63

Acostumbrado a levantarse temprano, Set-Nakht se había quedado postrado en la cama con fuertes dolores en los riñones, que su médico personal sólo había conseguido mitigar recetándole un potente calmante a base de adormidera. Poco antes de mediodía, el rey se había sometido a una serie de exámenes.

—¿Y bien, doctor?

—Me gustaría deciros que se trata de un simple lumbago, pero no suelo mentir. ¿Queréis oír la verdad?

—No me ocultéis nada.

—Como queráis, majestad… La verdad es muy simple: sois un hombre de edad y vuestros órganos vitales están desgastados. Como poseéis una energía superior a la media, aún conseguís olvidarla, pero semejante fuerza se agotará muy pronto. Tomaréis reforzantes, pero tendrán muy poca eficacia y sólo lograrán retrasar el plazo.

—¿Queréis decir… la muerte?

—Debéis prepararos para ella, majestad.

—¿Cuánto tiempo me queda?

—Si vivís más de un año, será un milagro. Os recomiendo encarecidamente que restrinjáis, a partir de hoy mismo, vuestras actividades y descanséis al máximo. De lo contrario, mi pronóstico será mucho más pesimista.

—Gracias por vuestra franqueza, doctor.

—Una cosa más, ésta más agradable: gracias a la magnitud de nuestra farmacopea, no sufriréis. Y, naturalmente, estoy a vuestra disposición día y noche.

A pesar de que no tenía apetito, Set-Nakht se había obligado a comer unas costillas de cordero y una ensalada. Con la espalda menos dolorida gracias a los medicamentos, había recibido al visir Hori durante media hora, antes de que su secretario particular le entregara los mensajes confidenciales.

—Una carta de la reina Tausert, majestad. Os la trae el maestro de obras del Lugar de Verdad.

—Paneb el Ardiente, ¿estás seguro?

—Es un coloso que saca más de una cabeza al capitán de vuestra guardia de élite.

—¡Entonces, es él! ¿Pero por qué se habrá desplazado para traerme una misiva?

Set-Nakht leyó la carta, intrigado; ésta era una simple nota de recomendación rogándole al faraón que recibiera, lo antes posible, al maestro de obras.

—¿Cuántas audiencias tengo esta tarde?

—Cuatro, majestad: el responsable del arsenal, el…

—Aplázalas para mañana y haz que entre Paneb.

Set-Nakht se enjuagó la boca con agua fresca, a la que se había añadido unas gotas de natrón, y se sentó en una silla cuyo respaldo estaba adornado con cetros «potencia» en simbólico contacto con Set, su protector divino que lo abandonaba cuando por fin ejercía el poder.

Como Seti, el segundo de su nombre, Set-Nakht se había mostrado presuntuoso al decidir ser un servidor de Set, aquel fuego celestial que sólo Seti I, el padre de Ramsés el Grande, había sabido dominar para vivir uno de los reinados más grandiosos de la historia de Egipto. Nadie debería haber intentado imitarlo.

Hablar con Paneb el Ardiente reconfortó al monarca.

—Según la carta de Tausert, tienes prisa por hablar conmigo.

—El emplazamiento que deseabais para vuestra tumba no es el adecuado, majestad.

—Ah… ¿Así, deseas proponerme otro?

—Eso es.

—Y has hecho este viaje para hablarme de ello…

—Sí, majestad, dado el carácter excepcional de ese emplazamiento.

—¿Está situado en el Valle de los Reyes? —se inquietó Set-Nakht.

—Creo que la vasta tumba que se está construyendo podría albergar a los dos faraones que actualmente gobiernan Egipto.

La voz grave de Paneb no había temblado.

—La misma tumba para Tausert y para mí…

—La reina está de acuerdo.

Set-Nakht no ocultó su estupefacción.

—¿Estás… seguro?

—Sin ninguna duda, majestad.

—Tausert y Set-Nakht asociados para la eternidad… ¿Y recabas mi conformidad?

—La espero de todo corazón.

Al anciano le hubiera gustado levantarse, tomar el aire, reunir a sus consejeros, pero ya no le quedaban fuerzas. Unos días antes, habría cubierto a Paneb de injurias por haberse atrevido a desafiarlo de aquel modo. Pero hoy, todo era distinto, tan distinto…

—¿Están muy adelantadas las obras?

—Avanzamos deprisa —afirmó Paneb—, y muy pronto comenzaré a encarnar las divinidades en mi pintura. ¿Deseáis que os muestre mis proyectos?

