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El maestro de obras había dicho que había que tomar «todas las medidas que fueran necesarias». Sin embargo, el escriba de la Tumba había solicitado la opinión de la mujer sabia y del jefe del equipo de la izquierda, dado el carácter insólito de las órdenes que debía dar.

Kenhir salió de la aldea y fue a buscar al jefe Sobek.

—¿Están tus hombres en pie de guerra?

—Nadie puede acercarse a la aldea sin ser descubierto. Mis órdenes son estrictas: una advertencia y, luego, una lluvia de flechas si el interpelado no se detiene.

—Vayamos a casa del herrero.

Desde la muerte del rey Merenptah, Obed el herrero, un sirio barbudo, bajo y de musculosos brazos, tenía mucho menos trabajo, por lo que pasaba la mayor parte de su tiempo durmiendo y hartándose de tortas calientes rellenas de queso de cabra.

Cuando Obed vio entrar en su forja al escriba de la Tumba y al jefe de la policía local, se preguntó si no estaría soñando. Era la primera vez que Kenhir se acercaba por allí, y el herrero temió que trajeran malas noticias para él.

—¿Qué falta he cometido?

—Ninguna, Obed, tranquilízate.

—Entonces…

—Fabricas excelentes herramientas y las reparas tan pronto como es posible; los jefes de equipo y yo mismo sólo podemos felicitarte por tu trabajo. Pero hoy soy incapaz de asegurar que el Lugar de Verdad vaya a seguir actuando como en el pasado. Y si en las alturas deciden atentar contra su integridad, debemos tener la posibilidad de defendernos.

—Ésa es mi misión —dijo el jefe Sobek, extrañado.

—Es cierto, pero los propios artesanos deben poder echarte una mano en caso de necesidad.

El herrero hizo crujir los dedos que, según los niños de la aldea, parecían culebras y olían peor que las huevas de pescado.

—¿Y vos queréis que yo, Obed, fabrique… armas?

—Es la decisión del maestro de obras —precisó Kenhir.

—¡Pero eso es ilegal! —protestó Sobek—. Sólo la administración está habilitada para proporcionármelas y…

—¿Qué nos proporciona la administración? ¡Agua envenenada! Como responsable del bienestar del Lugar de Verdad, considero indispensable reforzar nuestra autonomía en todos los campos.

El nubio reconoció que Kenhir tenía razón. Y puesto que él y su cuerpo de policía debían obediencia al escriba de la Tumba, su responsabilidad quedaba a salvo.

Por su parte, Obed consideró más bien divertida aquella inesperada tarea; rápidamente, alimentó su fuego con carbón vegetal y huesos de dátiles, y luego lo avivó con un fuelle.

Con la segura mano de un veterano profesional, Obed vertió polvo de carbón en los jarros de cerámica, que recordaban, vagamente, a unos colmillos; gracias a un pequeño agujero redondo, la llama del fogón penetraría en su interior, encendería el polvo y pondría al rojo vivo el jarro que el herrero sostendría con unas pinzas de bronce, tras haber introducido en él fragmentos de metal que irían transformándose en puñales y espadas cortas.

—La fabricación comienza en el acto —declaró.

Kenhir y Sobek salieron de la forja.

—¿De todos modos, no pensaréis armar a los artesanos? —preguntó el nubio, preocupado.

—Mi ayudante contará las armas y las almacenará en la cámara fuerte —respondió el escriba de la Tumba—. Yo, y sólo yo, procederé a su distribución si es necesario. Y si también fuera necesario, proporcionaría a los miembros de la cofradía el medio de defenderse.

—¿Recordáis que hay un traidor entre vosotros y que darle una arma lo transformaría, inevitablemente, en asesino?

—Tengo una memoria excelente, Sobek, y soy consciente de que el interés general implica cierto riesgo. Hasta nueva orden, sólo tus hombres irán armados. Pero debes recordar que el devorador de sombras podría utilizar cualquier herramienta como arma.

—¡Se condenaría para toda la eternidad!

—¿Y no crees que ya lo ha hecho?

—Soy el maestro de obras del Lugar de Verdad, y vengo acompañado por un artesano —declaró Nefer pausadamente—. Baja, pues, tu lanza y llévanos ante el general Méhy.

La tranquilidad del sospechoso desconcertó al soldado. Su colega contemplaba con inquietud la robustez de Paneb, que hacía pasar de una mano a otra un enorme bastón. Atravesar el pecho del que afirmaba ser maestro de obras parecía más bien fácil, pero el coloso los mataría a ambos.

—Pediré refuerzos… ¡Sois culpables, estoy seguro!

—¿Qué ocurre, soldado? —preguntó Nefer con placidez.

—¡Cómo si no lo supieras!

—Han envenenado el agua de una cisterna —respondió su colega, tranquilizado por la actitud de Nefer—. Ya ha habido dos muertos y varios enfermos. El general ha dado órdenes de buscar a todos los que han bebido y detener a los sospechosos.

