacía varias horas una rama seca de tamarisco y no conseguía convencerse de que aquella modesta madera podía ser la materia prima de su obra maestra. No le proporcionaba soporte ni motivo; pintar sobre tamarisco o pintar el tamarisco no hacía brotar en él el menor deseo.
Uabet se acercó dulcemente a su marido:
—¿Puedo molestarte?
Paneb lanzó el pedazo de madera a lo lejos.
—¡Ésta no es la materia prima!
—Es evidente que no —lo aprobó ella, sonriendo—. ¿Aceptarías ir a buscar ricino para el escriba de la Tumba? Ya no le queda aceite y Niut la Vigorosa teme que se ponga insoportable si no se frota el cráneo diariamente. Lo encontrarás cerca del primer canal, no muy lejos del Ramesseum.
—¿Es una obligación?
—No, sólo es un favor.
El coloso no sabía resistirse a su esposa, menuda y enternecedora. Y, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró en el sendero que llevaba al canal, tras haber sido controlado por los policías.
Los ricinos crecen de buena gana a orillas de las marismas o a lo largo de las corrientes de agua. Son del tamaño de una higuera pequeña; sus hojas, lisas y oscuras, albergan unos frutos que se hacían secar al sol hasta que la envoltura se agrietara y se desprendiera. Machacándolos con la muela, se exprimía un aceite de poco precio, conocido porque hacía crecer el pelo, quitaba la jaqueca, purgaba los intestinos y alimentaba las lámparas.
Paneb fue recogiendo frutos y metiéndolos en una gran bolsa, y de pronto empezó a oler a quemado. No lejos de él, unos chiquillos emprendieron la huida entre carcajadas. Habían conseguido pegar fuego a unos matorrales secos que, a veces, ardían espontáneamente. Cuando las llamas se extendieron, Paneb pensó que podían subir hasta el cielo. ¿No era el fuego la fuerza de vida por excelencia? El fuego destruía lo caduco y daba paso a nuevas formas.
De pronto, al pintor le pareció que el mundo era un camino hacia el fuego creador, y no seguirlo suponía sucumbir al mortal frío de la banalidad.
El coloso apartó unas ramas secas y rodeó la hoguera de arena, para impedir que las llamas se propagasen y destruyeran la hilera de ricinos. Luego esperó a que el fuego se apagase, y se alejó, pensativo.
¿Sería el fuego la materia prima que necesitaba para realizar su obra maestra?
El aceite de ricino hacía renacer a Kenhir. La sangre le circulaba mejor por el cerebro, y se sentía con ánimo de dictar a su asistente, Imuni, un largo informe sobre, la gestión del Lugar de Verdad.
Imuni, sentado con los pies cruzados, había preparado minuciosamente su material, que no prestaba a nadie y por el que velaba celosamente, comenzando por su paleta de sicómoro, considerada como el brazo de Thot y cuyo nombre simbólico era «Ver y Oír». Siempre limpiaba sus pinceles minuciosamente, al igual que los cubiletes donde diluía los panes de tinta roja y negra sin que el líquido rebosase.
—¿Estás en forma, Imuni? ¡Tenemos para un buen rato! No faltará ni un solo detalle sobre mi modo de trabajar.
—¿Por qué tenéis que justificaros?
—Porque el poder central quiere sustituirme.
—¿Por qué razón?
—¡Porque soy demasiado viejo! Pero yo no tengo la más mínima intención de jubilarme.
Imuni trató de mostrarse indiferente ante la noticia, aunque en lo más hondo de su ser sintió brotar una súbita esperanza: ¿quién mejor que él para sustituir a Kenhir?
Si el faraón le pedía su opinión, le indicaría, en respetuosos términos, que el tiempo del viejo escriba había terminado.
—¿Bastará este documento para convencer a la administración de que revoque su decisión?
—Claro que no, Imuni, pero ésta no es mi única arma.
—¿No estamos obligados a obedecer?
—La regla del Lugar de Verdad nos prohíbe ceder ante la injusticia y lo arbitrario.
Mientras Kenhir comenzaba a dictar, Imuni pensó que era prudente no desvelar demasiado pronto sus ambiciones. A pesar de su edad, tal vez el viejo escriba de la Tumba dispusiera de insospechados recursos.
El traidor había tardado algún tiempo en examinar de cerca las muelas de la aldea, pues debía acercarse a ellas sin llamar la atención de las amas de casa encargadas de la fabricación del pan y la cerveza. Ninguna de las moletas de dolerita emitía la menor luz.
Ya sólo le quedaba echar una ojeada a la gran muela que utilizaban los auxiliares. Al finalizar su jornada de trabajo, la mayoría de ellos regresaban a su casa; y como era el aniversario de su jefe, Beken el alfarero, incluso Obed el herrero había abandonado su modesta morada, donde tanto le gustaba dormir para no alejarse de su forja.
Así pues, el campo estaba libre, pero debía desconfiar de cualquier mirada indiscreta. El traidor esperó hasta el crepúsculo y tomó la precaución de ponerse una túnica que nunca había llevado y que su esposa había tejido en secreto.
Modificando sus andares, salió por la pequeña puerta del oeste y rodeó el recinto para escapar de la vigilancia del guardia que estaba de centinela ante la gran puerta.
La zona reservada a los auxiliares estaba desierta. Soplaba una leve brisa del norte, y un gran ibis cruzó el cielo anaranjado.
Calzado con sandalias de papiro, el traidor caminó hasta la muela y se agachó detrás de ella para observar los alrededores.
Al levantarse, tuvo la sensación de ser espiado: alguien se ocultaba tras los sacos de harina y lo observaba, alguien que le tenía miedo y no se atrevía a enfrentarse a él.
El traidor vacilaba. No sabía si debía huir sin identificar al adversario o enfrentarse a él y matarlo, fingiendo un accidente.
El felino dio un salto, le arañó el hombro al pasar y corrió hacia la aldea.
¡Era Encantador, el enorme gato de Paneb!
Aquel monstruo se había concedido un vasto territorio de caza que sus congéneres no le discutían.
Afortunadamente, el maldito minino no podía hablar ni revelar a nadie que había visto al traidor junto a la muela de los auxiliares, ese objeto tan ordinario ante el que tantas veces había pasado sin prestarle la menor atención.
Con los nervios a flor de piel, el traidor se acercó lentamente a la muela. El tamaño de la moleta era prometedor y, en la oscuridad, podría saber inmediatamente si la dolerita emitía luz.
No, era un razonamiento estúpido. La piedra sagrada no podía estar expuesta al aire libre. El maestro de obras, que era un escultor consumado, la había disimulado bajo una envoltura destinada a ocultar su verdadera naturaleza.
El traidor utilizó un pequeño cuchillo, muy puntiagudo, para rascar la superficie de la moleta, con la esperanza de ver aparecer otro material brillante debajo de la superficie.
Pero debajo sólo había dolerita. Despechado, el traidor tuvo que admitir que se había equivocado. El maestro de obras no había dejado la valiosa piedra expuesta a las miradas, ni siquiera bajo una apariencia engañosa; era evidente que tenía que volver a la primera hipótesis: el mayor tesoro de la cofradía se conservaba en un lugar cerrado y bien vigilado.