A los setenta y dos años de edad y padeciendo mil males, Kenhir seguía siendo el escriba de la gran y noble tumba de millones de años al occidente de Tebas, y se encargaba de redactar el Diario, donde anotaba, día tras día, los pequeños y grandes acontecimientos. Cosa suya era, también, vigilar las entregas, pagar los salarios en especias, distribuir las herramientas, comprobar la validez de los motivos de ausencia en las obras y establecer el inventario de los bienes de la cofradía; en resumen, encargarse de llevar a cabo una gestión impecable y de resolver los mil y un problemas cotidianos que no dejaban de surgir en una aldea donde vivían los artesanos, sus esposas y sus hijos, además de los solteros de ambos sexos.
Y ahora acababa de suceder lo peor: la cerveza que bebía estaba caliente y su lecho ardía.
—¡Despertad, Kenhir!
El escriba de la Tumba abrió los ojos y vio a un hombre de cuarenta y seis años, esbelto, con una gran frente despejada, ojos de un gris verdoso y talla mediana, pero robusto.
—¿Eres tú, Nefer…? Olvidé frotarme el rostro con hierbas frescas remojadas en una mezcla de cerveza y mirra, y he tenido una pesadilla horrible. De acuerdo con la clave de interpretación de los sueños, van a robarnos y nos veremos obligados a expulsar a alguien.
—No estáis muy lejos de la verdad, Kenhir. Un grupo de libios ha penetrado en la aldea con la complicidad de un policía.
—¿Qué estás diciendo…, un hombre del jefe Sobek?
—Por desgracia, sí.
Kenhir se incorporó con dificultad, y Nefer lo ayudó a ponerse en pie.
Entró en la estancia la joven sierva del escriba, Niut la Vigorosa, una hermosa morenita que había considerado preferible dejar que el maestro de obras despertara a su patrón, cuyo malhumor matinal solía durar la mayor parte del día.
—¿Deseáis desayunar?
—Tortas calientes y leche, pero pronto.
Corpulento y de aspecto palurdo, Kenhir se desplazaba con la ayuda de un bastón, salvo en ciertas ocasiones cuando recuperaba, como por arte de magia, su agilidad de antaño. El anciano se sentó en un sillón bajo, frente a una mesa de madera de sicómoro, con los ojos brillantes de cólera.
—¡Atreverse a atacar así el Lugar de Verdad! Redactaré de inmediato un informe para el faraón.
—Suponiendo que Seti II sea reconocido como tal, pues nadie ha sido coronado aún —objetó Nefer.
—Esos granujas habían elegido el momento ideal… Hay que convocar al jefe Sobek.
—Ya se ha hecho. Nos está esperando en la puerta principal.
Alto, atlético, con una cicatriz bajo el ojo izquierdo, y unas enormes manos acostumbradas a usar la lanza, el jefe Sobek era un nubio autoritario, de palabra cortante, que había hecho toda su carrera en la policía. Puesto que no soportaba que se discutieran sus órdenes, solía asumir sus responsabilidades y no le gustaba delegarlas a sus subordinados.
Cuando vio que se entornaba la gran puerta de la aldea, en la que no tenía derecho a penetrar, y que aparecían el escriba de la Tumba y el maestro de obras, supo que iba a tener que pasar por una dura prueba. Hacía unos veinte años, uno de sus hombres había sido asesinado y, a pesar de sus investigaciones, no había conseguido identificar al culpable que, a su entender, sólo podía ser uno de los artesanos de la cofradía. Ahora, otro miembro de las fuerzas de seguridad desaparecía en circunstancias trágicas, aunque esta vez estaba plenamente justificado, pues se había comportado como un criminal.
Kenhir lucía su cara de los malos días.
—¿Has identificado al malhechor que se ha degollado?
—Sí, era uno de mis hombres —declaró Sobek—. Lo había reclutado el año pasado.
—¿Qué tarea le habías asignado?
—La vigilancia de una de las pistas, en las colinas.
—Me pregunto por qué se habrá suicidado…
—Es muy sencillo —estimó el nubio—: cuando se ha dado cuenta de que no tenía escapatoria, ha preferido quitarse la vida antes que sufrir mi interrogatorio. Y ha hecho bien.
—¿Has interrogado a los cuatro libios?
—El primero ha perdido la cabeza por el golpe que ha recibido, el segundo es mudo, al tercero le cortaron la lengua y el cuarto no habla ni una palabra de egipcio. Debo confiarlos a la administración central de la orilla oeste para que los identifiquen.
—¿Y el guardia?
—Lo drogaron, ahora acaba de despertar.
—Sabíamos que había un artesano que nos traicionaba —recordó Kenhir, irritado—; ¡pero ignorábamos que uno de tus policías fuera su cómplice! Y es evidente que ha sido éste el que ha guiado a los libios.
—Si sospecháis que yo he tenido algo que ver en esta conspiración, no vaciléis en presentar una acusación contra mí. Si ése es el caso, os presentaré de inmediato mi dimisión —repuso Sobek con sequedad.
—Tienes toda nuestra confianza —intervino Nefer—, y seguirás siendo el jefe de seguridad de la aldea.
Antaño, el maestro de obras ya había tomado partido por el nubio, y tampoco esta vez el escriba de la Tumba se opuso a Nefer el Silencioso.
