Fened la Nariz se asustó.
—Una explicación… ¿Sobre qué?
—Es muy sencillo —estimó Ched—: o alguien te robó el plano que te había confiado el maestro de obras, para sustituirlo por esta falsificación o tú eres el autor de esta conjura.
—¡Qué tontería! No he sido yo.
El cantero temblaba al sentir que las miradas acusadoras de todos los artesanos se clavaban en él.
—¡Os equivocáis, soy inocente!
—Ven conmigo —ordenó Paneb.
—¿Adonde me llevas?
—Si eres culpable, el castigo será severo; si eres inocente, no tienes nada que temer.
Comprendiendo que no tenía escapatoria, Fened la Nariz siguió al maestro de obras, que lo condujo hasta uno de los oratorios cuyo mantenimiento corría a cargo de Uabet la Pura.
La sacerdotisa se apartó para dejar entrar a los dos hombres en la estancia abovedada, iluminada por una tenue luz.
Entre las estatuas del fundador de la cofradía, Amenhotep I, y de su esposa de piel negra, símbolo de la obra alquímica, se hallaba la mujer sabía, que levantaba con las manos una estatuilla de la diosa Maat.
—Frente a la eterna rectitud y a nuestros santos patronos, ¿juras, por la vida del faraón y la del maestro de obras, que tienes el corazón y las manos limpias?
Fened la Nariz se arrodilló, sin apartar los ojos de Maat.
—Lo juro.
Paneb lo levantó.
—Permíteme que te abrace.
Las noticias que Tausert recibía del visir Hori no eran muy esperanzadoras. Basándose en los informes reunidos por su hijo mayor, cuya honestidad nadie discutía, Set-Nakht intensificaba los preparativos de guerra. Las conmociones políticas en Asia hacían que, cada vez más, Egipto apareciera como una tentadora presa, y los escasos resultados de los diplomáticos reforzaban la hipótesis de un intento de invasión.
No se había producido ningún incidente grave en los protectorados, por lo que Set-Nakht no exigía aún la indispensable aprobación de la reina-faraón para iniciar la ofensiva destinada a acabar con el enemigo. Y el visir Hori seguía administrando cuidadosamente la economía del país.
Tausert amaba Tebas; allí había alcanzado una serenidad que le había parecido inaccesible en Pi-Ramsés. Acudía a menudo a Karnak, celebraba rituales en el gran templo de Amón-Ra, y pasaba algunas horas, demasiado breves, en el jardín de palacio.
La reina-faraón abandonaba el despacho donde había recibido al superior de los graneros cuando su secretario particular le presentó una inesperada petición.
—El maestro de obras del Lugar de Verdad desearía ver, urgentemente, a Vuestra Majestad.
Tausert tuvo una especie de deslumbramiento que, por unos instantes, la hizo vacilar.
—Majestad… ¿Os encontráis bien?
—Sí, sí, no os preocupéis.
—Despediré al maestro de obras para que podáis descansar.
—No, acepto recibirlo… Que se reúna conmigo en el jardín.
Tausert no había sentido nunca antes aquella sensación de cansancio; salió trabajosamente del palacio para sentarse a la sombra de un gran sicómoro.
Cerró los ojos, agotada, y pensó en su marido difunto, cada noche más presente en sus sueños. A veces, al escuchar los informes de los administradores a quienes convocaba, se extrañaba ante sus distracciones, como si el ejercicio del poder ya no le interesara; pero tal vez sólo se trataba de una fatiga pasajera.
Tausert abandonó su ensimismamiento, presintiendo una presencia.
Paneb el Ardiente estaba ante ella, a pleno sol.
—¿Qué ocurre, maestro de obras?
—Supongo que sabéis que el rey Set-Nakht me ordenó excavar su morada de eternidad en el Valle de los Reyes.
—¿Qué tiene eso de raro?
—La cofradía no está en condiciones de satisfacer sus deseos.
—¿Qué queréis decir?
—Que los equipos del Lugar de Verdad están ocupados en la construcción de vuestro templo de millones de años y en la preparación de vuestra morada de eternidad. La magnitud de la obra prevista no deja lugar alguno para otro trabajo de envergadura.
—¿Y no estáis obligado a obedecer?
—No cuando la orden es absurda y se impone una solución mejor.
—¿Cuál?
—Os sorprenderá, majestad, y necesito vuestra entera aprobación. Dado que concebí una tumba muy vasta y que dos faraones reinan al mismo tiempo, ¿por qué no asociarlos para siempre?
—¿Significa eso… que debería recibir a Set-Nakht en mi morada de eternidad?
