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El administrador principal de la orilla oeste de Tebas y general encargado del mando de las fuerzas armadas de la gran ciudad del Alto Egipto, Méhy, era un cuarentón panzudo de rostro redondo, pelo negro y aplastado, labios carnosos, torso ancho y poderoso, y manos y pies rechonchos. Sus ojos, de un marrón oscuro, reflejaban la altivez de un alto dignatario seguro de sí mismo, ambicioso y decidido y, sobre todo, un brillo que sólo su esposa Serketa, heredera de una gran fortuna, sabía descifrar. Un brillo que revelaba la empecinada voluntad de apoderarse de los secretos del Lugar de Verdad y, sobre todo, de la Piedra de Luz, gracias a la cual dominaría el país. Para convertirse en dueño de la rica región tebaica, Méhy había tenido que quitar de en medio a molestos adversarios; no creía en dioses ni en demonios, por lo que no había vacilado en asentar su carrera sobre el crimen, asegurándose la complicidad incondicional de la dulce Serketa, que experimentaba un intenso placer al suprimir la vida de otro.

La ironía del destino había querido que él, el peor enemigo de la cofradía, recibiera oficialmente el encargo del faraón de protegerla y asegurar a los artesanos una real abundancia, para permitirles trabajar en las mejores condiciones. Se había visto obligado, pues, a actuar en la sombra, con la ayuda de un artesano que no vacilaba en traicionar para poder gozar de los bienes acumulados en el exterior de la aldea a cambio de los servicios prestados.

Pero los resultados no estaban todavía a la altura de sus expectativas, y a Méhy le costaba mantener la paciencia. Afortunadamente, la guerra civil que se anunciaba crearía un clima favorable para asestar fatales golpes a la cofradía desde la sombra.

Serketa regresaba de Tebas a la cabeza de una cohorte de servidores que transportaban telas, jarros y muebles que ella había comprado en la ciudad. Llevaba una lujosa peluca y una ancha túnica rosada que disimulaba sus opulentas formas. Tenía los ojos de un color azul pálido, que le daban un cierto aire aniñado. Al llegar a su vasta villa de la orilla oeste, Serketa vio a Méhy, que paseaba por la sala hipóstila de la mansión, rodeada por un jardín con sicómoros, acacias, palmeras, algarrobos e higueras.

—Con sólo verte, sé que estás preocupado por algo —observó Serketa.

—No hay noticia alguna del policía nubio al que sobornamos.

—No seamos pesimistas, dulce amor mío.

Serketa se colgó del cuello de su marido, siempre sensible a los orgullosos pechos que él manoseaba con una rudeza que a ella le gustaba.

—¿Y si bebiéramos vino de palma en nuestra alcoba?

Fingiendo sentirse satisfecha, como de costumbre, Serketa pensaba en los exaltantes años pasados en compañía de Méhy desde que él le había desvelado sus proyectos. Conquistar el poder absoluto utilizando las armas de la ciencia y de la técnica, ejercer el derecho de vida y muerte sobre cualquiera y aniquilar el Lugar de Verdad tras haberle arrebatado sus tesoros, eran los únicos alicientes que lograban distraer a Serketa, acechada por el tedio.

Si su maravilloso marido no hubiera sido sincero, ella se habría librado de él, al igual que una mantis religiosa; al convertirse en su cómplice, al asesinar para allanarle el camino a Méhy, le había tomado gusto a la aventura que los unía. Y, por su bien, sería mejor que el general no la decepcionase.

Serketa se tumbó sobre él, como si quisiera ahogarlo, y le preguntó:

—¿Tienes noticias de la capital?

—Sed no renunciará nunca al trono.

—¿Realmente controlas al príncipe Amenmés?

—Ignoro cómo va a reaccionar cuando se anuncie la coronación de su padre.

En un dorado exilio en Tebas, por orden de Seti, Amenmés soñaba con devenir faraón, y Méhy no había dejado de alentarlo con la esperanza de producir un conflicto del que sería el principal beneficiario. Pero el joven Amenmés vacilaba en elegir su camino, entre la sumisión y la revuelta.

Con la mirada perdida, el general pensaba en el primer crimen que había cometido, en la montaña de Occidente. Allí mató a un policía que lo había sorprendido espiando a los miembros de la cofradía que llevaban la Piedra de Luz al Valle de los Reyes.

En aquella ocasión, Méhy había comprendido que el Lugar de Verdad detentaba el secreto esencial de Egipto, el que permitía a un faraón reinar y vencer a la muerte. De modo que la aldea, extremadamente protegida, resultaba inaccesible para los profanos e, incluso, para los dignatarios.

Con el fin de apoderarse de la fabulosa piedra, el general ya había recorrido un largo camino, sembrado de cadáveres, coacciones, mentiras y extorsiones, pero aún faltaba mucho para ganar la batalla.

Estaba dispuesto a conseguir que la maldita cofradía lamentara haberse negado a admitirlo en su seno, y Serketa, que había aprobado el modo en que Méhy se había librado de su suegro para apoderarse de su fortuna, era una formidable aliada, cuyo amor por el crimen le era muy útil. Sin embargo, Méhy sabía que, tarde o temprano, su esposa perdería la cabeza, y tendría que deshacerse de ella.

