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Situada en la parte sur, la morada de Paneb y Uabet la Pura no era ni la más hermosa ni la más grande de las casas de la aldea donde vivían los treinta y dos artesanos —distribuidos en el equipo de la derecha y el equipo de la izquierda— y sus familias, pero la esposa del coloso había conseguido hacerla alegre y confortable.

La casa tenía un centenar de metros cuadrados habitables. La primera estancia estaba consagrada al culto de los antepasados y albergaba un lecho ritual al que se accedía por tres peldaños; la segunda, de techo plano sostenido por una columna formada por un tronco de palmera enyesado, tenía también un valor sagrado, con una mesa de ofrendas, una estela que representaba una puerta de comunicación con el otro mundo, y otra estela enmarcada en el muro que representaba a un protector de la cofradía, «el espíritu eficaz y luminoso de Ra» que navegaba en la barca del sol y transmitía la vida a sus sucesores. Nefer el Silencioso había ofrecido esta obra a su amigo Paneb, convertido en su hijo adoptivo. También había una alcoba, una sala de aseo y una cocina con el techo de ramas aunque parcialmente al aire libre, de la que salía una escalera que conducía a la terraza. Dos sótanos, uno para las jarras de alimento, otro para el vino y el aceite, completaban una vivienda donde la frágil y hermosa Uabet había encontrado la felicidad.

Tenía treinta y seis años, como su marido, aunque aparentaba diez menos; de su bote de brecha, una piedra dura con vetas de rojo y de un blanco amarillento, tomó un poco de galena con un bastoncillo para trazar una delgada línea negra por encima de las pestañas. Luego, inclinando hacia el cuello una concha de alabastro que imitaba a la perfección las conchas del Nilo —incluyendo el pedúnculo con que el molusco se asía— derramó un poco de aceite perfumado mientras pensaba en su esposo, al que debía compartir con Turquesa, su amante.

Ambas eran sacerdotisas de Hator y jamás habían tenido ningún enfrentamiento, como si respetaran algún tipo de secreto. Turquesa había hecho el voto de permanecer soltera, y Paneb nunca pasaba la noche en su casa. No tenía más esposa que Uabet, que le había dado un hijo de excepcional robustez y llevaba a cabo las tareas propias de una ama de casa. Aunque se mostrase tolerante por amor, no se comportaba como una mujer sumisa, y su marido le debía respeto.

Poniéndose al cuello el collar de cornalina y jaspe rojo que Paneb le había regalado, Uabet se sintió realmente hermosa.

—¡Tampoco hay pescado seco esta mañana! —exclamó, furioso, su marido—. Es la golosina preferida de mi hijo y no soporto que lo priven de ella.

—No podemos hacer nada; tenemos que esperar.

—¡No, Uabet, hay algo mejor que hacer!

—No desafíes a los pescaderos, Paneb; ellos cumplen órdenes, no son responsables del cese de las entregas.

—Pero yo soy responsable del bienestar de mi hijo.

Paneb, instalado en una pequeña barca de papiro, había hundido en el agua del río cuatro grandes anzuelos atados a sólidos cabos. Tras una hora de esfuerzo, había conseguido pescar un soberbio barbo de sesenta y cinco centímetros de largo, con el cuerpo de un color blanco plateado y las aletas rojas. Para evitar que el animal sufriera, lo había rematado con un mazo.

Alentado por ese primer éxito, Paneb remó hasta aguas más profundas. Y la suerte le sonrió casi al instante: el pescador entabló un feroz combate con una perca del Nilo, el lates, que medía casi un metro y medio y no pesaba menos de setenta kilos. Por lo común, había que utilizar un arpón y una red para vencer a ese valeroso guerrero pero, a pesar de la fragilidad de su esquife, Paneb no renunció. Respondió a cada salto de la perca para hacerle comprender que no escaparía.

El coloso salió vencedor de la lucha y, acto seguido, saludó al alma del pez, pues, cuando pintaba algún lates en la pared de una tumba, lo hacía siempre poniéndolo delante de la barca del sol; así, el pez lo avisaría del inminente ataque del demonio de las tinieblas.

Le bastaron unos minutos para regresar a la orilla jugando con la corriente. Llevando su presa en el hombro izquierdo y sujetando en la derecha el cesto donde había puesto el barbo, el artesano se metía ya en las altas hierbas cuando un violento bastonazo en las pantorrillas le hizo tropezar. Una red cayó sobre su espalda y, aunque consiguió levantarse, el coloso quedó atrapado.

Al incorporarse, vio frente a él a Nia, el jefe de los pescadores, y a tres acólitos con los que Paneb ya había tenido algún que otro enfrentamiento.

—No has debido salir de la aldea —declaró Nia—; ¡cuándo te aíslas en tu retiro, no debes abandonarlo!

—Hueles como un pescado podrido. Suéltame inmediatamente.

El panzudo Nia soltó una carcajada.

—No estás en condiciones de presumir, muchacho. ¿Nadie te ha dicho que sólo yo y mis empleados tenemos derecho a pescar aquí?

—Si esperas seguir siendo auxiliar del Lugar de Verdad, reanuda tus entregas hoy mismo. De lo contrario, me encargaré personalmente de tu caso.

