Al completo y vestidos de fiesta, los equipos del Lugar de Verdad aguardaban la llegada de la reina-faraón, que presidiría el ritual de inauguración de su templo de millones de años. El sol llegaría muy pronto al cenit, bañando con su luz el pequeño edificio de admirables proporciones.
En el cielo tranquilo volaban los ibis y los flamencos rosas, mientras Viento del Norte se daba un banquete de alfalfa.
—¿Pasaremos todo el día aquí? —se inquietó Karo el Huraño.
—¿Por qué no, si es necesario? —respondió Renupe el Jovial.
—¡A ti no te molesta el calor! —protestó Gau el Preciso.
—Ahora que lo dices…
—Podríamos pedir autorización para beber —sugirió Casa la Cuerda.
El escriba de la Tumba estaba sentado a la sombra, en un taburete. Había velado por el orden de una ceremonia que debería haber comenzado al alba; conforme pasaban los minutos, se inquietaba más y más.
—Tausert no vendrá —murmuró Paneb.
—Tal vez sea sólo un retraso…
—Sabéis muy bien que no.
—¡La inauguración no ha sido aplazada! Un poco más de paciencia…
—Los artesanos tienen hambre y sed, Kenhir.
El viejo escriba se levantó trabajosamente y habló con el sacerdote encargado de hacer las ofrendas, todos los días, al ka de la soberana. El ritualista aceptó dirigirse a palacio en busca de noticias.
Cuando abandonaba el paraje topó con una delegación que llegaba de la capital. Tras un breve intercambio de palabras, regresó hacia Kenhir.
—Tausert está ocupada —declaró—; procederemos a la inauguración de este templo sin ella.
—¿Por qué no aplazamos la ceremonia? —sugirió el maestro de obras.
—Las órdenes de la reina son muy claras.
La cofradía fue hacia el santuario para darle vida y así irradiara su energía, gracias a la intervención de la mujer sabia; ¿pero sería suficiente aquel nacimiento para restaurar la salud de la soberana?
La gran villa del general Méhy no estaba animada como de costumbre. El cocinero no sabía qué platos preparar y nadie se atrevía a pedir instrucciones a Serketa, pues la dueña de la casa estaba en un estado de nervios próximo a la locura.
Finalmente, la puerta de la alcoba de Méhy se abrió, y apareció el médico en jefe de palacio.
—¿Qué pasa, doctor?
—Vuestro marido se ha salvado.
—¿Su corazón está gravemente afectado?
—No lo creo. Se trata de un simple aviso, pero, sin embargo, el general deberá restringir sus actividades y descansar más. Le he recetado unos remedios que harán que se recupere rápidamente, pero no debe cometer excesos.
Sin dar las gracias al terapeuta, Serketa irrumpió en la habitación, angustiada ante la idea de encontrarse a un marido disminuido, incapaz de proseguir su camino hacia el poder. En ese caso, sería lamentable que el médico lo hubiera salvado y tendría que arreglárselas para librarse de aquel lastre.
Pero Méhy estaba de pie, con la tez rosada, comiendo higos.
—¿Cómo te encuentras, amor mío?
—Perfectamente bien, y tengo hambre. Tranquilízate, mi corazón es tan fuerte como el granito y un leve cansancio no va a retrasar mi ritmo.
Serketa se contoneó como una niña.
—¿No tienes ganas de demostrármelo?
Méhy le manoseó los pechos.
—Nunca tendrás un macho mejor que yo, pero tengo que hacer algo urgente. Necesito oro para el comando libio y hoy lo recibo de Nubia.
—¿No debes entregarlo al templo de Karnak?
—Claro que sí, y no faltaré a mi deber.
—Pues entonces…
—Nuestro amigo Daktair es un hombre inteligente. Me ayudará a resolver ese pequeño problema.
