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De acuerdo con la tradición, la morada del maestro de obras era una de las dos más hermosas de la aldea, junto con la del escriba de la Tumba. Como cada mañana, Nefer y Clara se lavaban, antes del alba, para hacer sus abluciones antes de dirigirse al templo y celebrar allí los ritos de renacimiento de la luz en nombre del faraón y de la reina de Egipto.

Al maestro de obras le gustaba encender las lámparas que él mismo había fabricado; se componían de unas copas de bronce, llenas de aceite de ricino o de oliva, colocadas sobre columnitas papiriformes de madera de acacia, clavadas en una base semiesférica de calcáreo. Cada vez que brotaba la llama, Nefer pensaba en el milagro que se producía todos los días en el Lugar de Verdad, donde los vivos intentaban comunicar con las fuerzas divinas para ofrecer a Maat un lugar de encarnación. A pesar de sus defectos e insuficiencias, unos hombres y mujeres habían decidido reunirse y consagrar su existencia a una obra que los sobrepasaba.

Gracias a la Piedra de Luz, transmitida de maestro de obras en maestro de obras, era posible transmutar la materia, viajar de la piedra a la estrella y de la estrella a la piedra.

Las lámparas iluminaban el mobiliario que los artesanos habían ofrecido a Nefer el Silencioso cuando el faraón lo había confirmado en sus funciones de maestro de obras: una silla de alto respaldo decorada con espirales, lotos, rombos y granadas enmarcando un sol, otra silla adornada con una parra y racimos de uva, una silla plegable con marquetería de marfil y ébano, mesas bajas rectangulares, mesillas, arcenes domésticos… Lo bastante para satisfacer a cualquier hombre importante y hacer que se sintiera orgulloso de su éxito.

Pero esta morada se levantaba en el centro de una aldea que no se parecía a ninguna otra, y el jefe de la cofradía no tenía más ambición que transmitir las enseñanzas recibidas en la Morada del Oro, para que templos y tumbas fueran construidos según las leyes de la armonía.

Nefer observó a su esposa. Se estaba untando sobre la piel un ungüento líquido y perfumado con flor de acacia, contenido en un frasco de largo cuello, que la protegería de los rayos del sol; luego hizo correr la tapa de un cofrecillo para joyas y sacó dos pendientes de jaspe rojo, adornados con tres hilos de oro. Se los puso mirándose a un espejo formado por un disco solar de bronce que coronaba una columnilla verde y que simbolizaba la buena salud y la prosperidad.

Nefer apoyó las manos dulcemente sobre los hombros de Clara.

—¿Cómo se puede describir tu belleza?

Silencioso como su dueño, Negrote saltó al cuello de Clara con ternura y le lamió la mejilla, mientras agitaba la larga cola vigorosamente para demostrar su alegría al recibir caricias.

Cuando el elegante perro negro volvió a su estera, Clara abrió un cesto circular, del que sacó un collar floral compuesto por dos hileras de pétalos de loto que enmarcaban una hilera de flores de mandrágora amarilla, separadas por cintas rojas.

—¿Por qué llevas un collar tan frágil?

—Es una ofrenda destinada a la diosa del silencio.

—Vas a subir a la cima para encontrarte con la gran cobra hembra, ¿no es cierto?

—Necesitamos su ayuda, Nefer; sólo su poder mágico nos permitirá afrontar las vicisitudes del destino y modificar el curso de los acontecimientos.

—Pero cada vez que la haces salir de su escondite, estás arriesgando tu vida.

—Lo sé, pero ¿acaso no debemos correr todos los riesgos que sean necesarios para proteger a la aldea de las desgracias que la acechan?

Nefer besó a su esposa en el cuello.

El paisaje era espléndido, con los primeros rayos del sol naciente. Había un acusado contraste entre el ocre del desierto y el verde de los cultivos; sin embargo, los dos mundos se complementaban, más que enfrentarse, y la austeridad del primero hacía más cálidos a los segundos, acompasados por bosquecillos de palmeras.

Clara trepaba con paso regular hacia la cima de Occidente, a la que ofrecería el collar y un ramillete compuesto por flores de papiro y adormidera, hojas de enredadera y de mandrágora; así apaciguaría el furor de la montaña sagrada, en cuya cima vivía una enorme serpiente. La mujer sabia que había iniciado a Clara en sus funciones de madre de la cofradía le había recomendado que venerase a la diosa del silencio para que se convirtiera en su guía y en sus ojos cuando el porvenir se oscureciese.

La cima culminaba a cuatrocientos cincuenta metros, y su cumbre, en forma de pirámide, se hallaba en el eje de los templos de millones de años, dispuestos en abanico con respecto a este último santuario, que prácticamente rozaba el cielo; en cuanto a las moradas de eternidad del Valle de los Reyes, éstas estaban colocadas bajo la protección de «la gran cima de Occidente, hija de la luz con su nombre de Maat».

Allí arriba se revelaba la madre divina, dueña de los nacimientos y las transformaciones, regente de los seres en rectitud, socorredora para quien la venerase, protectora para quien la llevara en su corazón. Pero aquella misteriosa soberana no soportaba la mentira ni la avidez, y su amor podía llegar a ser terrible.

