70

La pequeña sierva nubia, que había sido violentamente apaleada por Méhy, porque había derramado una copa de vino, se había refugiado, llorando, en el establo. Mientras el intendente la buscaba en vano, ella había tomado la decisión de abandonar aquella villa, donde era víctima de numerosos malos tratos.

Pero, a diferencia de sus colegas, que estaban aterrorizadas por el general, ella tendría el valor de contar la verdad. La sierva había oído hablar del policía que se encargaba de la seguridad de la aldea de los artesanos, un compatriota con fama de incorruptible. Así pues, se lo confesaría todo a él.

Cuando el camino estuvo libre, la pequeña nubia salió de la propiedad y caminó a campo traviesa hasta llegar al lindero del desierto. Allí preguntó el camino a una campesina.

Ignorando la fatiga, la sierva anduvo hasta el primer fortín. Un policía nubio la detuvo.

—¿Adonde vas así, chiquilla?

—A ver a tu jefe.

—¿Y qué quieres contarle?

—Quiero denunciar al general Méhy.

El policía debería haberse reído a carcajadas, pero la pequeña parecía tan convencida que se la tomó en serio.

—Vamos a avisarlo, espera aquí.

—¿Deseas hablarme de Méhy? —preguntó Sobek.

Su estatura impresionó a la nubia que, sin embargo, superó sus temores decidida a llegar hasta el final.

—El general me ha pegado varias veces, todavía tengo las marcas.

Sobek comprobó que la chiquilla no mentía.

—Es un delito extremadamente grave que mandará al general a la cárcel.

—¡Mejor!

—¿Tendrás el valor de enfrentarte con él, cara a cara, en el tribunal y repetir esta acusación?

—¡Estaré encantada de hacerlo!

—Te tomaré, pues, declaración e iremos, juntos, a casa de un juez para presentar tu denuncia.

Antes incluso de que el faraón examinase el expediente redactado por el escriba de la Tumba, el general sería encarcelado.

—Y no sólo él merece que lo condenen.

—¿Ah, no?… ¿Quién más?

—¡Su mujer…! ¡Está loca! Cuando la dama Serketa monta en cólera hasta los muros tiemblan, se revuelca por el suelo, come durante horas o aúlla. Él la calma haciéndole el amor como un animal en celo. Y luego ella se disfraza…

—No te comprendo.

—Aunque es muy rica, tiene ropas de campesina en un arcón y la he visto salir vestida de mendiga.

Sobek recordó que una campesina había sido sospechosa de asesinato… Una asesina que debía de ser Serketa, actuando como verdugo de Méhy.

—Cierta vez —prosiguió la sierva—, hablaron del Lugar de Verdad y de vos con un pequeño escriba de tono meloso y rostro de ratón.

—¿Recuerdas su nombre?

—Imuni, creo.

¡Por lo tanto, él era el traidor! La cofradía se había librado de él, pues; pero Sobek no tenía ni un minuto que perder para impedir que aquella malévola pareja hiciera daño de nuevo.

—Te daremos bebida y comida, y serás protegida.

La pequeña nubia besó al policía en la mejilla.

El jefe Sobek corrió hasta la aldea, más conmovido de lo que aparentaba.

En cuanto Kenhir salió de ella, le comunicó las importantísimas revelaciones de la sierva.

—Esta vez, el general está perdido —consideró el escriba de la Tumba—. Lástima que Uputy se haya marchado ya a Pi-Ramsés, le habría dado mi informe sobre las acusaciones de la pequeña… Quedará para más tarde.

—Se ha marchado ya… ¡Pues está en peligro de muerte! ¡Jamás desconfiaría de una campesina!

El cartero Uputy se había puesto sus más hermosas ropas, había encerado personalmente el pesado bastón de Thot, símbolo visible de su cargo, y había metido en su bolsa de cuero blanco el informe del escriba de la Tumba.

Por el camino que llevaba al embarcadero se cruzó con dos jóvenes escribas que lo saludaron respetuosamente.

Al pie de un viejo tamarisco, una campesina de rostro en parte oculto por una tosca peluca se retorcía de dolor.

Uputy no debería haberse detenido, pero no podía dejar que aquella mujer sufriera de aquel modo. Y, además, el barco no partiría sin él.

—¿Qué te sucede?

—Creo que me he roto una pierna —se quejó Serketa con voz de niña.

—Voy a pedir ayuda.

—No, no, me da mucho miedo quedarme sola… ¡Ayúdame a levantarme!

—No es prudente, podrías agravar la herida.

—Te lo ruego, ayúdame…

La estrategia de Serketa era tan sencilla como eficaz. Cuando el cartero le tendiera la mano, ella utilizaría el puñal que llevaba oculto bajo la túnica y se lo clavaría en el corazón. Pero para levantarse y obtener un buen ángulo de ataque tuvo que apoyarse en el bastón de Thot.

