La mujer sabia había comprobado la calidad del agua y Fened la Nariz la del pescado, mientras Kenhir comprobaba la ausencia de verduras y también la del jefe de los auxiliares.
—¿Dónde se ha metido Beken? —le preguntó al herrero.
—No lo hemos visto aún esta mañana… Se le habrán pegado las sábanas.
—¡Ese tipo me va a oír! ¡Yo no tengo por qué hacer su trabajo! ¡Imuni! —gritó Kenhir.
El escriba ayudante acudió rápidamente.
—Prepárame una tablilla nueva. Te dictaré un informe sobre el comportamiento de Beken. Voy a despedirlo ahora mismo.
Imuni estaba preparando su pincel cuando el herrero distinguió a lo lejos una nube de polvo.
—Alguien se acerca con unos asnos —dijo—. Sobek lo ha dejado pasar, por lo que no hay peligro alguno.
Los escribas y los auxiliares no tardaron en identificar a Beken el alfarero, a la cabeza de un cortejo de asnos que llevaban pesados cestos.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Kenhir, atónito.
—El Lugar de Verdad me ha tratado siempre muy bien, y no tengo ganas de cambiar de oficio. De modo que he hablado con algunos propietarios de pequeños huertos para que no os falte de nada hasta que se restablezcan correctamente las entregas.
En los cestos había lechugas, cebollas, puerros, lentejas, hinojos, ajos, coles, perejil y comino.
—En el fondo eres el jefe de los auxiliares, y te has limitado a hacer tu trabajo —masculló el escriba de la Tumba—. Además, tienes suerte: he decidido olvidar tus faltas a la disciplina y anular tu despido.
La pelirroja Turquesa era la más sensual de las mujeres de la aldea. Sin embargo, había hecho voto de permanecer soltera y ni siquiera su fogoso amante, Paneb, había conseguido convencerla de que se casara con él. Mujer libre y sacerdotisa de Hator, había elegido su modo de vivir y había decidido su destino por sí misma.
Hacer el amor con Ardiente seguía siendo un placer incomparable para ella, pero él sólo pasaba la noche en casa de su esposa Uabet la Pura, que había hecho amistad con Turquesa. Entre esta última y el coloso sólo reinaba la pasión sin más acompañamiento de cotidianidad ni de costumbres. Y cuando Paneb entró en su morada, que él mismo había pintado, Turquesa sintió un delicioso estremecimiento que le recorrió la piel.
—Te he traído un regalo.
Paneb ofreció a su amante un cinturón compuesto por cauríes, unas conchas conocidas por su poder erótico.
Turquesa sonrió y dijo:
—¿Crees que los necesitamos?
—Me gustaría verte llevar este cinturón… como único vestido.
A sus treinta y cinco años, Turquesa tenía un cuerpo magnífico. Sabía que numerosos hombres la miraban, pero ¿quién iba a atreverse a competir con Paneb?
Sin dejar de mirar a su amante, se quitó muy lentamente el vestido y, luego, con soberana elegancia, se ciñó el talle con el cinturón de conchas, y, desnuda, giró sobre sí misma.
—Una vez te dije que el tiempo no lograría alterar tu belleza y que haría más hechizante aún tu magia… Y no me equivoqué.
La mano diestra de Turquesa se apoyó en una lira, mientras levantaba la pierna izquierda con la gracia de una bailarina para posar el pie en el hombro de Paneb.
—¿Vas a seguir hablando durante mucho rato?
Satisfechos, descansaban el uno junto al otro.
—Ya es prácticamente la hora de cenar… Tu mujer y tu hijo te esperan.
En el local de reunión se respiraba un aire tenso. Tras haber invocado a los antepasados, el maestro de obras hizo balance de la situación.
—Probablemente dispondremos de los víveres esenciales durante varios días, hasta la coronación del nuevo faraón, o por lo menos, eso espero. El rey es el jefe supremo de la cofradía, y él decidirá nuestra suerte.
—¿Tendremos que aceptarla aunque nos sea desfavorable? —se rebeló Karo el Huraño.
—¡Sabes muy bien que sí! —repuso con sequedad Casa la Cuerda.
—¿Y si hubiera dos faraones? —preguntó Thuty el Sabio—. ¿A cuál de los dos tendríamos que obedecer?
—Somos la tripulación de un barco cuyo gobernalle es Maat.
—Me gustaría quedarme.
—Eso es del todo imposible. Si no cumples con tus deberes de esposo y padre, te cerraré mi puerta.
Paneb no se tomó la advertencia a la ligera.
—En la jerarquía de las sacerdotisas de Hator, ocupas un puesto superior al de Uabet la Pura.
—¿Y qué importa eso ahora?
—Ella dice que no sabe qué es la materia prima.