Un destacamento militar, comandado por el general Méhy en persona, custodió hasta el Tesoro de Karnak los lingotes de oro y plata destinados a la decoración del santuario. El sumo sacerdote recibió al general unos instantes y lo felicitó por las precauciones que había tomado; desde que velaba por el transporte de esos materiales preciosos no se había producido ningún incidente ni ningún robo.
El oro estaba destinado a adornar puertas monumentales y estatuas; la plata, a cubrir el suelo de un santuario que, de ese modo, sería parecido al lago primordial del que emanaban las fuerzas esenciales de la vida.
Como de costumbre, un orfebre de Karnak comprobó la calidad de los metales. Por lo general era un viejo artesano, cercano a la jubilación, quien realizaba rápidamente esa tarea; nunca los controladores egipcios que trabajaban en Nubia habrían mandado a Tebas oro y plata de mala calidad.
Pero, aquella mañana, el verificador estaba enfermo y un joven orfebre, conocido por su carácter puntilloso, lo sustituía. Se empeñaba, pues, en examinar cada lingote antes de imprimir en él la marca «bueno».
—Ven a almorzar —le dijo un colega—; hace más de cinco horas que trabajas sin levantar la cabeza.
—Voy en seguida… ¡Ah, un momento todavía!
—Apresúrate, tengo hambre.
—No, no es posible…
—¿Qué ocurre?
—Hay que avisar al orfebre en jefe.
—¡No lo molestaremos ahora!
—Olvidemos el almuerzo… Es muy grave.
El escriba de la Tumba charlaba con el maestro de obras cuando Niut la Vigorosa los interrumpió.
—El orfebre en jefe de Karnak pregunta por vos en la gran puerta.
Kenhir y Paneb se miraron, asombrados; el importante personaje no solía salir de la ciudad santa de Amón y no parecía ser un ardiente defensor del Lugar de Verdad.
El maestro de obras ayudó al escriba de la Tumba a levantarse y le dio su bastón.
—Tendríais que pedirle a la mujer sabia que os cambiara la medicación —estimó Niut—; de lo contrario, acabaréis envejeciendo a marchas forzadas.
Kenhir, que prefirió no iniciar una polémica en la que no tenía posibilidad alguna de salir vencedor, se apresuró a salir de su casa.
El orfebre en jefe de Karnak parecía tan imbuido de su título como siempre, pero Paneb advirtió cierta inquietud bajo su arrogancia. Le costaba abordar directamente el tema de preocupación que lo había llevado hasta la zona de los auxiliares.
—Nadie debe escuchar nuestra entrevista —declaró, nervioso.
—Sentémonos al pie de la colina, a unos cien metros de aquí —decidió Paneb—; allí estaremos tranquilos.
Kenhir tenía una mirada divertida. Sin duda alguna, el orgulloso personaje necesitaba los servicios de la cofradía; y ésa era la razón de que las palabras salieran de su boca con tanta dificultad.
—Tenemos un problema —confesó.
—¿Un artesano torpe? —sugirió Kenhir.
—No, claro que no… Una entrega sospechosa.
—¿Procedente de Nubia?
—Sí, así es.
—¡Imposible! —exclamó el escriba de la Tumba—; ¡las comprobaciones son implacables!
—Eso es lo que yo pienso y es lo que hemos comprobado siempre… Pero, esta vez, tenemos una duda y me gustaría tener… una segunda opinión.
—Dicho de otro modo, deseáis consultar a Thuty el Sabio, el orfebre del Lugar de Verdad.
—Si lográis convencerlo… Pues él y yo no nos llevamos muy bien.
De hecho, Thuty había abandonado Karnak sin lamentarlo, pues no soportaba ser obligado a obedecer a un trepador menos competente que él.
—La respuesta pertenece a nuestro orfebre —precisó el escriba de la Tumba, no sin satisfacción—. El maestro de obras se lo pedirá, pero no os prometo nada.
