Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el oficial.
Renupe el Jovial le respondió con una amplia sonrisa:
—Estamos cortando las ramas viejas de estos árboles para que puedan crecer los árboles jóvenes.
—¿Habéis pagado la tasa?
—Ignorábamos que la hubiera… ¿No pertenece este bosque a todo el mundo?
—Te equivocas, campesino. Yo he instaurado una tasa para proteger a la población de los bandidos. En estos tiempos turbulentos, mis patrullas son indispensables, pero no gratuitas.
Paneb apartó a Renupe y replicó:
—¿Ha sido informado de tus manejos el administrador de la orilla oeste?
El oficial se puso agresivo:
—¿Quieres que me crea que lo conoces? ¡El administrador no se relaciona con miserables como tú!
—Puedes creer lo que quieras… El administrador me honra con su amistad, y yo podría contarle que unos militares están extorsionando a los pobres.
El oficial desenvainó su puñal.
—¡No perdamos los estribos! —se apresuró a decir Renupe—. No vamos a matarnos por unas ramitas. ¿A cuánto asciende la tasa?
—¡Es demasiado alta para ti, campesino! Tendrás que pagármela en jornadas de trabajo.
—Os lo advierto —anunció Paneb, pausadamente—, no sois lo bastante numerosos ni lo bastante valientes. Si yo estuviera en vuestro lugar, seguiría mi camino.
El oficial soltó una carcajada y replicó:
—Cuando no se va armado, no se levanta la voz, desgraciado.
—Deberíais hacerle caso a mi amigo —intervino Didia, conciliador—; si se enfada, no saldréis ilesos de este bosque de tamariscos.
El aspecto del coloso impresionaba al militar, pero no lo creía capaz de acabar con su escuadra.
—¿Acaso está protegido por los dioses? —ironizó.
Un enorme gato con manchas negras, blancas y rojizas saltó de la rama de un árbol y aterrizó entre Paneb y el oficial. Con los pelos del lomo erizado, maulló enseñando los dientes, mientras miraba furiosamente al militar.
—¡Maldito animal, voy a retorcerte el pescuezo!
—¡No lo hagáis, jefe! —intervino un soldado—. No es un gato normal. Debe de ser el que coge un cuchillo para cortar la cabeza de la serpiente de las tinieblas y sus aliados.
—Sí, es él —confirmó otro soldado—, sólo puede ser el temible felino en el que se encarna el sol. Y protege a ese coloso… Larguémonos, jefe, de lo contrario nos ocurrirá alguna desgracia.
Y, sin esperar órdenes, los soldados abandonaron el campo.
El príncipe Amenmés había pensado en decretar la movilización general antes de renunciar a ello y, luego, estudiarlo de nuevo.
Tanta indecisión hacía enfurecer a Méhy, pero el general no dejaba traslucir sus sentimientos, e incluso alentaba al príncipe a que madurase una decisión cuyas consecuencias podrían resultar dramáticas para el país.
Mientras Amenmés se ahogaba en sus veleidades, Méhy escribía a Seti, que hacía lo imposible para calmar los ardores guerreros de su hijo, con la firme intención de preservar la paz civil.
Uno de sus secretarios le llevó algunos informes sobre la producción agrícola de la provincia tebaica.
—Son excelentes —anunció el funcionario—, pero tengo que comunicaros una triste noticia: el alcalde de Tebas ha fallecido.
—Lo echaremos en falta —deploró Méhy, que en el fondo estaba encantado con la desaparición del viejo canalla, que sabía demasiado sobre él, pero que había tenido la prudencia de no oponerse nunca a su ascenso.
«Mi dulce esposa no será nunca responsable de esa muerte», pensó el general, que consultó, de inmediato, una lista de dignatarios entre los que eligió al más estúpido y dócil para suceder al difunto. El nuevo alcalde, que no sabía una sola palabra de administración, se pondría en manos de Méhy, que de este modo seguiría reinando sobre la ciudad y sobre la región, desde la sombra.
Dejando a sus espaldas un embriagador aroma a lis, Serketa se contoneó al entrar en el despacho de su marido.
—¿Qué te parece mi nuevo vestido verde con franjas plateadas?
—¡Espléndido!
—Te echaba en falta… —ronroneó ella, y haciendo arrumacos, se le sentó sobre las rodillas.
—¿Se ha decidido, por fin, el principito a iniciar los ataques?
—Todavía no, amor mío. Y sólo recibo instrucciones triviales, como si nadie detentara realmente el poder en la capital. Se podría decir que Seti no se atreve a apoderarse de ella.
—Mañana termina el período de luto… Forzosamente habrá novedades, y sé que estás listo para enfrentarte con cualquier situación.
—¿De dónde ha salido este animal? —preguntó el jefe Sobek, extrañado al ver un enorme felino encaramado en el hombro de Paneb.
—Es el gato del sol.
—¿Es un gato? ¡A mí me parece, más bien, un lince!