—¡No lo toques! —se indignó Uputy, retrocediendo con rapidez.

Serketa estaba ahora de pie, con el puñal en la mano; había fallado su ataque por sorpresa.

—¡Pero… estás loca!

La esposa de Méhy se abalanzó sobre su presa, lanzando un grito de rabia.

Uputy, considerando que el correo estaba en peligro, no vaciló.

Utilizó el bastón de Thot a modo de maza y golpeó fuertemente a aquella histérica en toda la cabeza.

Con el rostro ensangrentado, los ojos en blanco y los dedos crispados sobre el mango de su arma, Serketa vaciló antes de caer, muerta.

—Thot, el dios del conocimiento y de las palabras sagradas, no permite que se ataque a los carteros —declaró Uputy a modo de oración fúnebre.

Estaba Hator, con una peluca azul, coronada por un sol rojo del que brotaba una cobra roja y negra; Ptah, con su ceñida túnica de un blanco resplandeciente que envolvía las alas de Maat; Osiris, adornado con un collar de oro y cubierto con una capa roja, sentado en su trono ante un gran loto en el que estaban sus cuatro hijos; y muchas otras divinidades que Paneb había pintado con incomparable destreza.

Pero su obra maestra más extraordinaria, a la que daba los últimos toques, era la inmensa sala del sarcófago, cuyos pilares habían sido decorados con figuras enlazadas; las bases de los distintos elementos del mobiliario fúnebre y la gran pared, con una gran escena que evocaba la transmutación alquímica y la preparación del nuevo sol. Sobre un gigantesco carnero provisto de dos alas, una verde y una roja, dos hombres, acompañados por almas-pájaro, sostenían un disco solar rojo, en el que había moldeado un escarabeo negro; y se formaba un niño solar, protegido por la diosa Cielo que lo haría brotar a la luz del alba, concebida en el regazo del universo.

El coloso había utilizado una enorme cantidad de lámparas sin que Kenhir le hubiera hecho el menor reproche; y Uabet la Pura se había mostrado especialmente activa durante la fabricación de las mechas. Uniendo su potencia de trabajo con la delicadeza de la ejecución, Paneb había iluminado la tumba con vivos colores, al tiempo que transmitía la fuerza espiritual de los símbolos que mantendrían el alma de Tausert en el corazón de la eternidad.

A costa de dormir sólo una hora de vez en cuando, Paneb quería vencer en su combate contra la muerte que merodeaba en torno a la reina-faraón. Estaba convencido de que la mantendría alejada gracias a su pintura, por lo que no se había concedido respiro alguno.

El sonido característico del bastón de Kenhir golpeando los peldaños resonó en el corredor descendente.

El anciano escriba, deslumbrado, se detuvo en el umbral de la sala del sarcófago.

—¿Pero quién eres realmente, Paneb, que has creado semejantes maravillas?

—Ni más ni menos que un servidor del Lugar de Verdad.

—Durante mi larga vida, no he admirado a mucha gente y no debería decírtelo… Pero agradezco a los dioses que me hayan permitido contemplar esas pinturas.

—¡Venceremos de nuevo a la muerte!

—Sobek nos espera a la entrada del Valle. Ha ocurrido algo grave.

—El cartero Uputy ha matado a Serketa, la esposa del general Méhy —reveló el policía nubio—. Iba disfrazada de campesina y ha intentado apuñalarlo para destruir el informe del escriba de la Tumba destinado al rey Set-Nakht y sustituirlo por una carta firmada por Méhy, acusando a la cofradía de conspirar contra el faraón. He acudido a la villa del general y a su despacho de la administración de la orilla oeste, pero no estaba allí.

—Debe de haberse refugiado en el cuartel principal de Tebas, en la orilla este —aventuró Kenhir.

—Seguro, y desgraciadamente no estoy autorizado a detenerlo.

—Redactaré de inmediato los complementos indispensables para mi informe, y se los entregarás a Uputy.

—El cartero está bajo la protección de la policía y sólo espera vuestras órdenes para partir. Otra buena noticia: gracias al testimonio de la sierva maltratada por Méhy, conocemos el nombre del traidor: el ex escriba ayudante Imuni.

—Imuni el asesino de Nefer el Silencioso… —balbuceó Kenhir—. ¿Cómo pudo cometer un acto tan abominable?

Paneb permaneció imperturbable.

—Os aconsejo que regreséis a la aldea y toméis las armas —declaró Sobek con gravedad—; mucho me temo que el general multiplique su ferocidad, como un animal que se siente acorralado.