A sus cincuenta y cinco años, el faraón Seti II era un hombre robusto y autoritario, capaz de dirigir las fuerzas armadas con mano de hierro y hacerse obedecer por los altos funcionarios. Al elegir consagrar su reinado al temible dios Set, el señor de la tormenta y de las perturbaciones cósmicas, esperaba dar un impulso decisivo, a imitación del gran Seti I, el padre de Ramsés. Pero el hijo de Seti II, Amenmés, no estaba a su lado para aclamarlo durante la coronación y reconocerlo como soberano legítimo.
Nacido de padre sirio y madre egipcia, el untuoso canciller Bay se inclinó ante el rey.
—¿Me traes por fin una carta de Amenmés?
—Por desgracia no, majestad, pero las noticias que he ido recogiendo no son malas. Según rumores que me parecen fundados, el hombre fuerte de Tebas es el general Méhy, y sus tropas os son fieles.
El canciller Bay era pequeño, enclenque y nervioso, con los ojos negros y el mentón adornado con una barbita. Había conseguido desplazar a los demás cortesanos para convertirse en el consejero privilegiado del nuevo faraón, que le estaba agradecido por haber descubierto muchas conspiraciones y haber destruido a los clanes peligrosos.
La única rival del canciller era la reina Tausert, una espléndida mujer morena con rostro de diosa que acababa de entrar en el despacho del monarca. La esposa de Seti, de treinta y tantos años muy bien llevados, tenía tanto carácter como su marido, y disgustarla era caer en desgracia. De modo que Bay nunca se oponía a lo que la reina decía, aunque no estuviera de acuerdo con ella.
—Estoy seguro de que el general Méhy hará cualquier cosa para evitar una guerra civil —dijo el rey—; pero Amenmés es capaz de apartarlo del mando y ponerse a la cabeza de las tropas tebaicas.
—En ese caso, se convertiría en un rebelde y debería ser combatido sin piedad alguna —consideró la reina.
—Amenmés es mi hijo, no el tuyo.
—No importa, Seti; nadie puede ofender la autoridad del Estado sin ser castigado. De lo contrario se abre la puerta a la anarquía y a la desgracia general.
—¿Cómo no aprobar a la reina? —susurró Bay—. Sois el soberano tanto del Egipto del Norte como del Sur, y debéis mantener la unidad del país.
—Si Tebas se separa —prosiguió Tausert—, habrá que intervenir en el más breve plazo y con el máximo rigor. El reinado de un faraón no puede prescindir de la protección del dios Amón. Debes hacer que excaven tu morada de eternidad en el Valle de los Reyes y que construyan tu templo de millones de años en la orilla oeste de Tebas; asimismo, debes contribuir al embellecimiento de Karnak.
—¿Has hecho un informe sobre el Lugar de Verdad? —preguntó Seti al canciller Bay.
—Por supuesto, majestad. Su maestro de obras, Nefer el Silencioso, goza de una excelente reputación y las obras que ha llevado a cabo son perfectas. No hay ningún artesano que tenga quejas de él y no veo, pues, razón alguna para sustituirlo. Se afirma que esa cofradía no es demasiado flexible y que es preferible no contrariarla.
—¿No es el faraón el jefe supremo? —preguntó la reina, extrañada.
—Es cierto, majestad, pero también se dice que estos artesanos detentan grandes secretos, como la fabricación de un oro alquímico, y que un rey debe hacerse con su confianza para beneficiarse de ellos.
—¿Entre ellos no hay un representante del Estado?
—Sí, el escriba de la Tumba. Se llama Kenhir, tiene setenta y dos años y, al parecer, da pruebas de un carácter especialmente difícil. Pero no se le puede reprochar nada en lo referente a la gestión de la aldea de los artesanos.
—Setenta y dos años… ¡Es demasiado viejo! Hace ya mucho tiempo que ese escriba debería haberse retirado. Redacta inmediatamente una carta de revocación.
—¿Por quién deseáis sustituirlo, majestad?
—¿Por qué no tú, Bay?
El canciller palideció.
—Estoy a vuestras órdenes, pero no conozco Tebas ni esta función en concreto, y…
—Necesitamos al canciller a nuestro lado —decidió Seti—. Sin él, no habría conseguido destruir a la oposición.
—Comprendido —respondió Tausert—; pero que redacte esta carta y nombre a un escriba fiel y obediente para gestionar el Lugar de Verdad. Él preparará nuestra llegada a Tebas. ¡Ah, lo olvidaba…! Es preciso evitar que el maestro de obras se moleste por nuestra decisión y decida mantener al anciano en su puesto. He aquí la solución…
El príncipe Amenmés estaba abrumado.
