Déjanos solos —ordenó Kenhir a su sierva Niut la Vigorosa. Ésta había ido a buscar al maestro de obras y a la mujer sabia, que se había visto obligada a interrumpir sus consultas.
—Los aldeanos están muy nerviosos —reveló ella al escriba de la Tumba—; no dejo de prescribir calmantes.
—¡Y el comportamiento de Paneb no va a facilitarnos las cosas! —masculló Kenhir.
—Todos estamos muy contentos con la llegada de pescado fresco.
—Paneb no tenía derecho a salir de la aldea ni a reemplazar al patrón pescador que había recibido órdenes estrictas de la administración. Tengo la intención de redactar un informe sobre esta violación de las reglas y de prohibir a ese rebelde que trabaje en el equipo de la derecha durante tres meses.
—En la forma no estáis equivocado —consideró Nefer—; pero en el fondo… ¿Acaso no nos ha alegrado la intervención de Paneb? No dependemos de administración alguna y sólo recibimos órdenes formales del faraón. ¿Por qué tenemos que aceptar que nos priven de pescado? Si hay que nombrar un equipo para tomar del vivero todos los días las piezas que nos corresponden, yo me responsabilizaré de ello.
Kenhir esperaba una reacción muy distinta por parte del maestro de obras y quedó atónito ante sus palabras.
—Pero… ¡Paneb ha cometido una falta imperdonable y debe ser sancionado!
—Nuestro hijo adoptivo a veces tiende a olvidar el reglamento —admitió la mujer sabia con una sonrisa dulce y divertida a la vez, a la que el escriba de la Tumba no podía permanecer insensible—; en el presente caso no ha causado daño alguno y nos ha recordado que nuestra supervivencia dependía de nosotros mismos. De nuestra coherencia obtenemos nuestra fuerza.
—De todos modos…
Niut la Vigorosa regresó al despacho.
—¡Te he dicho que te marcharas! —gruñó Kenhir.
—Imuni, vuestro ayudante, os comunica un incidente de excepcional gravedad: la cantidad de agua que debían entregarnos ha sido reducida a la mitad.
Kenhir se levantó como si tuviera veinte años menos y salió de su casa con el aspecto de un joven, seguido por el maestro de obras y la mujer sabia, que estaban tan inquietos como él.
Los tres se dirigieron apresuradamente al enorme depósito con brocal de piedra, de dos metros de diámetro, que estaba instalado junto a la entrada norte.
Varias amas de casa muy enojadas rodeaban al escriba ayudante Imuni.
—Esperábamos cincuenta asnos —precisó el pequeño escriba de mirada torva y rostro de roedor—. Han llegado… ¡pero sin odres!
—¿Y los aguadores que los acompañaban? —preguntó Kenhir.
—También ellos han hecho el camino de vacío.
—¿Qué explicaciones han dado?
—Ninguna —respondió Imuni con su voz melosa—, pero de todos modos he registrado sus declaraciones en una tablilla de madera para que pudierais copiarlas en el Diario de la Tumba.
Aficionado a la literatura, que para él no tenía valor si no era especialmente difícil de leer, Imuni nunca se desplazaba sin su material de escriba, al que cuidaba de un modo obsesivo, al igual que su fino bigote.
—¿Has comprobado nuestras reservas? —preguntó el escriba de la Tumba, inquieto.
—La gran jarra del muro sur está medio llena aún, y en el pozo del templo de Hator hay agua suficiente para celebrar los ritos durante muchas semanas.
—¿Ha sido distribuida el agua que se ha entregado hoy? —preguntó Clara.
—Me he opuesto a ello —declaró Imuni con orgullo—: no se ha llenado ninguna de las ánforas dispuestas en nuestras callejas.
Plantados en el suelo, los grandes recipientes de terracota rosada cubierta de vidriado llevaban los nombres de los soberanos que los habían ofrecido a la aldea, como Amenhotep I, Hatsepsut, Tutmosis III o Ramsés el Grande. Medían dos metros de altura, y ofrecían a las amas de casa el preciado líquido en gran cantidad.
Clara se dirigió hacia la puerta del norte, y Nefer la acompañó.
—La luz de tu mirada ha desaparecido de pronto —le dijo él—; ¿qué temes?
—Que el agua que acaban de entregarnos esté envenenada.
El jefe Sobek en persona velaba por los odres depositados junto a la puerta de acceso. Los arrieros y los asnos ya habían regresado hacia el valle.
—¿Se ha acercado alguien a esos odres? —preguntó Nefer.
—Nadie —afirmó el nubio.
Clara los abrió uno a uno.
—Ningún olor sospechoso… Que un auxiliar traiga almendras y frutos del balanites. Y tú, Sobek, ordena a uno de tus hombres que traiga una garza —dispuso la mujer sabia.