Sólo la mujer sabia era capaz de franquear los límites del oratorio donde vivía la cobra real en la que se encarnaba la diosa de la cima; en el cuerpo de la serpiente, representada con tanta frecuencia en los muros de las tumbas reales, se realizaba la regeneración cotidiana del sol. Era, pues, la vencedora del tiempo y la moldeadora de la resurrección.

Cuando llegó a la cumbre, Clara depositó el ramo y el collar en un pequeño altar, y salmodió un himno a la luz renaciente que animaba de nuevo todas las formas de vida.

Lentamente, la cobra hembra salió de su cueva y luego, con sorprendente vivacidad, se irguió en posición de ataque. Como ella, la mujer sabia se balanceó de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, suavemente, sin movimientos bruscos, y sin dejar de mirar los ojos del reptil, de los que manaba un fulgor rojizo cuya agresividad se fue atenuando poco a poco.

Apaciguada por la voz melodiosa de la superiora de las sacerdotisas de Hator, la cobra de la diosa se inmovilizó como si se transformara en estatua de granito, y escuchó las preguntas de aquella que había conseguido hechizarla.

Los aldeanos estaban muy inquietos, y muy pocos lograban conciliar el sueño, pues no sabían si les sería proporcionada toda el agua potable que necesitaban. Sin embargo, como cada mañana, las mujeres habían cumplido su deber de sacerdotisas de Hator, depositando ofrendas en los altares de los antepasados, cuya protección resultaba más indispensable que nunca.

—Las autoridades se están burlando de nosotros —estimó Karo el Huraño. El cantero era rechoncho, de brazos cortos y poderosos, nariz rota y cejas espesas—. ¡No nos entregarán agua, ni pan, ni verduras!

—Eres demasiado pesimista —repuso Renupe el Jovial, escultor de gran panza y cabeza de trasgo malicioso—; gracias a Paneb, ya hemos obtenido pescado fresco.

—Eso fue un hecho aislado —consideró Nakht el Poderoso, otro cantero con aspecto de atleta que caminaba golpeando pesadamente el suelo—. Nadie le había pedido nada, y con esa actitud sólo nos creará problemas.

—Siéntate en el taburete y no te muevas —le ordenó Renupe, que hacía las veces de peluquero y barbero.

—¡No llevo los cabellos demasiado largos! —protestó Nakht.

—Hoy te toca a ti. No des mal ejemplo o tu existencia se volverá imposible.

Poderoso no quiso contrariar a Jovial, que había afilado su navaja de sílex y demostraba tener destreza. Con él, no había cortes; y una loción después del afeitado calmaba las irritaciones de la piel.

Gau el Preciso se acercó a sus compañeros del equipo de la derecha. El dibujante era un hombre voluminoso, con la nariz muy larga y no demasiado agraciado.

—¿Alguna noticia? —preguntó con su habitual voz ronca.

—Ninguna —respondió Karo—; Userhat el León ha ido a la puerta principal, a ver qué pasa.

El jefe escultor, de pecho tan soberbio como el de una gran fiera, regresaba hacia el grupito en compañía del cantero Casa la Cuerda, de rostro cuadrado animado por unos vivos ojillos marrones.

—Ni un asno a la vista —declaró éste.

—Porque no te has mirado a ti mismo —dijo Renupe con ironía.

—Si no tuvieras una navaja en la mano, te haría tragar tus palabras.

—Cálmate —recomendó Userhat—, no debemos pelearnos.

El rechoncho dibujante Pai el Pedazo de Pan salió de su casa con paso vacilante.

—Mi mujer me pide agua para la cocina.

—¡Pues deberá esperar como las demás! —respondió Casa, irritado.

—No me digáis que no han llegado los asnos… ¡No me atrevería a volver a casa!

—Si es necesario, yo te ofreceré asilo —prometió Didia el Generoso, un carpintero de gran talla y lentos gestos.

El orfebre Thuty el Sabio, flacucho y frágil, guardaba silencio, al igual que el dibujante Unesh el Chacal, más cerrado aún que de costumbre.

Deseando olvidar las preocupaciones, el cartero Fened la Nariz, que se había quedado muy delgado desde su divorcio, y el escultor Ipuy el Examinador, enjuto y nervioso, jugaban a los dados.

—¿No tenéis otra cosa que hacer que charlar inútilmente? —preguntó el pintor Ched el Salvador.

La nariz recta, los labios finos y el pequeño bigote, muy cuidado, le daban un aire desdeñoso.

—¿Qué propones? —replicó Karo el Huraño.

—Desde el cuidado de las herramientas hasta los encargos del exterior, no falta trabajo… Y cada jornada en la que no perfeccionamos el oficio es una jornada perdida.

—Cuando lo cotidiano no está asegurado —afirmó Pai—, no hay ya oficio posible.

—Pero ¿dónde se ha metido Paneb? —preguntó Nakht.

—¡Ahí viene! —dijo Casa la Cuerda.

El coloso corría hacia sus compañeros, gritando:

—¡Llegan los asnos! ¡Hay un centenar, por lo menos!

Alcanzados muy pronto por sus colegas del equipo de la izquierda, los miembros del de la derecha se precipitaron hacia la puerta del norte y salieron de la aldea. Nunca antes se habían alegrado tanto de la llegada de los asnos y de su preciado cargamento.

Karo el Huraño se apoderó de un odre.

—Me muero de sed —reconoció.

La mano del maestro de obras se posó en la muñeca del escultor para impedirle beber, y le dijo:

—¿Has olvidado que el agua puede estar envenenada?