Como Kenhir, Paneb no sentía deseo alguno de inclinar la cabeza ante su huésped, pero tuvo la sensación de que éste era el instrumento del destino y que, sobre todo, era preciso no desdeñar aquel signo.
Thuty salía de la casa de la mujer sabia que, en unas pocas sesiones de magnetismo, había conseguido desatascar los canales de su hígado. Liberado por fin de una tenaz jaqueca, el orfebre pensaba en el abundante almuerzo que iba a ofrecerse cuando topó con el maestro de obras.
—Necesito la opinión de un experto, Thuty.
—De acuerdo… ¿Cuál es el objeto en cuestión?
—Unos lingotes de metal precioso.
—He comprobado los que poseemos: su calidad es perfecta.
—Se trata de los del templo de Karnak, que nos ha traído el orfebre en jefe.
Thuty el Sabio montó en cólera.
—¿Ese tirano tan vanidoso como incapaz? ¡Qué se las arregle sin mí!
—Para él, venir hasta aquí ha sido una dura prueba.
—¡No es suficiente! Par empezar, que suba todos los senderos de la montaña de rodillas, luego ya veré.
—Soy yo el que te pido este examen, Thuty.
—Quieres decir… ¿Cómo maestro de obras?
—Eso es.
—Entonces es distinto… ¿Y no tendré que hablar con ese estúpido?
—Yo haré de intermediario.
—Los lingotes de oro nos han parecido perfectos —declaró el orfebre en jefe con voz insegura—, a excepción de éste.
Thuty lo pesó, lo rascó con un cincel en miniatura y lo puso sobre su corazón.
—Contiene plata, lo que nada tiene de anormal. Si me han mandado llamar para burlarse de mí, me marcharé inmediatamente.
—¡No, no! —suplicó el orfebre en jefe—, compartimos la misma opinión y ya he reprendido a nuestro joven verificador, que tiende al excesivo celo. En cambio, por lo que se refiere a ese lingote de plata, me temo que su opinión…
—No digáis más —exigió Thuty.
Esta vez, su examen no le pareció satisfactorio.
—Debo ir a mi taller.
Thuty regresó una hora más tarde y clavó su mirada en la de su ex superior.
—¿Qué piensa de él vuestro joven verificador?
—El lingote le parece extraño, duda en calificarlo de «bueno».
—Con el olfato que tiene, deberíais ascenderlo rápidamente, pues tiene el sentido del metal. Sois víctima de un falsificador genial, especialista en un retorcido truco que, a mi entender, yo soy uno de los pocos que lo conocen. Se limpia cuatro veces el estaño blanco y blando, se mezclan seis partes con cobre blanco de Galacia y se obtiene una falsa plata de primera calidad, cuya apariencia engañaría a cualquier técnico, incluso a los más expertos.
Mientras la mujer sabia reanimaba al orfebre en jefe de Karnak, que se había desmayado, Kenhir avisaba al jefe Sobek.
El escriba de la Tumba, el maestro de obras, Thuty el Sabio, el policía nubio y su huésped, cuya turbación revelaban sus manos temblorosas, se reunieron en el despacho del quinto fortín.
—Es preciso mandar a alguien a la mina de donde procede ese lingote de plata —aconsejó Kenhir—, y sin avisar a la jerarquía de Karnak, que tal vez esté implicada en el tráfico.
—¡De eso nada! —se indignó el orfebre en jefe.
—Dejad ya de cacarear como una gallina vieja —recomendó el escriba de la Tumba—. O hay complicidad entre la mina y Karnak, o |os lingotes entregados por la mina son buenos.
—En ese caso, se habría producido un robo y una sustitución durante el transporte —consideró Paneb.
—Así pues, será preciso comprobar las condiciones e interrogar a [os responsables —afirmó Sobek.
—Por eso debes partir de inmediato con dos de tus hombres y Thuty el Sabio —decidió Kenhir—. ¡Y no volváis con las manos vacías!