—No será necesario, tu competencia es conocida. Yo también acepto la proposición de la reina, pero debo pedirte algo: apresúrate, maestro de obras.

Méhy acudía a la cita nocturna, acompañado por el escuadrón de policías del desierto que había permitido a Daktair interceptar a los exploradores libios.

Aunque algo tranquilizados por la presencia del general, los policías temían aventurarse, en plena noche, por el desierto. Además de las serpientes, tan numerosas como temibles, estaba poblado de genios malvados que ni siquiera los más aguerridos podían dominar.

Su único consuelo era que los libios y los demás merodeadores de la arena debían de estar tan aterrorizados como ellos.

—Somos muy pocos —consideró el comandante del escuadrón.

—La expedición debe ser secreta —recordó Méhy.

—Corréis demasiado riesgo, general.

—Echar mano al jefe de un clan libio es especialmente difícil, lo sabes tan bien como yo. Sea cual sea el peligro, la ocasión era demasiado buena. Y me satisface demostrar que no me paso la vida en un despacho. ¿Puedes imaginar la alegría de nuestra soberana cuando le entreguemos a ese rebelde?

—Sería una buena presa —reconoció el comandante.

En cuanto se introdujeron en el ued de las gacelas, los cinco hombres caminaron uno tras otro, redoblando su atención. El policía que abría la marcha golpeaba el suelo con un largo bastón ahorquillado; el que la cerraba llevaba un pesado zurrón que Méhy le había entregado.

En cuanto avistaron el pozo abandonado, los policías se pusieron nerviosos.

—No sigamos avanzando, general. Enviaré a uno de mis hombres para que examine los alrededores.

—Es inútil, los libios acudirán a la cita.

—¡Si no tomamos precauciones, seremos aniquilados!

—No te angusties, comandante; primero querrán ver lo que les ofrecemos.

La serenidad de Méhy no tranquilizó, sin embargo, a los policías, que temían caer en una emboscada.

A pocos metros del pozo, aparecieron los libios.

Eran ocho guerreros, dispuestos en semicírculo y blandiendo unas picas.

—No os mováis —ordenó el general a los policías egipcios.

Méhy se adelantó.

—Pedí hablar con un jefe de tribu. ¿Ha tenido el valor de venir?

Seis Dedos se adelantó a su vez.

—No soy un simple explorador, sino también el jefe de una tribu que no teme a ningún soldado egipcio. ¿Y tú eres realmente el general Méhy, jefe del ejército tebano?

—Lo soy.

—¿Por qué querías hablar conmigo?

—Te has aproximado mucho a nuestro territorio, en estos últimos tiempos.

—¡Algún día, Egipto entero será nuestro!

—Mientras tanto, te propongo un negocio.

Seis Dedos quedó tan estupefacto como los policías egipcios.

—¡El comercio no es cosa mía!

—Si sigues asaltando caravanas, lanzaré a mis tropas en tu persecución y no tendrás posibilidad alguna de escapar. Puedo ofrecerte algo mucho mejor.

Méhy hizo una señal al policía que llevaba el zurrón para que se acercase.

—Ábrelo y esparce su contenido por el suelo.

Seis Dedos no creía lo que estaba viendo. La tenue luz de la noche debía de engañarlo.

—Es lo que crees —dijo Méhy—; puedes tocarlo si quieres.

El libio se arrodilló.

Oro… ¡Varios lingotes pequeños de oro que representaban una verdadera fortuna!

Seis Dedos miró a Méhy con ojos inquisidores.

—¿Qué pides a cambio?

—Ningún pillaje en la región tebana y un comando libio, con el que pueda contactar a mis anchas y que me obedezca con los ojos cerrados.

—¡Te estás burlando de mí! ¿Cómo puedo confiar en un general a sueldo del faraón?

Méhy desenvainó un puñal, con una rapidez que dejó estupefacto a Seis Dedos, y degolló al comandante del escuadrón egipcio y, luego, al policía que había llevado el oro.

—¡Matad a los demás! —ordenó a los libios.

Dos picas se clavaron en el pecho del tercer policía. El cuarto, que estaba herido en un hombro, intentó huir. Méhy empuñó una pica clavada en la arena y se la lanzó con furia.

El egipcio, herido en la espalda, cayó al suelo.

—Tener confianza en mí te supondrá mucho más oro —anunció Méhy a un subyugado Seis Dedos.