10

Kenhir tenía un sueño delicioso: el desierto había desaparecido, los árboles florecían, las casas blancas de la aldea brillaban bajo un suave sol, y el viejo escriba podía redactar el Diario de la Tumba tranquilamente porque no había nadie que lo molestase.

—¡Despertad, preguntan por vos!

Aquella voz autoritaria y acídula… ¿Acaso no era la de su sierva, Niut la Vigorosa? El sueño se desvaneció, y Kenhir abrió los ojos.

—Otra vez tú… Pero ¿qué hora es?

—Hora de levantaros y acudir inmediatamente a la gran puerta, donde requieren vuestra presencia.

—Ya no tengo edad para apresurarme.

—Os digo lo que me han pedido que os dijera; ahora, tengo que hacer la limpieza.

Ante la idea de la infernal ronda diaria de la escoba, Kenhir prefirió levantarse. Y la realidad le saltó a la cara: si lo solicitaban en la gran puerta, debía de haber ocurrido una nueva catástrofe.

Con las piernas rígidas y las caderas doloridas, el escriba de la Tumba trotó por la calle principal y, al salir de la aldea, se encontró con Beken, el jefe de los auxiliares. El barbudo alfarero, que era conocido por su discreción, parecía fuera de sí.

—¿No ha sido entregada el agua? —preguntó Kenhir.

—Sí, sí… pero también esperábamos verdura y no hay ni una sola. Según los arrieros, el ejército ha requisado a todos los hortelanos de la orilla oeste, incluidos los que trabajan para el Lugar de Verdad. Se dice que el príncipe Amenmés está decidido a luchar contra su padre.

Kenhir se dirigió hacia el quinto fortín, donde el jefe Sobek daba consignas a una decena de policías. El tono de Sobek era seco; las palabras, nerviosas:

—¡A vuestros puestos, y pronto! —exigió el nubio.

Sobek tenía los ojos enrojecidos de no dormir.

—¿Son fundados los rumores de que se avecina una guerra civil? —le preguntó Kenhir.

—No lo sé, pero que requisen a vuestros hortelanos no es buena señal. Esto tiene el aspecto de una movilización general.

—Entonces, pronto repercutirá en ti y en tus hombres…

—Yo sólo recibo órdenes del escriba de la Tumba y del maestro de obras del Lugar de Verdad.

—Esa actitud puede causarte graves problemas.

—Pase lo que pase, cumpliré mi misión.

—Si Amenmés se proclama faraón y decide apoderarse de la aldea, tal vez te veas obligado a deponer las armas…

—He reflexionado mucho sobre este problema —confesó Sobek—, y he tomado una determinación: fidelidad a la palabra dada. Me pagan para defender esta aldea de sus enemigos, sean quienes sean, y cumpliré mi contrato. Y os prometo que ninguno de mis hombres desobedecerá.

De acuerdo con la voluntad de la diosa de la cima, los habitantes del Lugar de Verdad habían abandonado sus tareas cotidianas para consagrarse, durante un día entero, a sus deberes sacros. No recurrían a los servicios de un ritualista del exterior puesto que, según el estatuto de la cofradía, los artesanos también eran sacerdotes dirigidos por el maestro de obras, y las sacerdotisas de Hator eran guiadas por la mujer sabia.

Todos estaban purificados, ungidos con mirra, vestidos con ropas de lino de una calidad real y calzados con sandalias blancas. Se dirigían en procesión hacia el templo de Maat y de Hator, cargados de ofrendas: panes de múltiples formas, jarras de leche, cerveza y vino, espejos, botes para ungüentos, patas de diversos animales talladas en madera… El conjunto de las maravillas de la creación y de los alimentos que proporcionaban la energía serían presentados, así, al gran Dios nacido de sí mismo, capaz de manifestarse en millones de formas sin perder un ápice de su unidad, el que creaba, a cada instante, el cielo, la tierra, el agua, las montañas y daba vida a los humanos.

Una vez las ofrendas fueron depositadas en los altares, la mujer sabia y el maestro de obras, oficiando en nombre de la pareja real que gobernaba Egipto desde la primera dinastía, elevaron una figurita de la diosa Maat hacia la propia Maat, para que el don fuese total, para que lo semejante se uniera a su semejante y la unidad se cumpliera sin abolir la multiplicidad ni la diversidad, puesto que Maat, por sí sola, simbolizaba la totalidad de las ofrendas.

—Mientras el cielo siga firme sobre sus cuatro soportes y la tierra, estable, sobre sus fundamentos, mientras el sol brille de día y la luna se ilumine por la noche, mientras Orión sea la manifestación de Osiris y Sothis, la soberana de las estrellas, mientras la inundación llegue a su hora y la tierra haga crecer sus plantas, mientras los decanatos cumplan su función y las estrellas permanezcan en su lugar, este templo será estable como el cielo —dijo el maestro de obras.

—Que esta morada celestial acoja a la dama del oro, de la plata y de las piedras preciosas —imploró la mujer sabia—, que preserve nuestra alegría y nuestra coherencia frente a la adversidad.

Durante la ceremonia, el traidor no había podido quitarse de la cabeza la Piedra de Luz, pensando si el maestro de obras la habría ocultado en el templo principal de la aldea o en el local de la cofradía. Durante mucho tiempo había elaborado planes para introducirse allí, y el fracaso del comando libio no le había hecho cambiar de decisión.