—¿Están listas ya nuestras nuevas armas? —preguntó ella.

—Tenemos tantas armas como para entablar batalla con un ejército procedente del Norte. No le he dicho nada a Amenmés acerca de los nuevos carros de combate que he puesto a punto. Gracias a las ventajas que no he dejado de procurarles desde hace muchos años, oficiales y soldados sólo ven a través de mis ojos. Aunque el príncipe tomara el mando, las tropas tebaicas sólo me obedecerían a mí. Pero desconfío de Seti… Tiene carácter y no se limitará a reinar sobre el Delta. Por eso le hago llegar algunos mensajes confidenciales asegurándole mi entera fidelidad y dándole cuenta de la situación… a mi manera, claro está.

—¡Qué excitante suena eso, amor mío! —exclamó Serketa, frotándose los pechos contra el rostro del general.

Cansado de estar debajo de ella, Méhy la hizo caer de costado. Serketa lanzó unos grititos de espanto, como si temiera ser agredida, y en ese mismo instante sonaron unos violentos golpes en la puerta de la alcoba.

—¡General, venid pronto, es la policía! —imploró la aterrorizada voz del intendente.

Méhy y Serketa se miraron, atónitos.

—Nunca me detendrán —declaró ella.

El general se levantó.

—No puede ser nada grave.

—¿Y si el tal Amenmés te hubiera traicionado?

—¡Sin mí, él está perdido! —exclamó Méhy.

Acto seguido, se puso una túnica y salió de la alcoba.

—El portero no ha dejado entrar a nadie —aclaró el intendente—, pero el policía insiste en veros de inmediato.

Méhy se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de la villa que daba al jardín, donde se habían reunido varios criados.

—Volved al trabajo —ordenó con sequedad—. Y tú, abre.

Los criados se dispersaron como gorriones asustados, mientras el portero obedecía.

Cuando se abrió la puerta, Méhy descubrió a Sobek, acompañado por varios policías nubios que custodiaban a cuatro hombres, con las manos atadas a la espalda.

—Jefe Sobek… ¿Qué ocurre?

—Uno de mis subordinados ha intentado introducirse en la aldea de los artesanos con estos cuatro bandidos. Puesto que representáis la autoridad suprema en la orilla oeste y os encargáis de proteger el Lugar de Verdad, he querido informaros enseguida.

—¿Qué ha sido de tu policía?

—Se ha cortado el cuello. Los buitres se ocuparán de él.

—Éstos son libios… ¿Los has interrogado?

—El único que puede hablar no parece conocer el egipcio.

—Me los llevo al cuartel principal… ¡Allí sabrán desatarles la lengua, créeme!

—Ese cuartel se encuentra en la orilla este, fuera de mi jurisdicción, y estos hombres son mis prisioneros.

—Como tú bien has dicho, aquí represento la autoridad suprema y quiero saber quiénes son esos bandidos, qué querían y por orden de quién han actuado.

—Permitidme que asista al interrogatorio, general.

El gran nubio no apreciaba demasiado a Méhy, pues lo consideraba demasiado ambicioso y capaz de conspirar para asentar su posición y preservar sus privilegios. Pero hasta el momento no tenía ningún indicio serio contra él, y no podía acusar a un hombre de su talla sin antes tener pruebas irrefutables.

Si Méhy lo apartaba de la investigación, estaría dando, sin saberlo, un paso en falso. Sobek fingiría estar de acuerdo con su decisión, pero mandaría un informe a la capital poniendo de relieve el dudoso comportamiento del general.

—Tu petición no es muy reglamentaria —estimó Méhy—, pero te comprendo. ¿Cómo ha reaccionado el escriba de la Tumba al descubrir la traición de uno de tus policías?

—Tanto el maestro de obras como él siguen ofreciéndome su confianza, y yo no voy a decepcionarles.

—Yo tampoco tengo ninguna razón para no confiar en ti. Me vestiré y te llevaré al cuartel.

Méhy no se tomaba a la ligera la intervención del nubio, al que sabía incorruptible y tozudo. Todas las iniciativas para comprarlo, hacer que lo trasladaran o, sencillamente, desestabilizarlo, habían fracasado, pues Sobek estaba visceralmente unido al Lugar de Verdad, aunque sólo era un hombre del exterior.

A veces, el general tenía la sensación de que Sobek lo miraba con ojos extraños, como si pensara, sin atreverse a reconocerlo, que tenía frente a él al asesino que estaba buscando desde hacía veinte años. Pero Méhy sabía cómo no dejar rastro alguno a sus espaldas, y la investigación del nubio estaba condenada al fracaso.

En cuanto Méhy se puso el uniforme militar, Serketa acudió, intrigada.

—Tenemos serios problemas —reconoció él—. El comando ha fracasado; el nubio al que habías comprado se ha suicidado para escapar del interrogatorio de su jefe, pero quedan esos cuatro imbéciles libios, y yo me veo obligado a llevar a Sobek al cuartel para no despertar sus sospechas. Tendré que hacer algo para intentar salir de este atolladero.

—No me preocupa en absoluto, amor mío —afirmó Serketa, besando el torso de su marido y acariciando la empuñadura de su puñal que, en caso de dificultades, haría callar al jefe Sobek.