En cada odre, de unos veinte litros, Clara arrojó varios frutos destinados a mantener el agua limpia y preservada de cualquier miasma. Pero la precaución no le bastaba y esperó la intervención de la garza que dos nubios habían conseguido capturar en un campo, a orillas del Nilo, sin herirla.
La mujer sabia tranquilizó al hermoso pájaro blanco, magnetizándolo. El ave dio unos pasos y se dirigió hacia los odres. Si el animal bebía significaba que el agua estaba libre de cualquier impureza. Pero, en lugar de ello, el ave zancuda apartó el pico y emprendió el vuelo.
—Vaciemos los odres y quemémoslos —exigió Clara.
—¡Esto ya es demasiado! —dijo Kenhir, que había asistido a la escena—. Nos privan de pescado y agua pura e intentan envenenarnos. Mañana mismo enviaré un detallado informe de lo sucedido a la capital.
—Debo avisar de inmediato al general Méhy e identificar al culpable de tan innoble atentado —estimó el maestro de obras.
—Te acompaño.
—No, Kenhir; quedaos aquí y tomad las medidas necesarias para defender la aldea de una eventual agresión.
—¿Todas las medidas?
—Ya no tenemos elección.
—Los caminos no son seguros, ni siquiera en la orilla oeste; llévate a Paneb contigo.
Méhy estaba atónito:
—¿Qué has hecho, Serketa?
—Estaba aburrida y he decidido envenenar los odres destinados al Lugar de Verdad. Sólo he tenido que robarle una redoma a nuestro amigo Daktair y verter su contenido en esos odres. ¿No te parece divertido? Dentro de unas horas, buena parte de los habitantes de la aldea habrán muerto o estarán enfermos.
El general abofeteó con tanta violencia a su esposa que ésta cayó de espaldas al suelo.
—Yo he reducido el número de odres para sembrar el malestar en la cofradía, provocar sus protestas y hacerles creer que el responsable era Amenmés… —gritó Méhy—. Sin una cantidad de agua suficiente, los artesanos se habrían visto obligados a abandonar temporalmente la aldea, y yo hubiera podido registrarla a mis anchas. ¡Y con tu hazaña tal vez hayas matado a nuestro aliado del interior!
—¿Y si han muerto todos? —susurró Serketa, asustada.
—Olvidas que se benefician de la ciencia de una mujer sabia capaz de curarlos. Y has olvidado, sobre todo, que yo, y sólo yo, soy el que decide nuestra estrategia. No se te ocurra tomar nunca más este tipo de decisiones sin consultarme, Serketa.
Con la mejilla ardiendo, ella se arrastró a los pies de su dueño y señor y le suplicó:
—¿Me perdonas, dulce amor mío?
—No lo mereces.
—¡Perdóname, te lo ruego!
Méhy hubiera pisoteado, de buena gana, a la insensata de su esposa, pero aún podía serle útil. La asió por los cabellos y la levantó del suelo.
Pese al dolor, Serketa no dijo palabra. El día en que su marido cediera a la compasión, lo mataría.
—Si tu plan ha fallado, la cofradía no tardará en reaccionar. Podría hacer que acusaran a Daktair, pero aún nos es indispensable.
Serketa besó el ancho torso de su marido y murmuró:
—Tengo una idea.
Nefer el Silencioso y Paneb el Ardiente, armados con garrotes, habían seguido el camino reglamentario reservado a los artesanos que salían del Lugar de Verdad. Tras cruzar el puesto de control que impedía a cualquiera tomar ese itinerario en dirección contraria, habían flanqueado el Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés el Grande, para dirigirse hacia los edificios de la administración de la orilla oeste.
El aire que se respiraba era pesado. En los campos ya no se tocaba la flauta ni se tarareaban canciones; cada cual miraba a su vecino con ojos suspicaces y se observaba con desconfianza a los que pasaban. Algunos murmuraban que era inevitable que estallara una guerra civil y que la provincia tebaica pagaría cara su fidelidad al príncipe Amenmés.
—¿Estás seguro de que el escriba de la Tumba no redactará un informe contra mí?
—Seguro, Paneb —respondió Nefer.
—¿Por qué ha cambiado de opinión?
—Porque tus faltas a la disciplina no son nada comparadas con el atentado perpetrado contra la aldea.
—¿Y tú habías decidido defenderme?
—Cuando un reglamento deviene estúpido en una determinada situación, es contrario a la armonía de Maat.
En los alrededores de los edificios administrativos reinaba una insólita agitación. Soldados y escribas corrían en todas direcciones, unos oficiales aullaban consignas contradictorias y ya no había guardias para filtrar a los recién llegados.
Los dos artesanos avanzaron hasta el gran patio, donde los caballos no dejaban de relinchar.
Cuando Nefer cruzaba el umbral del edificio donde estaba situado el despacho de Méhy, aparecieron dos soldados y le apuntaron las lanzas contra el pecho.
—¡Acabamos de detener al culpable! —gritó el más excitado.