—Él me ha protegido, y yo he decidido adoptarlo —añadió Paneb.
El nubio se acercó demasiado al coloso, y el felino bufó e intentó arañarlo con un rabioso zarpazo.
—¡Es encantador! ¿Qué nombre le has puesto?
—Bueno… ¿Por qué no Encantador?
Sobek se encogió de hombros.
—¿Algún problema?
—Gracias a Encantador, ninguno.
Paneb, Didia y Renupe se presentaron ante el escriba de la Tumba, que anotó la cantidad de madera que llevaban tras haber pesado los sacos en la balanza que sólo él tenía derecho a tocar. Luego confió a Didia el cuidado de trabajar el tamarisco, acompañado por otros dos artesanos del equipo de la derecha que él designaría.
—Me quedo con mis dos compañeros de ruta, y ahora iremos inmediatamente al taller —respondió Didia—. Este trabajito nos desentumecerá los dedos.
Al salir del despacho de Kenhir, Paneb vio a Negrote, que le cortaba el paso. Con la cola levantada y rígida, arqueado sobre las patas y dispuesto a saltar, con la mirada amenazadora y los belfos recogidos para descubrir sus colmillos, Negrote miraba al gato con la firme intención de no dejarlo entrar en la aldea. Como macho dominante, reinaba sobre los animales domésticos, y no aceptaba a cualquiera.
Paneb y Negrote eran buenos amigos; el perro no se había lanzado aún sobre el intruso, pero era preciso iniciar, de inmediato, una negociación.
—Escúchame, Negrote, este gato me ha defendido del ataque de unos hombres malvados. De acuerdo, es un gato, y se mostrará más bien independiente, pero le prohibiré que entre en tu terreno y en nada desmerecerá tu autoridad.
El perro tenía las orejas levantadas y, de acuerdo con el brillo de los ojos castaños, había comprendido el mensaje.
—En cuanto a ti, Encantador, no seas orgulloso y procura que te acepten. En esta aldea nos respetamos los unos a los otros, y contemplamos la jerarquía; en tu caso, el jefe es Negrote.
Paneb dejó en el suelo al gato, que no debía de pesar menos de doce kilos.
El perro gruñó, Encantador bufó, sacando las uñas e hinchado como un puercoespín. Negrote no estaba acostumbrado a este tipo de animales, pero no retrocedería.
—¡Nada de peleas! —ordenó el coloso—. Le toca al recién llegado comportarse correctamente.
Paneb clavó su mirada en la del felino, que percibió las exigencias del hombre con el que había decidido vivir.
Aceptó, pues, esconder las garras y adoptar la posición de la esfinge, que Negrote adoptó también; después se levantó y trazó un círculo alrededor del gato, olisqueándolo de lejos.
Cuando Encantador se levantó, a su vez, para frotarse contra la pierna de Paneb, el perro se limitó a seguirlos, con suspicacia, aunque sin animosidad.
La aldea tenía un habitante más.
Por fin empezaba el día con tranquilidad… Kenhir había podido terminar su sueño sin que su sierva lo importunara. Se levantó de la cama con lentitud, hizo sus abluciones a su ritmo y degustó el desayuno releyendo unos poemas de los antiguos tiempos.
Pero aquella hermosa serenidad se quebró de pronto.
—Vuestro despacho necesita una limpieza a fondo —declaró Niut la Vigorosa con la impertinencia que la caracterizaba y que tanto enojaba al escriba de la Tumba.
—Ni hablar —masculló Kenhir.
—Tengo un horario que respetar —replicó la sierva—, y no acepto que ninguna habitación de esta casa esté sucia.
—¿Quién manda aquí?
—La verdad —respondió Niut—. Y la verdad de una morada es su limpieza.
Aturdido por el argumento de su sirvienta, Kenhir se limitó a amontonar algunos rollos de papiro sobre un anaquel y a coger una parte del Diario de la Tumba.
Y a continuación vio como Niut la Vigorosa penetraba en sus dominios con un arsenal de escobas, cepillos y trapos.
—Venid, pronto —oyó que lo llamaba, la imperiosa voz de Userhat el León—; el cartero quiere veros.
Kenhir salió presuroso de su casa y se dirigió a la puerta principal de la aldea, seguido por numerosos artesanos.
—¿Has avisado al maestro de obras? —preguntó Kenhir al jefe escultor.
—Va delante de nosotros.
En presencia de Nefer el Silencioso, el cartero Uputy entregó al escriba de la Tumba un decreto real procedente de la capital.
A Uputy le temblaban las manos.
—Espero que el texto no contenga malas noticias para vosotros —le dijo a Kenhir.
—Reunámonos ante el templo de Maat y Hator —decidió el maestro de obras.
Cuando los artesanos se quedaron en silencio, Nefer le pidió al escriba de la Tumba que leyera el texto oficial.
El decreto proclamaba la coronación de Seti II, convertido en rey del Alto y Bajo Egipto y nuevo jefe supremo del Lugar de Verdad.