—¿Cómo podemos pensar que otros policías no vayan a venderse al enemigo? —masculló Kenhir.
—He cometido una falta muy grave —reconoció Sobek—; este canalla no pertenecía a mi clan, y no debí enrolarlo. Os prometo que en adelante no volveré a cometer dicho error.
—¿Qué medidas piensas tomar?
—Estrechar la vigilancia en torno a la aldea, tanto de día como de noche, y suprimir todos los permisos hasta la coronación del nuevo faraón. Sería preferible que ninguno de vosotros abandonara el Lugar de Verdad antes de que la situación se aclare.
Los aldeanos estaban conmocionados.
Para conjurar el hechizo, el jefe escultor Userhat el León y sus dos ayudantes, Ipuy el Examinador y Renupe el Jovial, modelaban una pequeña estela en la que figuraban siete serpientes.
Plantado cerca de la puerta principal, en el interior del recinto, el modesto monumento contribuiría a mantener alejadas de la cofradía las energías negativas.
Sin embargo, en la aldea no había ni una sola familia que no estuviera preocupada por el porvenir del Lugar de Verdad; si el nuevo faraón dejaba de ser su principal protector, si estallaba una guerra civil, ¿qué sería de las setenta casas blancas, cuidadosamente mantenidas?
Pese a su rostro redondo y jovial, y a su abultada panza, el dibujante Pai el Pedazo de Pan estaba tan atemorizado que había perdido el apetito. Su esposa, que estaba muy preocupada por él, le había tomado del brazo para llevarlo a casa de la mujer sabia, curandera y madre espiritual de la cofradía.
Aunque no estuviera muy orgulloso de sí mismo, Pai se sentía tan deprimido que había aceptado acompañarla. Llamó, pues, a la puerta de Clara, la esposa del maestro de obras, cuya sala de consultas estaba adosada a la morada de Nefer el Silencioso. Se oyó un ladrido procedente del interior de la casa y, acto seguido, la mujer sabia abrió, con un cachorro en brazos.
—Negrote está un poco nervioso —explicó—; le he hecho tragar unas bolas de artemisa, cuyas propiedades vermífugas lo curarán.
Pero Negrote parecía gozar de buena salud. Era un perro inteligente, bastante alto, con el hocico alargado, los ojos pardos y las orejas largas y colgantes. Su predecesor, que llevaba el mismo nombre, había sido momificado y ahora descansaba en una pequeña tumba, con sus almohadones preferidos, un jarrón lleno de aceite sagrado y una suculenta comida, momificada también.
Cada vez que tenía la suerte de contemplar a Clara, Pai el Pedazo de Pan se sentía hechizado por la belleza de la mujer sabia. Tenía unos cuarenta y tantos años y un rostro con unos rasgos muy puros del que manaba una luz que, por sí sola, apaciguaba las almas. La esposa del maestro de obras era esbelta y ágil, tenía los cabellos casi rubios, los ojos azules y una voz dulce y melodiosa. Nefer y ella se habían casado antes de ser admitidos en el Lugar de Verdad, en donde, tras largos años de formación y encarnizado trabajo, habían sido elegidos para dirigirlo.
—No me siento bien —confesó Pai el Pedazo de Pan, apenado.
—¿Te duele algo en concreto?
—No, me duele un poco por todas partes… y no tengo apetito. ¿Cómo podremos soportar la incertidumbre en la que estamos sumidos? Tal vez mañana la aldea sea destruida, nos dispersen y nuestra regla de vida ya sólo sea un doloroso recuerdo.
—Túmbate en la estera, Pai.
Dotada ya de sólidos conocimientos médicos, Clara se había beneficiado de las enseñanzas de dos facultativas de excepción, la médico en jefe Neferet y la mujer sabia que la había precedido. Ambas le habían transmitido un saber elaborado día tras día, y le habían legado el laboratorio donde preparaba los remedios para los aldeanos.
La tez, el olor corporal y el aliento eran los primeros elementos útiles para el diagnóstico, pero sobre todo era preciso tomar el pulso posando la mano en la nuca del paciente, en lo alto del cráneo, en las muñecas, el vientre y las piernas. De ese modo, la mujer sabia escuchaba la voz del corazón, que le informaba sobre el estado de los distintos órganos y los canales que conducían las energías.
Clara estaba tardando mucho rato en examinarlo, por lo que la inquietud de Pai el Pedazo de Pan iba en aumento.
—¿Es grave? —preguntó.
—No, tranquilízate, aunque algunos conductos están a punto de taponarse a causa de tu ansiedad.
La mujer sabia le recetó un ungüento compuesto de grasa de toro, resina de terebinto, cera, bayas de enebro y semillas de brionia, con el que Pai debería untarse el busto, durante cuatro días seguidos, para devolver a los conductos toda su flexibilidad.
El dibujante se levantó.
—Ya me siento mejor, pero no estaré curado del todo hasta que la aldea esté fuera de peligro. Se dice que puedes descifrar el porvenir, Clara… ¿Qué futuro ves para nuestra cofradía?
—Que siga el camino de Maat y no renuncie, bajo ningún pretexto, a la rectitud. En ese caso, y pase lo que pase, no tendremos nada que temer.