—Llévanos ante él, tengo algo importante que comunicarle.

Subyugado por la serenidad que emanaba del maestro de obras, el soldado aceptó.

El vasto despacho de Méhy estaba lleno de oficiales y escribas que piaban como gorriones: unos presentaban sus informes, otros solicitaban instrucciones.

Paneb golpeó el enlosado con su bastón, y todos los presentes se volvieron hacia los dos artesanos.

—¡Maestro de obras… estáis bien! —exclamó Méhy—. Iba a enviar un mensajero a la aldea para saber si habíais utilizado el agua envenenada.

—Gracias a la perspicacia de la mujer sabia, no debemos lamentar víctima alguna.

—¡Excelente noticia! Desgraciadamente, aquí no ha sido así.

—¿Qué ha sucedido, general?

—Salid y comenzad por restablecer la calma —ordenó Méhy a los oficiales y escribas—. Anunciad que ya no corremos ningún riesgo y que las causas del drama han sido aclaradas.

Serenada ya, la jauría salió del despacho. Méhy se dejó caer en una silla de alto respaldo, visiblemente abrumado.

—Sentaos, os lo ruego.

—Preferimos permanecer de pie, general.

—¡Qué horrible venganza…! Sin la vigilancia de un médico militar, se habrían producido decenas de muertes. Perdonadme, tengo la garganta seca… ¿Un poco de licor de dátiles?

—No, gracias.

Méhy bebió una copa de un trago.

—Se han producido tantos acontecimientos trágicos que tengo dificultades para ordenar mis pensamientos… Primero, esa prohibición de la capital con respecto al consumo de pescado en período de luto y, luego, el añadido del príncipe Amenmés referente a las entregas de agua a vuestra aldea.

—Se trata de intolerables violaciones de la ley que se aplica en el Lugar de Verdad —recordó el maestro de obras.

—Lo sé, lo sé… Emití de inmediato una nota de protesta dirigida a las autoridades provisionales, y expliqué al príncipe Amenmés que no podía imponerse a vuestra cofradía ningún racionamiento de agua sin órdenes del faraón. Pero el hijo de Seti a veces tiende a creer que es el nuevo dueño del país…

—General, debéis saber que hemos tomado pescado de nuestro vivero.

—Me parece una iniciativa excelente, Nefer; nadie os lo impedirá, y yo menos que nadie. Como administrador, os apoyaré de manera incondicional. Por lo que al agua se refiere, no he conseguido impedir el desastre que se ha producido hoy. O la situación vuelve a la normalidad mañana mismo o dimitiré, y se iniciará un conflicto entre Amenmés y quienes respetan la ley de Maat.

Con estas palabras, Méhy demostraba a los representantes de la cofradía allí presentes que él era su mejor aliado. Y, puesto que manipulaba al joven y crédulo Amenmés, el general no corría riesgo alguno de ser cesado en sus funciones.

—¿Sabéis por qué ha sido envenenada el agua? —preguntó Nefer.

—Sin duda ha sido una venganza de inaudita crueldad… El hermano de uno de los libios que intentaron introducirse en vuestra aldea trabajaba en los establos. Cuando supo que sus cómplices habían sido detenidos y condenados, robó drogas de la enfermería y contaminó los odres destinados al ejército y al Lugar de Verdad. Por suerte, un médico advirtió la desaparición de varias redomas y dio la alerta enseguida. Lamentablemente, dos palafreneros, un centinela y un escriba de la contabilidad ya estaban vomitando, y varios infantes se retorcían de dolor. No hemos podido salvarlos a todos.

Nefer se estremeció al pensar cuántos aldeanos habrían muerto si la mujer sabia no hubiera presentido el peligro.

—¿Cómo habéis identificado al culpable? —preguntó Paneb.

—Un oficial advirtió que se comportaba de un modo extraño y se le ocurrió registrar su choza. Allí descubrió los frascos robados. El miserable intentó huir y los arqueros lo abatieron. Gracias a los colegas del asesino, hemos sabido quién era y por qué había actuado así. He dado órdenes estrictas para que el agua y los alimentos sean analizados todos los días por los servicios sanitarios, con el fin de evitar una tragedia como la que hemos vivido hoy.

Pero lo que Méhy no dijo es que había sido la dulce Serketa la que había puesto en casa del libio las pruebas que lo inculpaban, es decir, las redomas que ella misma había robado de la enfermería para evitar que se abriera una investigación dirigida al laboratorio de Daktair.

—Sin ánimo de dudar de la calidad de vuestros controles, nosotros también los analizaremos —afirmó el maestro de obras.

—Cuatro ojos ven más que dos.

—Si mañana mismo no se nos entregan las cantidades de agua habituales, temo una revuelta de los artesanos.

El general Méhy se levantó y dijo:

—Soy consciente de la gravedad de la situación y haré lo que esté en mi mano para evitar lo peor.