Los cuatro libios fueron alineados contra la pared de una celda. El ayudante de campo del general Méhy saludó a su superior y al jefe Sobek.
—Esos bandidos han intentado introducirse en el Lugar de Verdad —reveló Méhy—. Han sido detenidos gracias a la intervención del jefe Sobek; pero sólo uno de ellos tiene capacidad para expresarse, y sólo habla el libio. Es una lengua que mi ayudante de campo conoce bien, por lo que él va a interrogarlo… Pero antes tengo que hacerle una pregunta: él recluta a todos los mercenarios que emplea nuestro ejército, y yo quiero saber si reconoce a estos hombres.
La mirada de complicidad del general hizo comprender a su ayudante de campo que Méhy estaba dándole una orden muda ante un civil que debía seguir ignorando los secretos militares. Pero había que responder sí o no.
El oficial examinó de cerca a los prisioneros y luego se volvió hacia el general, que se había colocado algo más atrás que Sobek, para poder asentir con la cabeza sin que el nubio se diera cuenta.
—Ya he visto a esos hombres… —declaró el ayudante de campo, fingiendo vacilar—. Y me preguntaba si no se trata de los mismos ladrones que robaron armas el mes pasado, durante unas maniobras.
—Eran mercenarios libios, en efecto, y fueron declarados desertores —afirmó Méhy.
—Desertores, ladrones y, sin duda, criminales, general. Asesinaron a un centinela para introducirse en la armería —añadió el oficial.
—Procede al interrogatorio.
El ayudante de campo hizo una sola pregunta, y el libio le respondió con frases cortas y entrecortadas.
—Le he preguntado si sus cómplices y él eran culpables, y lo ha confesado todo.
—Pregúntale por qué ha intentado penetrar en la aldea y por orden de quién —ordenó Méhy.
El libio se expresó con el mismo nerviosismo.
—Él y su pandilla habían decidido desvalijar las aldeas de la orilla oeste y, luego, volver a su casa con el botín atravesando el desierto.
—Los entregaremos, pues, al jefe Sobek para que los presente ante el tribunal —sentenció Méhy.
—Siento contradeciros, general, pero eso es imposible.
Méhy pareció contrariado.
—¿Qué quieres decir?
—Estos criminales deben comparecer de inmediato ante un tribunal militar; si decidierais algo distinto, general, vos mismo seríais condenado por falta grave. Dados los hechos, debo redactar un detallado informe y encerrarlos en una celda hasta que se celebre el juicio.
Tras la marcha del jefe Sobek, y obligado a doblegarse ante el reglamento, el general Méhy dio orden de que incomunicaran a los libios antes del juicio expeditivo que los mandaría al penal del oasis de Khargeh, del que no saldrían nunca.
—¿Pondréis vuestro sello en el documento final? —preguntó su ayudante de campo.
—Sería inútil —respondió Méhy—. No quiero oír hablar más de estos canallas.
—Espero que os haya satisfecho mi actuación, general.
—Has estado perfecto.
—He tenido que sobrentender lo que queríais decir… y habría podido equivocarme en las respuestas que esperabais.
—No ha sido así, y te felicito por ello. Tú y yo actuamos por la gloria del ejército, y nunca olvidamos que la disciplina es la primera de las virtudes.
—Tengo la intención de seguir obedeciéndoos sin discutir, pero ¿no creéis que esa fidelidad merece una recompensa?
Méhy sonrió.
—Desde que estás bajo mis órdenes, has aprendido a conocerme y sabes que detesto perder la iniciativa. Si intentaras extorsionarme…
—¡Claro que no, general! No es eso…
—Si mi agradecimiento se expresara en forma de dos vacas lecheras, un lecho de gran calidad y tres sillas de lujo, ¿olvidarías a esos miserables libios?
—Sin duda alguna —afirmó el ayudante de campo.
Cuando el jefe Sobek cruzó el quinto y último fortín para penetrar en la zona ocupada por los auxiliares que estaban al servicio del Lugar de Verdad, enseguida advirtió que algo ocurría. El herrero, el calderero, el alfarero, el curtidor, el tejedor, el zapatero, el lavandero, el leñador, el panadero y sus ayudantes habían salido de sus talleres y estaban formando un círculo, gritando.
Armado con un garrote, el guardia que estaba de servicio se había levantado y se había situado ante la puerta de la aldea, como si temiera un ataque de los auxiliares. Los policías se mantenían a distancia; habían recibido la orden de impedir el paso a cualquier intruso, pero no la de detener a los obreros que se encargaban de mantener el bienestar de la cofradía.
El nubio rompió el círculo, en cuyo centro estaba el escriba de la Tumba, apoyado en su bastón. Desde hacia más de una hora, plantaba cara a los auxiliares, cuyo portavoz era Beken el alfarero.