Pero ¿no estaría equivocándose de objetivo? Nefer y la mujer sabia sabían que un devorador de sombras merodeaba en busca de su tesoro, y forzosamente habrían tendido sus trampas. Tal vez pretendían hacer creer al ladrón que la Piedra de Luz sólo estaría segura en uno de los lugares sagrados de la aldea.

Sin duda era más hábil elegir un escondrijo aparentemente más expuesto, más visible, tal vez incluso tan evidente que a nadie se le ocurriera reparar en él. ¿Y no se habría traicionado Nefer el Silencioso al evocar la palabra perfecta, más oculta que una piedra preciosa, pero que se hallaba, sin embargo, entre las siervas que trabajaban con la muela?

La piedra de la muela, indispensable para triturar los cereales que se utilizaban en la fabricación del pan y de la cerveza, no era una piedra cualquiera. Se trataba de dolerita, de color pardo verdoso y excepcional dureza. Paralelamente, ella era la que reemplazaba el corazón del viajero por el más allá; así, provisto de un indestructible corazón de piedra, podía afrontar el tribunal del otro mundo y sus peligros.

Había una muela entre los auxiliares, varias en la aldea… ¿Y si una de ellas sirviera para ocultar la Piedra de Luz, una dolerita mágicamente animada por los ritos y provista de especial energía?

El traidor había ido desencaminado durante mucho tiempo, pero por fin estaba seguro de estar sobre la pista que conducía al tesoro.

—¿De quién creéis que os estáis burlando? —preguntó Uabet la Pura, enojada—. ¿Acaso pensáis que vamos a aceptar ropas a medio lavar y lienzos en los que queden manchas?

Los lavanderos agacharon la cabeza. Uno de ellos, sin embargo, intentó enfrentarse a la furiosa mujercita:

—Hacemos lo que podemos… Nuestro trabajo es agotador y difícil y nos pagan muy mal.

—¡Visto el resultado, aún os pagan demasiado!

Sólo los hombres eran destinados a esa ingrata tarea sobre la que Uabet, esposa de Paneb, se encargaba de velar. La higiene era la base de la salud, y no toleraba ningún abandono.

—No tenéis derecho a tratarnos así… ¡Podríamos dejar el trabajo!

—Pues allá vosotros: seréis despedidos inmediatamente y sustituidos mañana mismo. Seguro que encontraré lavanderos mejores que vosotros rápidamente.

La joven fingió regresar a la aldea.

—¡Esperad! Mejoraremos nuestros servicios.

—Hoy no cobraréis. Y tened en cuenta que a partir de ahora no volveré a pasaros por alto ni un solo error más —respondió Uabet.

Con la cabeza más gacha aún, los lavanderos regresaron hacia el canal con la firme intención de corregir sus errores y recuperar su retraso, pues Uabet la Pura no bromeaba. Sería mejor ganarse su simpatía si querían conservar un puesto de trabajo tan penoso como envidiado por muchos.

Fueran cuales fuesen los rumores, el Lugar de Verdad seguía existiendo y todo debía funcionar como siempre.

—Esta ceremonia me ha impresionado mucho —confesó Paneb el Ardiente al maestro de obras, su padre adoptivo—. Aún no me había dado cuenta de la importancia vital de la ofrenda, y de pronto me ha parecido que el templo nacía, que sus jeroglíficos cobraban vida y que sus piedras se teñían de oro.

—Eres un observador excelente, Paneb.

—Durante el ritual no estabas solo… Estábamos todos reunidos, con un único corazón, y no pensábamos en nosotros mismos sino en esa armonía secreta a la que pertenecemos los servidores.

Nefer el Silencioso no atemperó el entusiasmo de Paneb, que olvidaba la presencia de un traidor, porque tenía algo mejor que proponerle:

—Has trabajado mucho, te han sido revelados numerosos secretos del oficio y has sido autorizado a pintar en una tumba real… Ha llegado la hora de llevar a cabo tu obra maestra, si ésa es tu voluntad.

Paneb replicó de inmediato, muy excitado:

—¿Acaso lo dudas? ¡Dime qué debo hacer!

—No es tan sencillo… Tendrás que tomarte tiempo para reflexionar antes de elegir el tema de tu obra maestra, y no cometer error alguno en su ejecución.

—¡Ya tengo cien ideas!

—Sobran noventa y nueve, y no te olvides de lo esencial.

—¿Qué es?

—Lo esencial es la materia prima. Mientras no sepas cuál es, la obra maestra permanecerá tan alejada de tu espíritu como de tu mano.

—¿Debo salir de la aldea para descubrirla?

—Puedes hacerlo si lo deseas, Paneb.

—¿Y no me darás ninguna indicación?

—Hace ya tanto tiempo que pasé por esta prueba… Me falla la memoria…

Si Nefer no hubiera sido el maestro de obras, de buena gana Paneb le hubiera sacudido para hacerle hablar.

—Los lavanderos han intentado engañarnos —le dijo Uabet a su marido, que acababa de tenderse en el lecho—, pero los he metido en vereda.

Paneb permaneció en silencio.

—¿Te duele algo? —preguntó Uabet.

—¿Has oído hablar alguna vez de la materia prima, Uabet?

La muchacha sonrió:

—Ah… El maestro de obras te ha pedido que prepares tu obra maestra.

Paneb dio un salto y la tomó por los hombros.

—¡Lo sabes!

—Sólo soy una simple sacerdotisa de la diosa Hator, pero espero que lo consigas.