—De modo que te han pedido que realices una obra maestra…
Paneb se apoyó en un codo para contemplar a su amante.
—¡También tú lo sabes!
—La prueba es muy dura, y muy pocos artesanos han conseguido superarla. ¿No sería mejor que renunciaras a ello antes que fracasar estrepitosamente?
El coloso atrajo a Turquesa hacia sí y le dijo:
—Revélame la naturaleza de la materia prima.
—El camino de las sacerdotisas de Hator no es el de los artesanos.
—¡Te niegas a responderme!
—No es que me niegue, es que ignoro la respuesta —recordó Gau el Preciso—; aunque la anarquía reine en el exterior, el maestro de obras debe mantener la armonía en el Lugar de Verdad.
—Tal vez no le dejen tiempo para ello —aventuró Unesh el Chacal.
—Preocupémonos del presente —repuso Nefer—. Si entramos en un largo período de incertidumbre, pueden faltarnos ciertos objetos domésticos. La prudencia consiste, pues, en fabricarlos nosotros mismos para vivir en autarquía mientras sea necesario.
—Utilicemos tamarisco —propuso Didia el Generoso—; es la madera perfecta para ese uso, es conocida por apartar las fuerzas del mal y, además, Horus expulsó a sus enemigos con un bastón de tamarisco.
—Necesito voluntarios para cortar esa madera y traerla en cantidad suficiente.
—¿Por qué no se confía esa tarea a los auxiliares? —preguntó Userhat el León, muy extrañado.
—Porque algunos de ellos, como los hortelanos, han sido requisados; los leñadores que trabajan para la aldea no van a tardar en serlo también; además, irían demasiado despacio.
—Iré yo —declaró Paneb.
—Como carpintero, debo acompañarlo —consideró Didia.
—Tres no seremos demasiados —añadió Renupe el Jovial.
—Voy a serte sincero —dijo el jefe Sobek al maestro de obras, que iba acompañado por los tres voluntarios—: no estoy demasiado de acuerdo con esta iniciativa. Debo insistir en que ningún artesano salga de la aldea hasta nueva orden, de ello depende la seguridad de todos.
—Comprendo tu punto de vista, pero considero que esta tarea es prioritaria —respondió Nefer.
—Podría ser peligroso.
—Pues danos armas —sugirió Paneb.
—Sería más peligroso aún —estimó el nubio.
—Tengo la impresión de que no confías en nosotros.
—Si vais armados y dais con una patrulla hostil, ¿qué sucederá?
—¡Pues entonces ordena a tus policías que nos escolten! —propuso Renupe.
—Sería la mejor manera de llamar la atención —repuso Sobek—. Si insistís en salir, más vale que paséis por simples campesinos.
—Vamos —dijo Paneb, impaciente—; ya hemos discutido bastante. Si tenemos que defendernos, lo haremos con nuestras hachas de leñadores.
—Tened mucho cuidado —recomendó el nubio.
Didia conocía un bosque de tamariscos a tres cuartos de hora de la aldea, caminando deprisa. Las raíces de los árboles, de corteza de color pardo rojizo, buscaban el agua hasta treinta metros de profundidad y se extendían por una cincuentena de metros. Los tamariscos crecían rápidamente y servían de protección contra el viento, en el lindero de los cultivos.
Paneb eligió el primer árbol que iban a cortar.
—Está bien —consideró Didia—; éste dificultaba el crecimiento de los demás.
El joven coloso puso manos a la obra, y sus dos compañeros no consiguieron seguir su ritmo. Renupe el Jovial no tardó en beber agua fresca de su odre, y pidió hacer una pausa, pero Paneb se negó.
—No nos demoremos por aquí, Renupe; cojamos con la mayor rapidez la cantidad de madera necesaria y regresemos.
La elección del segundo tamarisco era más difícil pero Paneb, ante el asombro del carpintero, no cometió ningún error. Renupe trabajó con más ahínco, y los cestos muy pronto estuvieron llenos.
—Tenemos suficiente madera para fabricar las escudillas y las cucharas que utilizan las amas de casa —estimó Didia—. Sea cual sea la tarea que deba realizarse, lo más importante es la materia prima.
Paneb miró con otros ojos los trozos de tamarisco.
La expedición había sido organizada por el maestro de obras, y tal vez el objetivo de Nefer era que Paneb descubriera que un modesto material como el tamarisco tenía un valor inestimable.
El coloso sabía que era inútil preguntar al carpintero, pero ¿de qué modo podía un pintor utilizar tamarisco como materia prima?
—Tenemos visita —advirtió Renupe el Jovial.
Por el sendero que conducía al bosque de tamariscos, se acercaban una decena de soldados comandados por un oficial con cara de bruto.