—Tranquilizaos —exigió Sobek—; de lo contrario, ordenaré a mis hombres que os dispersen.
—¡Hace una semana que no recibimos la ración de pescado seco! —protestó Beken—; deberíamos tener, por lo menos, cuatrocientos gramos por persona y día. Si esto sigue así, nos quedaremos sin fuerzas para trabajar.
—Los miembros de la cofradía no están mejor provistos —repuso Kenhir—, y no puedo hacer nada más que dirigir mis protestas al administrador principal de la orilla oeste que, por su parte, espera el nombramiento de un nuevo visir.
—¿De qué vamos a alimentarnos, entonces?
—El tribunal del Lugar de Verdad ha dado su conformidad para que se os distribuyan conservas. La coronación del faraón ya no puede tardar, y entonces se reanudarán las entregas.
A Kenhir le habría gustado estar seguro de ello; la firmeza de su tono tranquilizó, por lo menos, a los auxiliares, que aceptaron regresar al trabajo arrastrando los pies.
—Habéis corrido un gran riesgo al enfrentaros a ellos directamente —dijo el jefe Sobek al escriba de la Tumba.
—A mi edad, ya no temo a nadie; además, soy el encargado de resolver este tipo de problemas. ¿Te ha recibido el general Méhy?
—Me ha llevado, incluso, al cuartel principal de Tebas, donde su ayudante de campo ha interrogado al único libio que podía hablar.
—¿Qué ha confesado?
—Si confiamos en el ayudante de campo, se trata de una pandilla de ladrones que tenía la intención de atacar todas las aldeas de la orilla oeste y que, además, son desertores sospechosos de asesinato. Serán juzgados por un tribunal militar. A mi entender, no volveremos a verlos.
—Si los delitos que se les imputan son tan graves, serán condenados al penal; ¿por qué pareces contrariado, Sobek?
—¡Porque esa historia no se sostiene por ningún lado! Si efectivamente esos granujas habían robado armas de un arsenal, ¿por qué no las llevaban para atacar el Lugar de Verdad? Y, además, ésta no es una aldea como las demás. ¿Olvidáis que tenían un cómplice, uno de mis propios hombres? Puesto que su condena es segura, escaparán de las demás jurisdicciones y la única verdad de que dispondremos será la que nos ofrezca el ayudante de campo del general.
Kenhir se apoyó firmemente en su bastón.
—Dime qué estás pensando, Sobek.
—¡No me fío en absoluto del tal Méhy! Rezuma ambición por cada poro de la piel, y le creo capaz de las más sórdidas manipulaciones.
—Si no me equivoco, eres un hombre razonable que desconfía de los espejismos y no te gustaría cometer un nuevo error, como el que, hace mucho tiempo, te llevó a acusar injustamente al actual maestro de obras de la cofradía.
Con aquella frase, Kenhir estaba reavivando crueles recuerdos, y el fuerte nubio vaciló:
—La situación es muy distinta…
—¿Tan seguro estás? Consideremos los hechos, sólo los hechos: ¿no es el general Méhy el protector oficial de la aldea?
—Sin embargo, las entregas de pescado se han interrumpido —replicó Sobek.
—Es la ley impuesta por el visir durante el período de luto, entre la muerte del antiguo faraón y el advenimiento del nuevo. Y acabo de recibir una carta de Méhy que nos abrirá las reservas de la administración central, si es necesario. Desde que él está a la cabeza, ¿hemos tenido una sola queja de su gestión?
—No, creo que no…
—¿Ha intentado poner trabas a tu investigación?
—Aparentemente, no —admitió Sobek.
—¿No te ha llevado al cuartel principal de Tebas, lejos de tu territorio, cuando legalmente habría podido impedirte el acceso?
—Es cierto, pero…
—¿No te ha permitido asistir al interrogatorio?
—Sí, e incluso…
—¿Incluso qué, Sobek?
Al nubio no le gustaba nada tener que reconocer aquello, pero debía ser honesto:
—El general Méhy quería entregarme a los libios, y ha sido su ayudante de campo el que le ha recordado que no podían sustraerse a la justicia militar.
Kenhir, enojado, golpeó el suelo con su bastón.
—No te gusta Méhy, y estás en tu derecho. Ese tipo me pone tan nervioso como a ti, lo admito, y seguiré desconfiando de él, pero estoy convencido de que el Lugar de Verdad es sólo una etapa en su carrera y que le interesa velar por él para no ser reprendido por el rey.
—¿Y si el nuevo monarca decreta el cierre de la aldea?
De pronto, el escriba de la Tumba sintió multiplicarse el peso de los años sobre sus espaldas.
—Sería el final de nuestra civilización, Sobek, y los dioses abandonarían esta tierra.