—De modo que se ha atrevido…
—Sin ánimo de ofenderos, la decisión de vuestro padre era previsible —observó el general Méhy.
—Se ha atrevido a convertirse en faraón sin consultarme, sin convocarme a Pi-Ramsés para asociarme al trono, se ha atrevido a rechazarme y a tratarme como un rival mediocre. Le odio… ¿Me oyes, Méhy? ¡Le odio!
—Comprendo vuestra decepción, príncipe, pero ¿no sería conveniente hacer algo enseguida?
—Oponerse al faraón es convertirse en rebelde, perder la vida y el alma…
—Nadie lo niega.
—¿Qué porvenir me espera, entonces? Mi padre nunca me elegirá como sucesor… Me pudriré aquí hasta que me muera.
—¿Acaso habéis olvidado vuestras primeras intenciones?
Amenmés miró a Méhy con asombro y dijo:
—¿Qué queréis decir?
—No aprobasteis la coronación de vuestro padre y no lo reconocéis como faraón legítimo. Para no ser considerado un rebelde y satisfacer vuestras justas ambiciones, sólo os queda una solución: convertiros en faraón con la aprobación de los sacerdotes de Karnak. De ese modo, será vuestro padre el acusado de rebelión y de usurpación.
—No cederá… ¡Y estallará la guerra civil!
—¿Quién sabe, príncipe? Seti no espera que toméis semejante determinación. Ante el hecho consumado, tal vez retroceda.
—El riesgo es enorme, Méhy.
—Es el precio de vuestra gloria y vuestro triunfo, príncipe Amenmés, y la decisión os corresponde sólo a vos.
El maestro de obras manifestó su sorpresa ante el cartero Uputy.
—Una carta del palacio real, para mí… ¿Acaso todos los documentos oficiales no deben dirigirse al escriba de la Tumba?
—Mis instrucciones son tajantes: debo entregaros esta misiva en mano; a vos y a nadie más.
Nefer el Silencioso regresó a su casa, pensativo, con el papiro sellado. Al llegar, Clara se disponía a salir hacia su consulta.
El maestro de obras rompió el sello y leyó el documento.
—Increíble…
—¿Malas noticias? —preguntó la mujer sabia, preocupada.
—¡Una verdadera catástrofe!
Nefer comunicó el contenido de la misiva a su esposa, a la que no le pareció exagerado el término «catástrofe». Con la coronación de Seti II, el peligro de que asaltaran la aldea parecía haberse alejado, pero había muchos otros modos de atacarla. Y ningún artesano había considerado que aquél podía ser uno de ellos.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Clara.
—No ceder ni una pulgada de terreno.
—¿No estaremos actuando al margen de la ley?
—Es posible… Pero si acepto esta orden, vendrán muchas más, y la cofradía ya sólo será un grupo de obreros serviles, condenado a extinguirse.
Nefer y Clara se abrazaron.
—Tienes razón, hay que luchar sin temer las consecuencias.
Kenhir se estaba lavando el pelo como todas las mañanas. Era su placer favorito, un momento de felicidad perfecta durante la que olvidaba el peso de los años y de su trabajo. Tras el aclarado, se frotaba el cuero cabelludo con aceite de ricino, un bálsamo milagroso que le aclaraba las ideas y le devolvía el vigor.
Pero en el frasco no quedaba ni una sola gota de aceite.
—¡Niut, tráeme otro frasco! —exigió con voz malhumorada.
La sierva no se apresuró en aparecer.
—Ya no queda —le dijo.
—¿Cómo es posible…? ¿No has vigilado mis reservas?
—Me pagan para hacer la limpieza y la cocina, no para administrar vuestra casa.
—¡Qué desastre! ¿Qué voy a hacer sin aceite de ricino? ¡Encuéntramelo en la aldea!
—Tal y como están las cosas, las reservas se han agotado. Habrá que esperar a que se reanuden las entregas.
—No puedo esperar, sobre todo con semejante incertidumbre. Vete a ver a Uabet la Pura y pídele que convenza a su marido de que recoja ricino. Y dile que es muy urgente.
—Primero terminaré de limpiar la cocina; casi parece una pocilga.
Kenhir no insistió y se secó el pelo. Se sentía abatido sin su loción, y si esa sinvergüenza de Niut fracasaba, el porvenir se anunciaba sombrío.
Cuando salió del cuarto de baño, el escriba de la Tumba descubrió a Nefer el Silencioso, con un papiro en la mano. La gravedad del rostro del maestro de obras no presagiaba nada bueno.
—He recibido una carta del palacio real —reveló Nefer.
—¿Y eso por qué? ¡Toda la correspondencia oficial debe dirigirse a mí!
—En este caso, era imposible.
—¿Por qué razón?
—Porque me piden que firme vuestra jubilación.