—¿Lo estáis viendo…? ¡Mira cómo tiemblo! De momento, degustaré la soberbia perca que has pescado. Pero antes te daré una buena lección para que aprendas cómo funcionan las cosas. ¡Vamos, muchachos!

Cuatro bastones cayeron sobre el coloso. Las gruesas mallas de la red amortiguaron los golpes de los pescadores, dados con demasiada cólera para ser precisos. Mientras tanto, Paneb cortó la red con los dientes, y ensanchó la abertura, lanzando un alarido de rabia que dejó petrificados por unos instantes a los cuatro pescadores.

Una vez se hubo liberado de la malla, el coloso la agarró y la utilizó como un arma; la hizo girar y segó a dos de los acólitos de Nia, que se derrumbaron con la cara ensangrentada; el tercero emprendió la fuga.

—¡No me toques! —aulló el patrón, soltando su bastón—. Eres un artesano del Lugar de Verdad y no tienes derecho a agredir a un auxiliar.

Había tanta rabia en la mirada de su adversario que Nia creyó que había llegado su hora. Pero, finalmente, Paneb arrojó la red a lo lejos.

—Coge mis pescados y vayamos al vivero —le ordenó a Nia.

—¿No… no irás a tirarme al canal?

—Nunca ensuciaría las aguas con un cuerpo tan maloliente como el tuyo. Pero si me vuelves a molestar, te partiré el cráneo y te abandonaré a los buitres, en la montaña.

Nia se apresuró a recoger la perca y emprendió el camino hacia el vivero. Allí se criaban varias especies destinadas a la aldea, que, fuera cual fuera la estación del año y las condiciones climáticas, nunca carecía de pescado fresco.

Dos guardias estaban asando un mújol, que compartirían con el responsable del vivero.

—¡Hermosa presa, Nia! —exclamó uno de ellos—. Pero ¿adonde vas así?

—La lleva al Lugar de Verdad —respondió Paneb—. Y vosotros vais a llenar los cestos de pescado fresco y a seguirnos.

Ambos hombres empuñaron su garrote.

—Será mejor que le obedezcáis —recomendó Nia—; éramos cuatro y nos ha vencido.

Los guardias retrocedieron un paso.

—¿Quién eres?

—Paneb, artesano del Lugar de Verdad.

—¡Tenemos órdenes estrictas! Nadie debe tocar el vivero.

—Son órdenes estúpidas, puesto que el vivero pertenece a la cofradía. Llenad los cestos.

—En el fondo, Paneb tiene razón —agregó el pescador responsable.

Los dos hombres se consultaron con la mirada. Sólo estaban ellos dos para luchar contra aquel coloso de inquietante musculatura; aunque consiguieran derribarlo, cosa que parecía bastante improbable, nunca saldrían indemnes del enfrentamiento. Puesto que no les pagaban bastante para recibir golpes, los guardias decidieron bajar sus armas, y si la administración les reconvenía, afirmarían que habían sido obligados a actuar amenazados por un gran grupo de agresores.

Los auxiliares y el portero de guardia vieron llegar un extraño cortejo, a cuya cabeza marchaba Paneb.

—¡Pescado fresco! —exclamó el herrero, con los puños apoyados en las caderas—. ¿Es para nosotros?

—Tendréis vuestra parte —respondió Paneb.

—¿Quién te lo ha dado?

—Nia se ha mostrado dispuesto a cooperar, y nuestro vivero está lleno de piezas soberbias.

—¿Se reanudarán las entregas, entonces?

—¿No lo estás viendo?

Paneb ofreció dos cestos a los auxiliares, que estuvieron encantados al ver los mújoles de cabeza redondeada y grandes escamas.

Alertadas por la agitación, algunas amas de casa salieron de la aldea para comprobar, con evidente alegría, que una abundante entrega de pescado les permitiría preparar su manjar favorito.

Cuando Paneb depositó la perca ante la puerta del escriba de la Tumba, éste apareció, malhumorado.

—Las he comido más grandes —reconoció el coloso—, pero de todos modos deberíamos darnos un banquete.

—¿De dónde ha salido este pescado?

—Yo mismo lo he capturado… ¿No estará prohibido, no?

—Hasta la proclamación del nombre del nuevo faraón, nadie está autorizado a salir de la aldea.

—He actuado por el bien de la comunidad —alegó Panebv; de paso, he restablecido las entregas de pescado fresco. El vivero nos pertenece, ¿por qué no aprovecharlo entonces?

—¡Un reglamento es un reglamento, Paneb! Violarlo es una falta muy grave.

—Todos los aldeanos podrán comer de nuevo pescado fresco, ¿no es eso lo verdaderamente importante? Si hubiera que esperar a que los poderosos arreglaran sus cuentas entre sí, no tardaríamos en morir de hambre.

Harto de oír sandeces, Kenhir golpeó el suelo con su bastón y exclamó:

—Regresa a tu casa y no vuelvas a salir al exterior.

—¡Pertenezco a esta cofradía, pero sigo siendo un hombre libre!

—Solicitaré al maestro de obras que te dirija una reprobación. Desde este mismo instante te prohíbo que participes en los trabajos del equipo de la derecha.