—En efecto, suponiendo que seáis la primera en reuniros con la luz divina de la que brotasteis. De lo contrario, os recibirá el rey Set-Nakht.
Tausert estaba atónita.
—¡Sorprendente proposición, en efecto! ¿Realmente pensabas que iba a aceptarla?
—Sí, majestad, porque os estoy hablando de una obra en la que las querellas personales y los asuntos temporales no tienen lugar. Ni una sola escena, ni un solo texto evocará, de cerca o de lejos, las vicisitudes cotidianas y los aspectos humanos de vuestro reinado; quedarán encarnados vuestro diálogo con los dioses y vuestra resurrección en la luz. Sólo el ser del faraón vivirá para siempre en aquellos lugares.
La tumba de Tausert y de Set-Nakht… La reina cerró de nuevo los ojos para imaginar aquella extraña realidad.
—Por la diosa Maat, majestad, os juro que trabajaré sin descanso para hacer de vuestra morada de eternidad la más hermosa del Valle de los Reyes. Transmitiré en mi pintura todo lo que la cofradía me ha enseñado y todo lo que he descubierto durante mis años de trabajo. Vuestro rostro brillará junto a las diosas, y la magia de los colores lo hará inalterable.
Si hubiera sido más joven, Tausert habría rechazado la proposición de Paneb; pero sabiendo que ya no saldría nunca de Tebas y que el maestro de obras era sincero, aceptó.
—Está bien, acepto, pero no es sólo cosa mía. Set-Nakht se negará.
—¿Y no lograríais convencerlo, majestad?
—Creo que soy la menos indicada para emprender semejante negociación.
—Si me autorizáis a ello, yo me encargaré. Saldré hacia la capital para entrevistarme con el rey.
—Mi secretario te dará una carta acreditativa, pero mucho me temo que esa gestión resulte un fracaso.
—Permitidme ser optimista, majestad.
—¿Y si Set-Nakht se niega?
—Pase lo que pase, me consagraré a vuestra morada de eternidad.
—Seguid así —les dijo el maestro de obras a los canteros, que avanzaban excavando en la roca a notable velocidad.
—¡Es nuestra obra más hermosa! —exclamó Nakht el Poderoso—. Nunca había trabajado con tanto entusiasmo… ¡Parece que este lugar hubiera estado esperando nuestra llegada! No encontramos ninguna dificultad.
—Porque tú no tienes reuma —objetó Karo el Huraño.
—Tengo dolor en medio de la espalda —se quejó Casa la Cuerda.
—Pégate a mi pecho —le ordenó Paneb.
El coloso colocó la punta de su esternón sobre la vértebra dolorida, rodeó a Casa con sus poderosos brazos y lo estrechó como si quisiera asfixiarlo.
—¡Espira a fondo!
Cuando los pulmones del cantero estaban vaciándose, Paneb apretó más aún y todos oyeron un chasquido.
—Me siento mucho mejor —afirmó Casa, aliviado.
—¿No hay otro enfermo por aquí? —preguntó el maestro de obras.
—Parece que no —repuso Kenhir, sentado a la sombra del acantilado.
—Ched el Salvador y Gau el Preciso supervisarán la ejecución de los planos que les he confiado y que vos comprobaréis cuidadosamente, Kenhir.
El escriba de la Tumba se levantó y se apoyó en su bastón.
—Es un viaje peligroso, Paneb.
—No os preocupéis, regresaré.
—¡Pi-Ramsés es más temible que un nido de víboras! Set-Nakht te considera uno de los principales apoyos de Tausert y no te lo perdona. Estoy convencido de que rechazará tu proposición y te retendrá como prisionero.
—Solo no podrá imponer un nuevo maestro de obras en el Lugar de Verdad. Y cuento con vos para que se respete nuestra regla.
—Si escucharas los consejos de un hombre con experiencia, no irías.
—Pero si no hablo con Set-Nakht, ¿cómo puedo hacerle entender la necesidad de excavar una tumba única?
Turquesa estaba ante la gran puerta de la aldea. Llevaba los rojizos cabellos recogidos bajo una soberbia peluca negra y los ojos delicadamente maquillados.
Paneb se detuvo, con su saco al hombro.
—¿Acaso no quieres que haga este viaje?
—Nadie, ni siquiera la mujer a la que amas, podría impedir que lo emprendieses.
El coloso contempló a Turquesa con tanta intensidad que la mujer se estremeció.
—Ve, maestro de obras, y cumple con tu función, aunque ésta acabe con tu vida. Si no lo hicieras, yo no te amaría.